Domingo, 26 de septiembre de 2010 | Hoy
TAIWAN. TEMPLOS, COSTUMBRES Y MODERNIDAD
Un recorrido por los templos budistas, taoístas y confucianos de la isla oriental, donde conviven milenarias tradiciones con la tecnología de punta. Y para vivenciar ese contraste, una visita al templo Longshan, uno de los más populares de Taiwan, y al monasterio Chung Tai Chan, una extraña mole futurista con cúpula de titanio diseñada por un famoso arquitecto posmoderno.
Por Julián Varsavsky
Según datos oficiales en Taiwan hay 4037 templos budistas y 8604 taoístas. En términos religiosos la sociedad taiwanesa es sincrética y politeísta. Por eso es común que un templo tenga a su deidad mayor en un altar principal y otras secundarias alrededor, donde se combinan santos budistas, taoístas y confucianos sin contradicción alguna. “Nosotros casi no tenemos psicólogos porque tenemos muchos dioses”, me dijo el profesor de historia Wang Yu. Esos dioses, por su parte, tienen muy bien definida la división del trabajo: los comerciantes le piden éxito en los negocios a un barbudo cara roja llamado Kuan Kong; los estudiantes ofrendan apios, tamales de arroz y nabos al Señor Wenchang para que les vaya bien en los exámenes; las futuras parejas le piden felicidad y armonía hogareña al Viejo de la Luna (o “Casamentero Celestial”); al caballo de Kuan Kong se le reza por el regreso de los objetos perdidos; Bhaisajyaguru otorga salud; y a Ma Zu, la diosa del mar, los pescadores le solicitan una navegación segura en una fiesta masiva que se repite en todo Taiwan durante dos semanas del tercer mes lunar.
En medio de esa mezcolanza el papel de los antepasados es fundamental. Los ancestros habitan en las casas de sus descendientes de manera incorpórea y se los venera a diario quemando incienso frente a un altar con el árbol genealógico de la familia, que a veces llega hasta veinte generaciones. Además se les dan los buenos días, las buenas noches y se los consulta ante una encrucijada existencial: igual que a los dioses, se les pregunta sobre un cambio de casa, de trabajo o de pareja. Y desde un más allá no muy lejano el antepasado responde que sí o que no a través de las prácticas maderitas puá pué.
En una sociedad tan religiosa hay también espacio para supersticiones cotidianas como el miedo al número 4, que se pronuncia “szzh”, una sonoridad muy parecida a la palabra muerte. Por eso muchos no comprarían nunca un departamento en un cuarto piso, y en algunos hoteles los ascensores directamente se saltean ese nivel.
El estilo de los templos de Taiwan es el mismo que los del sur de China (la provincia de Fujián), es decir mucho más sobrecargados que los del norte, con un barroquismo decorativo que impone cubrir con adornos cada centímetro de techo, cielorraso, pared, columna, viga, dintel y frente del edificio. Tanto en el interior como en el exterior de los templos reina una explosión multicolor de esculturas rojas y doradas, incrustaciones en madera, columnas con dragones enroscados, caligrafía china, ofrendas de frutas exóticas, frescos, bajorrelieves, piezas de cerámica, velas, leones de piedra, arreglos florales, arbolitos bonsai... todo en un ambiente silencioso con humo de incienso.
La estructura de los templos más tradicionales tiene planta rectangular, con un patio central rodeado de galerías con capillas para cada santo. Además suele haber un patio delantero donde los viejos juegan al ajedrez chino, los chicos corretean, se presentan óperas y shows de títeres, y hay puestos de comida que a veces son el atractivo principal del templo. En estos patios frontales se organizan incluso actos políticos.
BUDISMO POSMODERNO En cada país de Asia donde se practica el budismo los templos tienen su estilo tradicional, que predomina con pocas variantes. Esta norma también vale para Taiwan, pero con una majestuosa excepción: el monasterio Chung Tai Chan, ubicado en el centro del país, en las afueras de la ciudad de Puli.
Al acercarse en auto a la colina donde se erige este monumental monasterio de 16 pisos, lo primero que aparece a la distancia es una torre de 150 metros coronada por un gran domo dorado con forma de flor de loto pero realizado en titanio, sosteniendo una esfera con una stupa. La fulgurante aparición me despertó del marasmo de un paseo en el que pensaba ver un templo más de tantos que hay en la isla. Pero me encontré con un singularísimo megamonasterio diseñado por C.Y. Lee, el genial arquitecto del Taipei 101, el famoso rascacielos de la capital del país.
