turismo

Domingo, 8 de agosto de 2010

TUCUMAN. EN AMAICHA DEL VALLE

Día de la Pachamama

Crónica de un viaje a Amaicha del Valle, a 160 kilómetros de San Miguel de Tucumán, en el corazón de los Valles Calchaquíes, para celebrar junto a la comunidad el día de la Pachamama, la madre tierra.

 Por Guido Piotrkowski

Son las 11 de la noche y en Amaicha, a 2000 metros de altura, hace un frío tremendo. El temerario viaje desde San Miguel de Tucumán hacia las entrañas de los Valles Calchaquíes tucumanos, por un camino de cornisa imposible de curvas heladas, ya es historia. Llegamos poco antes de la medianoche a la casa de los Andrada, donde la familia, vecinos y amigos están reunidos desde el atardecer, cocinando, cantando coplas y charlando alrededor del fuego. Estamos en la vigilia del día de la Pachamama, que se celebra el 1º de agosto, año tras año, honrando a la madre tierra con ofrendas. Uno de los días más significativos en el calendario ancestral de los pueblos originarios, en este caso de los amaichas, que forman parte de la “nación” diaguita-calchaquí.

LA VIGILIA En el patio de la casa nos recibe Daniel Andrada, encargado de llevar adelante la ceremonia junto a su hermano Beto. Ambos son responsables, en gran medida, de los cambios que está experimentando la celebración, herméticamente cerrada a los de afuera hasta hace pocos años atrás.

“Esta apertura fue vista positivamente por la comunidad y la ceremonia comenzó a realizarse en distintos lugares”, explica el anfitrión, mientras Dardo Molina, un allegado a la familia, insiste en que no dejemos enfriar la comida. Nos rendimos ante el guiso de arroz que cocinó Male, la mujer de Dani, y un trago de mistela hecho en casa por Don Belo, el padre de los Andrada, en tanto el menor de los hermanos sigue explicando de qué se trata este rito que viene realizando la mayoría de las familias de Amaicha hace años y en silencio, tal como lo hacía su familia en la pequeña viña que tienen al fondo.

En un principio no permitían cámaras pero, en el proceso de recuperar la celebración, accedieron a las fotografías y filmaciones, “con sumo respeto”, como aclara Beto. “Creemos que no es una fiesta propia de la familia, sino de todo el Noroeste, y tal vez mas allá. Por eso no queremos que se pierda, porque qué mejor que las nuevas formas de comunicarse para divulgar nuestra forma de mirar al cosmos, al mundo que nos toca vivir. Volvimos a valorar el respeto, el ser solidario, el aprender a compartir”, señala Dani, esbozando una sonrisa enorme y sincera.

Comienzo del rito: “Pachamama, Pachamama, cusilla, cusilla (ampárame, ayúdame)...”.

Sebastián Pastrana, nuestro contacto en Amaicha, nos avisa vía mensaje de texto, que se encuentra en la casa de la comunidad, una vieja hostería abandonada, donde se reúne el grueso de la gente. De ahí viene Beto. “Fui a bajar línea –asegura, bravío el hombre–. Vengo de hablar con el cacique y el Concejo de ancianos para que no dejemos que se desvirtúe la fiesta, sobre todo a causa del alcohol. Eso es lo principal que debemos transmitir: no excederse y recordar para qué estamos. Sumo respeto hacia la madre tierra porque todo lo que usamos viene de ahí”.

Nos despedimos de los Andrada con la promesa de volver tempranito en la mañana, para aguardar el sol junto a ellos. En la hostería, a pocas cuadras de ahí, la cosa es más movida. Además del cacique, algunos miembros del Consejo de ancianos y pobladores, hay varios turistas. El clima es festivo, hay folklore en vivo y corren el mistela y el aguardiente. Algunos referentes comunales hablan. Micrófono en mano, se refieren a la tierra y al cuidado del medio ambiente. Circula un yerbiao (infusión de yerba mate, aguardiente y todo tipo de yuyos locales) y té de ruda, mientras Pastrana, joven referente, se abre paso entre la gente con una pala repleta de brasas ardientes humeantes y aromáticas. Es el sahúmo. Sebastián se pasea por todo el predio pala en mano, sahumando de un soplido a quien así lo desee. La vigilia festiva se extiende hasta entrada la madrugada.

