FRANCIA. PUEBLOS DE LA COSTA AZUL
A pocos kilómetros de Niza, tres pueblos de la Costa Azul forman un precioso triángulo histórico y aromático: St. Paul de Vence, rodeado de murallas medievales, y las cercanas localidades de Grasse y Eze, dedicadas enteramente a la producción de perfumes. Un circuito que atraviesa algunas de las rutas más bellas de Francia.
› Por Graciela Cutuli
Las rutas de la Costa Azul están jalonadas de nombres famosos: Niza, St. Tropez, Antibes, Cannes, Montecarlo. En otras tantas instantáneas, aparecen en la memoria los nombres de Brigitte Bardot, la familia Grimaldi, Pablo Picasso, Jean Cocteau, Eduardo VII y Elton John: no hay celebridad ni artista, con sangre azul o sin ella, que haya escapado a su encanto. Pero más allá de la coctelera de celebrities que la invaden cada verano, el alma genuina de la Costa Azul se esconde unos kilómetros más adentro, allí donde las montañas de la región ofrecen reparo al clima caluroso y vistas deslumbrantes sobre esas playas “de azur”, el azul oscuro propio de la heráldica que es también el color del Mediterráneo iluminado por el sol. En esa “tierra adentro” provenzal es posible detenerse en infinidad de pueblos y pueblitos, cada uno con su propio encanto: pero al menos tres de ellos –St. Paul de Vence, Eze y Grasse– merecen que se les dedique un tiempo especial, por la belleza de sus construcciones medievales y por la riqueza de su principal actividad, la producción de perfumes.
ST. PAUL DE VENCE Si hay lugares privilegiados por la conjunción de naturaleza y mano del hombre, St. Paul de Vence es uno de ellos. De raíces griegas y romanas, las civilizaciones que introdujeron aquí el cultivo de la vid y los olivos, la región sobrevivió a las turbulencias medievales, con su cuota de invasiones y epidemias, hasta que vio nacer el castillo de St. Paul en el siglo XI. Hoy sólo sobrevive el torreón, pero aquel castillo fue el origen de la “ciudad real”, que se incorporó a Francia en 1482 y se distingue hasta la actualidad por sus imponentes murallas, elevadas en el corazón de la campiña provenzal.
Un clima excepcional, la radiante luminosidad mediterránea y la belleza acogedora de las callecitas estrechas bordeadas de casas de piedra hicieron el resto. Desde fines del siglo XIX, y sobre todo a partir de los años ’20, St. Paul de Vence atrajo a artistas como Matisse (que diseñó los bellísimos vitrales de la iglesita de la cercana y casi homónima localidad de Vence); Marc Chagall, Amedeo Modigliani y Paul Dufy; escritores como André Gide, Jacques Prévert y Jean Giono; actores como Yves Montand, Simone Signoret y Romy Schneider. La mayoría de ellos eran habitués de los hoteles Le Robinson (hoy la Colombe d’Or) y La Pergola (hoy Le Café de la Place). En los años ’60, se inauguró otro de los sitios ineludibles de St. Paul: la Fundación Maeght, que tiene una de las principales colecciones de arte moderno de Francia, con obras de Giacometti, Miró, Braque, Chagall, Léger y Kandinsky. El otro lugar a visitar cuando se siguen las huellas artísticas de St. Paul es la capilla de los Penitentes Blancos, que data del siglo XVII y fue decorada por el artista belga Folon. Inaugurada hace apenas dos años, la capilla pone de relieve la visión de Folon sobre los vitrales, la escultura y su fascinación con la luz, uno de los grandes regalos naturales del sur de Francia. Finalmente, vale la pena el Museo de Historia Local, que recrea el ambiente medieval a través de personajes de cera con trajes de época confeccionados por el museo Grévin de París.