Lejos de cualquier austeridad budista, el Chung Tai Chan fue inaugurado en 2001, a un costo de 650 millones de dólares, y parece más bien un futurista palacio real. Con un lujo digno del Vaticano –San Pedro empalidece al lado de este soberbio edificio que irradia fulgores solares durante el día y eléctricos en la noche– el monasterio remite en su forma general al Potala del Tíbet. Pero según su arquitecto “combina estilos de Grecia, India y Egipto adaptados a la esencia del budismo”.
Junto con nosotros ingresaron al complejo budista de 25 hectáreas unos monjes rapados con túnica negra montando pequeñas motos. Y antes de entrar vimos una pantalla electrónica gigante, como las de los estadios del Mundial de Sudáfrica.
En el monasterio todo parece hecho para empequeñecernos. En la entrada hay tres pares de altísimas puertas de cobre que pesan cinco toneladas cada una, aunque tienen un sistema de bisagras que las aliviana como para abrirlas con una sola mano. Al poner un pie dentro del templo nos salen al paso dos Guardianes Celestiales, guerreros de granito negro de 12 metros de alto con cuatro cabezas cada uno y una gran espada.
Las pantallas gigantes se reproducen por doquier, montadas en carros que las trasladan de acuerdo con las necesidades escenográficas de los masivos eventos religiosos, que según se ve en las fotografías de las paredes copian recursos y tecnologías de los grandes recitales de rock. La estrella de estos eventos es Wei Chueh, un monje que en los ‘70 se recluyó la década completa a meditar en los suburbios de Taipei y fundó una congregación que multiplicó sus seguidores de manera asombrosa por todo el mundo, alcanzando la cifra de 1080 centros de meditación (incluyendo una sucursal en la Argentina sobre la Avenida Cramer).
La encargada de recibirnos fue una monja alemana de penetrantes ojos marrones, totalmente rapada, que vestía túnica oscura. El nombre que adoptó en su vida asiática es Jian Xiao Fashi y nos contó que lleva cinco años viviendo en el monasterio. Xiao sería mi traductora de chino en la charla con el vice abad del monasterio, Yun Fashi. El maestro zen –también rapado al ras– tenía unos 30 años, hablaba en susurros y portaba una túnica negra con cuello mao que le cubría todo el cuerpo, incluso los pies. Cuando caminaba con las manos en los bolsillos parecía levitar.
A todo gran monumento budista al que se llega en peregrinación, los fieles ascienden de manera circular por los distintos niveles siguiendo las etapas que recorrió Buda en su camino a la iluminación. Y en Chung Tai Chan es igual, pero se sube en un gran ascensor. En el noveno piso las puertas se abrieron en el Gran Hall de la Iluminación, donde piso, paredes y techos eran de un mármol blanco reluciente que nos encandiló como un flash. En el fondo se levantaba un Buda blanco en posición de loto, rodeado por un aura radiante, la misma que predomina en todo este templo hiperlumínico. Esta blancura permanente representa la pureza del vacío, la falta de forma que alcanza el espíritu al abandonar la carne en la etapa superior del camino al nirvana.
El ascensor principal del monasterio es todo de vidrio y recorre un conducto también transparente que atraviesa la médula de la torre central del edificio. Piso tras piso se va viendo desde ese “vehículo celestial” el brillo del lujo y la pulcritud extrema del monasterio. El mármol, la madera, los metales, todo está pulido a la perfección, sin la menor mancha, rayadura o descascaramiento. No existe en todo el monasterio la más mínima imperfección en nada. Hay flores por todos lados pero ni una sola hojita en el suelo. El rigor incluye los modales de absoluta formalidad de los monjes, la calva perfecta, la ropa sin un solo pliegue. El vice abad Yun me contó con sonrisa zen los rigores de la vida monacal: 3.45 a.m. “a levantarse”; 4.30 cantos y recitado de sutras; 5.00 silencio y meditación; 6.00 desayuno; 6.30 limpieza; 7.00 todos se distribuyen en los departamentos de cocina, lavado de ropa, mecánica de autos, costura, carpintería, publicaciones... luego llegan el almuerzo, la siesta, nuevos rezos, la cena y a dormir.
