DIARIO DE VIAJE. TRAVESíA LATINOAMERICANA
El periodista belga Tom Dieusaert emprendió en 2003 un viaje de seis meses desde México hasta la Argentina, a bordo de un Volkswagen escarabajo. Las impresiones y anécdotas de esa travesía aventurera se transformaron en una bitácora atrapante de su itinerario latinoamericano.
› Por Tom Dieusaert
El Zócalo yace bajo el sol en todo su esplendor. El gobierno de la ciudad ha decorado su plaza central y no ha escatimado en gastos. Imágenes de los héroes nacionales, recortadas en papel brillante, cubren los muros rojos y porosos de los edificios. Estrellas gigantescas en los colores patrios –verde, blanco y rojo– cuelgan de los techos, bailando en la brisa. Unos monstruosos parlantes arrojan Van Beethoven sobre la planicie de roca negra volcánica. La música retumba. Mañana es el Día de la Independencia.
El gentío es tan denso que debo bajar de la bicicleta y seguir a pie, esquivando puestos de vendedoras con juguetes de plástico, niños con manzanas acarameladas y el vapor que sale de unas grandes calderas llenas de cerdo frito.
El Distrito Federal es una ciudad como las de antes, donde toda la acción se desarrolla alrededor de la plaza central. El comercio, la vida bohemia, la vida religiosa (la catedral está construida sobre los restos del templo mayor de los aztecas), la vida política; todas las manifestaciones que inundan las calles del DF terminan aquí en actos masivos. “El pueblo unido jamás será vencido.” “EZLN.” “¡Abajo el sindicato charro!”
Una vez al año, el mismísimo presidente se presenta aquí ante sus conciudadanos, en una ocasión solemne y festiva a la vez. Se trata de la celebración de un acto histórico. Un día como hoy, un quince de septiembre en tiempos de Napoleón, justo a las veintitrés horas, un cura nacionalista de un pueblito llamado Dolores proclamó la independencia del país frente a España. Hizo resonar las campanas de su iglesia y gritó a sus parroquianos: “¡Viva México!”. Aquel momento –tan importante que desencadenó la cruenta Guerra de la Independencia– es emulado por el presidente de turno, quien aparece en el balcón del Palacio Nacional, extiende su brazo en una pose teatral y, en el silencio entre campanada y campanada, acerca sus labios al micrófono para gritar tres veces: “¡Viva México!”. El grito es replicado por miles de gargantas. Se lanzan fuegos artificiales, se arroja espuma de afeitar, papel picado y huevos. El presidente se ríe y aplaude, espontáneo y alegre, como ningún otro jefe de Estado en el mundo.
El primer mandatario mexicano generalmente es un personaje sobrio y bien educado, pero en la noche de la Independencia se convierte en un niño.
“¡Viva México!” No es una sentencia que implica superioridad racial o moral. “Viva México” no significa nada, es la afirmación rotunda de una condición colectiva de ser mexicano: ni español ni indio. Una bendición o una maldición, que cada quien lo tome como prefiera. Viva México, cabrones. “El grito de Dolores” siempre marca el inicio de una gran borrachera, y por eso el dieciséis de septiembre es feriado: para que todos duerman y se recuperen de los festejos.
ANTES DE PARTIR He venido al centro para hacer mis últimas compras. Mañana inicio un largo viaje. Voy a recorrer el continente hasta llegar a Argentina y lo haré en un Volkswagen escarabajo. Quiero que este viaje sea improvisado, por eso no hay patrocinadores, no hay anuncios a la prensa. Cuando puse al tanto de mis planes a mis amigos en México, no me tomaron demasiado en serio. Pensaron que bromeaba.
Lo que necesito indefectiblemente antes de emprender este viaje solitario son libros, una pieza para mi cámara automática, un seguro internacional y algunas autopartes básicas. Los tres primeros artículos podré encontrarlos en el centro histórico, más precisamente en el bajo mundo que se esconde detrás de la catedral.
Para llegar a la calle Donceles, trato de avanzar a través de la masa enloquecida. Me meto entre un montón de taxis escarabajos verdes, bicitaxis y pintores, plomeros y herreros que ofrecen sus servicios y llego hasta una de estas librerías de segunda mano, que son básicamente enormes almacenes, con altas estanterías donde los libros, grises y polvorientos, se depositan como papel viejo. Hay enciclopedias Salvat, libros de matemática y técnica de automotores y novelas de bolsillo norteamericanas traducidas. (...)