Museos aparte, el gran atractivo de St. Paul es el pueblo mismo: aunque muy turístico y conocido por sus locales de diseño y los restaurantes cinco estrellas, lo mejor que ofrece no cuesta nada. Es el recorrido a pie que comienza en la Puerta de Vence, sigue en las murallas medievales jalonadas de torres y fortificaciones y se extiende hasta la línea del horizonte sobre una tierra cuidadosamente trabajada, un terroir ancestral conformado por los viñedos de cepaje Mourvèdre, Braquet y Clairette. No es difícil reconocer aquí los paisajes que fascinaron a Marc Chagall, habitante de la Provenza durante 20 años, y se puede incluso realizar una visita guiada que recorre uno a uno los escenarios de sus obras.
TIERRA DE PERFUMES En toda la Provenza hay un hilo conductor del viaje: son las hierbas aromáticas y las flores que hicieron famosa a la región desde tiempos ancestrales. Tomillo, lavanda, mimosas, romero... no hay aroma que falte en estos campos para inundar su atmósfera transparente. No hay que extrañarse, entonces, de que ésta sea una región productora de perfumes, sede de algunas de las casas más conocidas en la elaboración de las esencias de las que luego se valen las grandes firmas francesas.
El itinerario del perfumista aficionado puede comenzar en Eze, un pueblito situado en un lugar privilegiado, un territorio escarpado a orillas del mar donde se acumula un puñado de casitas antiguas como salidas de un cuento. Un pequeño laberinto sembrado de boutiques dedicadas a las artesanías y el arte, un imán turístico que atrae a miles de visitantes. No sólo los aristócratas de media Europa y los simples curiosos: se cuenta que Nietzsche, ya hacia el fin de su vida, emprendió el ascenso de un caminito que parte del mar hasta el pueblo, y que hoy lleva su nombre. Vale la pena recorrerlo, para seguir sus pasos y comprender por qué, según se cuenta, la dificultad del sendero le inspiró Así hablaba Zarathustra.
El itinerario no estará completo si no se visitan las casas Fragonard, Molinard y Galimard, las tres principales elaboradoras de esencias. Las tres tienen sucursal en Eze, pero también se pueden visitar sus sedes en Grasse, una ciudad algo más grande que hace honor a su oficio principal con una increíble profusión de flores en sus calles y balcones. Grasse era, además, la ciudad donde desarrolló su arte Jean-Baptiste Grenouille, el repugnante perfumista salido de la imaginación de Patrick Süskind. Y es el lugar privilegiado donde tienen sus propias plantaciones de rosas y jazmines algunas grandes casas de moda, como Chanel.
El trabajo del perfume es de muy larga data en el pueblo: todo comenzó en la Edad Media, cuando Grasse se especializó en el curtido de cueros y empezó también a buscar un remedio para el olor desagradable del cuero en cuestión, que molestaba a la clientela aristocrática. Un curtidor local, Galimard, fue el primero en crear un par de guantes de cuero perfumado que ofreció a Catalina de Médicis (según la leyenda negra que la persigue una especialista en guantes... pero envenenados). Poco a poco, las curtiembres fueron cediendo terreno a los perfumes, basados en esencia de lavanda, jazmín, azahar y mimosas: y todavía hoy unas sesenta empresas emplean a más de 3000 personas en la industria, en Grasse y sus alrededores. Lejos de disminuir, la actividad representa aquí alrededor de la mitad de la industria francesa del perfume y algo menos del 10 por ciento de la industria mundial, aunque sea en algunos casos al precio de haberse volcado hacia los aromas sintéticos y alimentarios.
La visita a los talleres de Fragonard, Molinard y Galimard son semejantes, aunque probablemente la primera –así llamada en homenaje al pintor Jean-Honoré Fragonard– es la más conocida. Las tres ofrecen visitas guiadas durante las cuales se pueden conocer los detalles del proceso de fabricación del perfume y los cosméticos; también se enseña cómo conservarlos para potenciar su aroma y su duración. Fragonard tiene además un museo privado, de visita gratuita, con numerosos objetos curiosos que evocan la historia de la perfumería en los últimos tres mil años. Y si el visitante desea convertirse en un verdadero experto, la mejor opción será entonces el taller de perfumería de la casa Galimard, que permite en dos horas conocer los aromas y técnicas básicas, creando un perfume propio y personalizado. Una aproximación inolvidable al “evanescente reino de los olores”, como hubiera dicho el propio Jean-Baptiste Grenouillez
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