Nuestra recorrida alcanzó su punto culminante en el piso 16. Las puertas se abrieron ante una obra maestra de la arquitectura religiosa en madera: una lustrosa pagoda de siete pisos encastrada sin un solo clavo dentro de la torre para protegerla de las inclemencias del ambiente. Frente a la pagoda hay un ventanal de 30 metros de alto por todo el ancho de la pared, con paneles de vidrio sostenidos por modernas técnicas de hilos de acero. El ventanal tiene una flexibilidad de 43 centímetros para soportar la furia de los tifones que azotan Taiwan. Y a través del vidrio la pagoda se ve desde afuera del monasterio en la noche totalmente iluminada. Cuando nos retiramos la vimos brillar a la distancia, como flotando en el cielo.
UN TEMPLO TRADICIONAL El templo Longshan, en el antiguo centro comercial de Taipei, es uno de los más populares de Taiwan. Y es el paradigma de templo taiwanés tradicional en todo: estructura, variedad de dioses, sobrecarga decorativa, dragones por doquier y carteles electrónicos con ideogramas rojos que brindan información útil a los fieles.
Al atravesar el portal nos encontramos con unas 2000 personas que cantaban a coro al ritmo de un envolvente tambor. Me acompañaba un colega de Burkina Faso, calvo y con la piel tan negra y brillante que la luz del sol se le reflejaba en la frente. Los taiwaneses dejaban de rezar para mirarlo con sorpresa y algunos lo señalaban con el dedo entre risas. Una nenita, en cambio, gritó de espanto y se escondió entre las piernas de la madre.
Lo que parecía una fiesta religiosa resultó ser simplemente la cotidianidad del templo. Entre los fieles había una hipermaquillada adolescente con minifalda plateada, una señora con su caniche bajo el brazo, un joven con una mujer semidesnuda estampada en la remera, una señora que recién había comprado la revista Cosmopolitan y no había tenido tiempo de guardarla. En un patio central se acumulaban miles de ofrendas de comida. Mientras un hombre dejaba unos mangos enormes y una bolsita de chicharrones, otro ofrendó una lata de Coca-Cola.
La mayoría de las personas encendía un manojo de inciensos, lo levantaba con las dos manos frente a la cabeza y se inclinaba levemente cuatro veces antes de clavarlo en la arena de los incensarios de bronce. Por eso había tanto humo y un olor tan penetrante en el ambiente que apenas se podía respirar.
RELIGIONES CIBERNETICAS A diferencia de otros países de Asia, Taiwan no es un lugar de grandes diferencias. Todo es más o menos moderno, la historia no está muy a la vista y casi todos sus templos son nuevos. No se ve como en Tailandia el contraste entre la opulencia hipercapitalista frente a los monjes budistas mendigando en sandalias por la calle. Aquí la relación entre lo sagrado y lo profano es más fluida y natural. En Taiwan hace rato ya que la tecnología está naturalizada –¿sacralizada?– dentro de los templos, adonde ingresa sin pudores en forma de pantallas de cristal líquido. También hay monjes de túnica roja que adentro de un templo se permiten buscar en su Blackberry una palabra en inglés para entenderse mejor con un periodista, o atender el iPhone delante de un Buda de piedra.
Taiwan es uno de los tigres tecnológicos más aguerridos de Asia. En las últimas décadas sus fuerzas productivas se desataron en una carrera sin límites y su liderazgo mundial en producción de laptops y semiconductores es cuestión de orgullo máximo nacional. Hay quienes plantean que el culto a la tecnología en Taiwan ya es parte de una cosmovisión, como si la diosa Razón hubiese conquistado esta isla del Oriente a fines del siglo XX. No es casual entonces que el icono máximo del país sea el Taipei 101, ese rascacielos con aura de pagoda posmoderna que hasta hace unos meses fue el más alto del mundo.
A medida que se recorre este industrializado país, en el tren bala por ejemplo, se van conectando los elementos sueltos de la personalidad taiwanesa. Y las observaciones que parecían insólitas comienzan a cerrarnos un poco mejor. En esos cibernéticos templos taiwaneses unos dioses muy diversos conviven en un panteón versátil y tolerante, donde incontables deidades y antepasados de las personas hablan cara a cara con los fieles. Y en este contexto no sería descabellado revisar las grabaciones nocturnas de las cámaras de seguridad, a ver si Buda, Confucio y Lao Tsé se sientan en las escalinatas de un templo a debatir las actualizaciones teológicas frente a tanta modernidadz
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