EL AMANECER Son las 7.30 de la mañana. Ya clareó pero aún falta para que el sol, siempre presente en estos pagos, asome tras los cerros. Hace tanto frío como la noche anterior y en casa de los Andrada nos reciben con un té de ruda para calentar y purificar el cuerpo. “Todos tenemos un lado oscuro”, advierte Dani, de pie frente al fuego. Lleva puesta una vincha blanca de guardas negras sobre su larga cabellera y una pluma de cóndor en la mano, que representa el aire, el oxígeno. Unas quince personas lo rodean y escuchan atentamente. Bromea con unas coplas picarescas y da detalles de lo que se aproxima.

La mujer de Dani y su hermana preparan el yerbiao en una gran olla a fuego lento. Mezclan muña muña, arcayuyo, romero, azúcar, yerba mate y aguardiente, la misma que Don Belo ofrece en pequeñas dosis. Dani dice que es un año difícil. Es la primera vez que doña Celia, su madre, se ausentó por problemas de salud. “Igual está presente”, asegura, y cuenta que tras la salida del sol procederá a la lectura de la piedra, una práctica ancestral que le enseñaron sus padres. El es el único de la familia que sabe hacerlo. “Uno camina hasta encontrarla, la da vuelta y comienza a leerla. Es un presagio de la naturaleza que nos indica cómo será el clima, cómo estará nuestra familia y cómo será el año que está empezando”, revela con cierto orgullo por el papel que sus mayores le encomendaron.

Luego comienza a sahumar la casa junto a su mujer “para sacar los malos espíritus”. “Trato de buscarlos –cuenta– porque si están para hacer daño no creo que se pongan a la vista.” Ambos se apartan en un rincón y rezan: “Que se vayan, que se alejen, no los necesitamos acá. Que se esfumen como este humo”.

Las cajas y la bandera de los pueblos originarios están presentes en la celebración ancestral.

Se acerca la hora y vamos andando hacia la apacheta, el altar de piedras y jarilla donde se pide y agradece, donde se rinde culto a la Pachamama. Está ubicada sobre una loma, no muy lejos de la casa. El frío cala los huesos, no hay viento y la bandera de los pueblos originarios apenas si flamea. Desde allí, se ve todo Amaicha y más allá, los valles están secos en esta época en que no cae una gota de agua. Se forma un círculo en torno de la apacheta. Los hermanos Andrada describen los pasos a seguir y rezan una oración al sol. Todos extienden sus brazos para recibir a Inti, que se eleva tras los cerros lentamente, encandilándonos.

Beto se arrodilla y cava un hoyo con sus manos. “Una sola vez al año abrimos la boca de la madre tierra para hacer la ofrenda. El tiempo tiene la verdad”, dice solemne, mientras saca objetos cubiertos de polvo. Un asta, un chupetín, una media de niño, un pañuelo, ofrendas enterradas el año anterior. A algunos en la ronda se les cae más de un lagrimón.

Dardo Molina, con su poncho rojo al viento y sombrero de ala ancha, ofrece aguardiente. Beto tapa la boca con una manta. Al mediodía, cuando los rayos del sol estén perpendiculares, volverán a destaparla. “Estamos esperando un cambio de temperatura para leer la piedra”, anuncia Beto.

ESCRITO EN LA PIEDRA El circulo se rompe. Es hora de ir en busca del presagio. Hay que caminar el terreno, observar, sentir. La misión es responsabilidad de Dani, quien da vueltas por ahí, por momentos con la mirada fija en la aridez del terreno, por momentos charlando pacientemente con sus seres queridos. Lleva la pluma del cóndor en la mano. Beto, cerca de él, recuerda que unos ocho años atrás dieron vuelta la piedra escogida y se encontraron con un corazón perfecto. “Eso nos dijo que estábamos haciendo las cosas bien en la comunidad”, subraya, y poco después señala: “Mirá, ya la encontró”. Volvemos a hacer un círculo. Dani se arrodilla, observa la piedra y la levanta lentamente. La mira de un lado y del otro, estudiándola.

