DIARIO DE VIAJE. PALESTINA
Crónica de una visita al Santo Sepulcro de Jerusalén por el periodista y escritor español Luis Reyes Blanc, que ganó con su libro Viaje a Palestina el premio Grandes Viajeros. Una mirada original sobre uno de los más grandes centros de religión y de conflicto en el mundo.
› Por LUIS REYES BLANC *
Si el viajero no se ha entretenido en exceso, embelesado con la visión del atardecer desde Bab Sitti Mariam, quizá le dé tiempo a llegar al Santo Sepulcro antes de que lo cierren. Está justo al otro extremo de la Vía Dolorosa, que no es una calle sino un itinerario que discurre por varias calles, lo que supone recorrer la Ciudad Vieja de parte a parte. Como piensa que en todo caso no va a poder ver tranquilamente el más sagrado templo de la cristiandad, el viajero puede sentirse tentado por la pereza, pero no debe ceder a ella. Con que llegue unos minutos antes de las 7 valdrá la pena.
Puede que alcance a ver a los franciscanos haciendo su procesión vespertina, entonando cantos en latín en los lugares más venerados de la iglesia. Luego debe salir, no sea que se quede preso dentro toda la noche. Unos minutos antes de la hora de cierre ve llegar a unos jóvenes con platos de comida y bolsas de fruta que se pierden en las interioridades de la iglesia, y los policías árabes que han estado de vigilancia, sentados en un banco de piedra junto a la entrada, se desperezan, recogen sus cosas y salen. Aparece entonces un franciscano grueso como un tonel, un pope cojo y un sacerdote armenio de mirada aviesa, que supervisan desde dentro el cierre de las puertas por los policías.
Pero el viajero advierte cierto enrarecimiento en el ambiente. Los tres personajes que comparten la tarea común no se miran a la cara, no se hablan, se ignoran, afectan indiferencia, aunque de vez en cuando traiciona su laconismo una mirada de reojo hacia los otros, cargada de hostilidad. ¿Y éstos se van a quedar encerrados juntos toda la noche?
Llegan en ésas de la calle un hombre alto y fuerte, coge una escalera de mano que los policías han sacado de la iglesia antes de cerrar, la apoya contra las puertas y se sube a ella. Del bolsillo saca unas vetustas llaves de hierro y procede a accionar las cerraduras, que están situadas muy altas, inalcanzables para nadie que no tenga escalera.
Cuando ha cerrado con siete llaves el Santo Sepulcro, se abre en la puerta una especie de gran mirilla, como un buzón de cartas, a través del cual se entrevén las caras del franciscano, del pope y del armenio. Entonces el de fuera coge la escalera, que cabe justa por la abertura, y la mete dentro de la iglesia. La mirilla se cierra, y el de las llaves se va por donde ha venido.
Los que se han quedado dentro, los centinelas de noche, se encuentran encerrados, no podrán salir a buscar refuerzos ni franquearles la entrada a los suyos para dar un golpe de mano nocturno. Pero aun encerrados tienen cierto control sobre el exterior, porque si alguien quiere abrir las cerraduras no podrá hacerlo sin escalera, y la escalera está dentro, vigilada por el franciscano, el pope y el armenio...
Así se entiende la política en Oriente Medio, una maraña de interrelaciones y dependencias. La guerra a muerte entre las distintas iglesias cristianas por el control del Santo Sepulcro se verá suspendida una noche más por la tregua, por el statu quo de la igualdad de fuerzas en el interior del edificio.
Pero falta un detalle, el genuino toque medio-oriental: el hombre que tiene las llaves, que ha cerrado y que abrirá mañana al amanecer, cuando le den la escalera por la mirilla, es un Nuseibah, un miembro de una de las más antiguas familias árabes conquistadoras venidas de La Meca con el Califa Omar en el siglo VII...
¡Un musulmán viejo y de pura cepa es el guardián del Santo Sepulcro!
Pero no podría ser de otra manera. El Califa, a la vista del irreconciliable antagonismo que había entre las diferentes iglesias cristianas, no se atrevió a confiarle las llaves del Santo Sepulcro a ninguna de ellas por temor a los disturbios, y adoptó la solución salomónica de encomendársela a una familia fervientemente musulmana. Y desde entonces, a lo largo de los siglos, los Nuseibah, sin caer en la soberbia por haber tenido ministros y primeros ministros en la familia, se pasan de padres a hijos la obligación de venir cada madrugada y cada anochecer a echar las llaves del más sagrado lugar de la cristiandad.
Estamos en guerra, latente, suspendida, pero guerra. Presenciar la ceremonia de las llaves lo ilustra mejor que cualquier historia de guerras de religión que pueda contar aquí. Visto esto uno entiende las actitudes, las miradas o los cuentos de los sacerdotes de las distintas confesiones del Santo Sepulcro.
“Una vez hubo un incendio y salimos corriendo de la iglesia, claro. Pues cuando volvimos, los griegos nos habían robado una capilla, no había forma de echarlos de allí”, explica en español un franciscano a un grupo de pobres beatas mexicanas, que se hacen cruces con los rosarios que han comprado.
El franciscano es un tipo recio, adusto, malencarado. Es del norte de Burgos, de Vascongadas o de Navarra, de donde proceden muchos de los franciscanos de la Custodia de la Tierra Santa, una buena cantera para defensas fajadores como hacen falta aquí.