Luego de Donceles llego en cinco minutos a Santo Domingo, una plaza barroca cercada por edificios históricos, entre ellos un convento dominicano y el Palacio de la Inquisición. En el medio hay una fuente y detrás una galería con columnas de piedra gastadas por la intemperie. Bajo las columnas funcionan viejas imprentas que hacen trabajos simples como invitaciones de bodas, tarjetas de presentación, diplomas imaginarios y facturas falsas. Todos los capitalinos saben lo que se puede conseguir aquí. Vine a buscar algo que se parezca a una póliza de seguro. Como estoy planeando viajar por todo el continente, imagino que en varias fronteras me van a exigir un seguro para permitirme pasar. Conseguir una cobertura para semejante trayecto debe ser imposible, y pienso que sería buena idea tener un documento de apariencia oficial con el que pueda contentar a cualquier aduanero inteligente.
Un hombre con el pelo atado con una colita y un sombrero negro se me acerca y pregunta:
–¿En qué le puedo servir?
El falsificador me saluda formalmente y luego me presenta a un colega gordo que está sentado en un taburete. El gordo está jugando con las ruedas de un sello, apenas levanta la mirada con fastidio.
–El caballero requiere... –dice el del sombrero con el tono solemne propio de los mafiosos.
El gordo no contesta nada, sólo asiente con la cabeza y me indica que lo siga.
Me conduce dentro de la galería subiendo por una escalera esculpida en granito. Atrás hay una serie de locales pequeños con computadoras y copiadoras. Lo sigo hasta uno de los locales. El falsificador se hunde en un sillón detrás de una computadora, ignorando mis preguntas. Actúa como si estuviera muy ocupado, me hace sentir que me está haciendo un favor. Mis preguntas sobran, lo desconcentran.
–Espero que no esté escondiendo una cámara en su mochila –me dice, arrogante y desconfiado a la vez.
–No –respondo a su provocación–. Aunque debo admitir que soy periodista.
–¿Y eso qué? –responde el otro sin inmutarse–. ¿Desde cuándo los periodistas son inmunes a los balazos?
El gordo vuelve la mirada al monitor, recuperando su concentración y oprime repetidamente el botón del ratón hasta encontrar el documento requerido.
–Mire –dice–: tengo exactamente lo que anda buscando. Un documento con un holograma auténtico. Cuesta quinientos pesos.
Me quedo en silencio durante algunos segundos.
–No, quinientos pesos es demasiado –le digo entre asombrado y enojado–. Por ese mismo precio podría comprarme un seguro de lujo en cada país.
–Bueno, quizás es lo que debería hacer –contesta–. Ese es el precio. Y se lo aseguro: no va a encontrar mejor oferta en los otros locales.
No queda claro si me está informando o amenazando. Doy media vuelta y me voy sin contestarle nada.
LISTO EL VOCHO A pesar de este pequeño revés, sigo con mis preparativos. Encuentro la pieza para la cámara automática a la vuelta de Santo Domingo, y luego me voy hacia el sur de la ciudad, a Plutarco Elías Calles, una fea avenida, bautizada así en homenaje a un ex presidente. En sus cuadras abundan los pequeños talleres y las tiendas de repuestos para autos, especialmente para los Volkswagen escarabajo, el auto más común de la ciudad, que llaman familiarmente Vocho. (...)
Me gusta el aspecto artesanal del Vocho. Aunque nunca me interesaron los autos en general, siempre encontré este modelo sumamente simpático; quizá porque es un auto anacrónico, o porque es un sobreviviente. Mientras que en Europa el Vocho ya es un oldtimer, un coche antiguo, aquí es el auto más común. El mío se lo compré realmente barato a una amiga editora de una revista, en 1998. El dinero lo había conseguido de una manera extraña: mi cuñado, que compra y vende cosas “caídas del barco”, me envió desde Bélgica un horno para esterilizar maquinaria dental. El aparato le resultaba inútil porque tenía el panel de comando en español, así que me lo envió a México. Después de hacer decenas de llamadas, logré contactar a un laboratorio farmacéutico justamente en esta zona de Plutarco Elías Calles y vendí el horno por unos dos mil dólares. De modo que aquí estoy otra vez, gastando “lana” y comprando –además de una antena, una radiocasetera nueva, unos limpiaparabrisas y un candado para el baúl– las cosas de la lista de Desmondz
Tom Dieusaert, Diarios del Vocho. Un viaje por América Latina, Tigre, Prensa Nueva, 2009.
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