“Muchos dirán qué tiene –arranca Dani, solemne–. Lo que a mí me dice el conocimiento es que en esta piedra se ha pegado tierra. Y eso es fertilidad. Puede ser sabiduría y buena salud en este año.” Alrededor, el silencio es absoluto. Dani prosigue. “Después, tiene partes muy limpias, en donde no se ha pegado nada. ¿Será que va estar seco, que voy a tener algún problema? Hay una hojita pegada, es porque vamos a tener con el trabajo cotidiano lo que necesitamos. Esta piedra nos augura que este año va ser bueno”, concluye, para alivio de todos, y deja la piedra donde la encontró.

En el hoyo cavado en la tierra se van poniendo las ofrendas a la Pachamama.

LA OFRENDA El mediodía nos encuentra en la casa de la Fundación Amauta, en Los Zazos, a pocos kilómetros de Amaicha, donde nos recibe Balbín Aguaysol, motor del emprendimiento. En el patio de su casa, también hospedaje familiar, su madre y otras mujeres cocinan las empanadas y el locro que servirán luego de la ceremonia. Allí mismo hay una batea de madera con las ofrendas: vino, hojas de coca, pasas de uva, frutas, verduras, nueces y hasta un paquete de galletitas Rumba. Pregunto a Balbín dónde se llevará a cabo la ofrenda. “Aquí mismo”, responde y señala un rincón bajo un árbol en la calle de tierra. Al lado, hay un par de enormes parlantes donde suena folklore a todo trapo. Parece que habrá fiesta. Ya no hace frío, el sol norteño se acerca al cenit, el momento justo para la ofrenda, cuando sus rayos verticales penetran la tierra. “La apacheta está allá lejos, en aquella loma –señala–. Este año resolvimos hacer la ofrenda aquí para que todos puedan participar, especialmente los más viejitos que no pueden caminar hasta allí.”

Se acerca la hora y Balbín, junto a su hermano Ariel, llevan los obsequios hasta el lugar indicado. Una vez más, formamos un círculo, símbolo del sistema comunitario, donde todos están incluidos. La tierra se abre a pico y pala y varios de los hombres presentes se turnan para participar de la tarea, mientras otros sahúman y hacen circular el yerbiao.

Balbín mira el cielo. Es la hora justa, el sol perpendicular se apresta a penetrar en las entrañas de la Pachamama. Dispone alrededor del agujero cuatro pocillos y la misma cantidad de sahumerios, cigarros encendidos y hojas de coca. Se pone el chulito (gorrito de lana) en señal de respeto. Toma cuatro hojas de coca. El cuatro o Tawa es el número sagrado en la cosmovisión de los pueblos originarios. Son cuatro los elementos de la naturaleza y cuatro los puntos cardinales. “Pachamama, Pachamama, cusilla, cusilla (ampárame, ayúdame), hace que nos vaya bien el año que comienza, que haya paz, comida, salud y trabajo”, rezan los presentes.

Balbín ofrenda las hojas de coca, tira agua y un puñado de tierra a la tierra. Enseguida invita a los presentes a hacer sus ofrendas. Un joven de Humahuaca toca el erke. “Es bastante el sentimiento que hay acá”, dice con emoción. Doña Liberia, con su cajita coplera, entona una copla y reza un Padrenuestro, señal de sincretismo. “Cada uno tiene su creencias y todos son bienvenidos”, me dirá Balbín poco después.

La ceremonia se acerca al final. Antes, damos tres vueltas al círculo. Es una manera de despedirse y así es también como nos comprometemos a volverz

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Los hermanos Andrada con vinchas blancas de guardas negras sobre sus largas cabelleras.
Imagen: Guido Piotrkowski
 
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