Se pueden ver adentro, en el Calvario, montando guardia constante frente a un pope con la misma estampa luchadora. Se han repartido el Calvario con una raya meridiana que divide la capilla en dos: la parte de acá, donde clavaron a Cristo en el madero, mía; la parte de allá, donde se levantó la cruz, de ellos. Y es como el paralelo 38: si uno invade la zona del otro, se arma otra vez la guerra de Corea.
Se ven en el cubículo de la tumba de Cristo, tan pequeño que no caben centinelas de las tres iglesias, Católica, Griega y Armenia, por lo que se turnan de acuerdo con un estricto horario, y se ven en las capillas que tienen propiedad exclusiva, dispuestos a morir achicharrados dentro de ellas en caso de incendio, antes que dejarse engañar otra vez por los astutos griegos...
La hostilidad flota en el aire de la iglesia, se refleja en la forma en que los distintos sacerdotes hacen cantar a sus grupos de peregrinos para que no se oiga a los demás, o en la anarquía arquitectónica que reina en la iglesia, donde cada cual hace obras en lo suyo cuando y como quiere, sin que haya existido nunca un plan racional de restauración, lo que hace del más sagrado templo de la cristiandad una especie de monstruo de Frankenstein, lleno de costurones al aire y añadidos desproporcionados.
Cuando el siglo pasado los griegos hicieron una reforma tras un incendio, en la que instalaron el horrible templete que alberga el Sepulcro, aprovecharon la ocasión para hacer desaparecer las tumbas medievales de Godofredo de Bouillon, jefe de la Primera Cruzada, y su hermano Balduino, primer soberano titular del Reino Latino de Jerusalén. Al fin y al cabo, los cruzados no sólo masacraron a musulmanes y judíos sino también a cristianos griegos y orientales.
Las cuentas pendientes, como se ve, son viejas, y las nuevas pueden establecerse por nimiedades: una disputa sobre calendarios litúrgicos puede causar cientos de muertos. En la capilla del Angel, que sirve de vestíbulo a la cámara del Sepulcro, hay una abertura en la pared. Por ahí meten la mano los ortodoxos para encender un cirio, el Fuego Nuevo, en Sábado Santo. Pero su Semana Santa no coincide con la católica, y los franciscanos intentan boicotear la ceremonia. En 1833, el choque fue tan violento que hubo cuatrocientos muertos en el Santo Sepulcro.
En el pasado la situación era aún más complicada que ahora, porque había más iglesias copropietarias del Santo Sepulcro. Hasta la Iglesia Etíope poseía una capilla, la de la Columna del Improperio, donde se dice que ataron a Jesús para darle los azotes. Pero en la época otomana muchas iglesias no pudieron pagar los impuestos establecidos por los turcos y se produjo una concentración en las tres ahora propietarias, la Católica Romana, la Ortodoxa Griega y la Ortodoxa Armenia.
Las tres controlan el Sepulcro, las dos primeras el Calvario y la última la capilla de la Invención de la Cruz, un aljibe subterráneo donde Santa Helena encontró la Vera Cruz (en realidad encontró tres cruces, porque también estaban las de los ladrones, pero si el rigor arqueológico de Santa Helena puede cuestionarse, hay que reconocer que era una mujer con recursos: cogió a un muerto o moribundo, según las versiones, y lo colocó sobre las tres cruces; al acostarlo sobre la Vera Cruz, se levantó vivo y en buena salud). Aparte hay algunas migajas para los coptos egipcios y los jacobitas sirios.
La primera vez que entré en el Santo Sepulcro hace treinta años, ignorante de casi todo, tras sufrir la decepción de encontrarme con que el monte Calvario era un simple tramo de escaleras, y llevarme la desagradable impresión que a muchos causa el Sepulcro, donde sólo se ve una habitación recubierta de mármol, lamparillas, exvotos y estampitas, deambulaba solitario por detrás del templete de la tumba cuando un sacerdote con turbante, sentado en el suelo, me llamó con grandes aspavientos.
Era un copto egipcio, que me ofreció algo irrechazable: “¿Quieres tocar realmente el Sepulcro de Jesús?”. Había un agujero en la pared posterior del templete, a ras del suelo. El copto encendió una velita, me alumbró y me animó: “¡Toca, toca!”. Metí el brazo entero y mi mano acarició la superficie rugosa de una piedra. El copto parecía emocionado y yo, que no sabía que Alhaquem, el Califa loco, había hecho añicos y arrasado en 1009 lo que se consideraba que era la tumba de Cristo, estaba atónito ante el privilegio.
Me volvió a la realidad el cura copto, que puso la mano y me pidió “bajsish, bajsish”, una propina.
Actualmente la infraestructura copta ha mejorado. El sacerdote está sentado en una silla, y han rodeado el agujero de lamparillas y velas. Incluso diría que lo han agrandado. Pero juraría que el cura que pide “bajsish” es el mismo de hace treinta años.
El baqchit, el óbolo, la limosna... Los franciscanos advierten a sus peregrinos con desprecio: “¡No le den dinero a ése!”. Y supongo que los otros les dirán en griego o en armenio lo mismo a los suyos. No quiero caer en el economicismo, sería una simplificación estúpida, pero una buena parte del conflicto entre las distintas confesiones no tiene que ver con la fe, la doctrina o la liturgia sino con el bajsishz
* Autor de Viaje a Palestina, Ediciones B, 1999.
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