Domingo, 17 de octubre de 2010 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. LA CIUDAD DE SAN MARCOS Y EL LEóN
Lucio Vicente López, hijo del jurista y político Vicente Fidel López y nieto del autor del Himno Nacional, Vicente López y Planes, escribe en 1881 sus impresiones de un viaje a Venecia, ciudad de arte y pasado glorioso. Sus plazas, palacios y canales inspiran un retrato pintado con la pluma a modo de pincel.
Por LUCIO VICENTE LOPEZ *
Venecia está en la plaza de San Marcos para los extranjeros, y en sus sendas capilares para los venecianos. El que la visite sin conocer su historia y su leyenda debe regresar inmediatamente a tierra firme, después de haber contemplado un momento aquel gran patio formado por edificios cuya fisonomía no es posible olvidar cuando se ha visto una vez. Con esa nerviosa curiosidad que me domina, no he podido resistir a la tentación de engolfarme en sus calles, atravesar sus puentes innumerables, perder el rumbo, girar alrededor de una ínsula y salir después de una labor ímproba a la margen de las plácidas y verdes lagunas que la rodean. ¡Qué red aquélla, qué laberinto inextricable! Ese agrupamiento de islotes, cuya topografía no se concibe, por más detenido que sea el estudio que se haga de su plano, forma una planta flotante de calles y sendas, cuya llave tiene sólo el gondolero. Diez, quince días no bastan para explicarse sus entradas y salidas, a no ser que en cada aguadora de las que van a llenar sus cántaros en las espléndidas cisternas del Palacio Ducal encontremos una Ariadna que nos lleve a San Marcos. (...)
Yo no puedo explicarme cómo una mujer o un hombre de espíritu delicado pueda sumirse en el mar iluminado por un sol de oro, y bajo este cielo que parece reflejarse eternamente en la anegada ciudad. La luna de Verona me acompañaba a Venecia, y cuando puse el pie en la góndola, la silueta poética de la ciudad surgió de pronto ante mis ojos, entre el velo opalado y sutil de luz que tendía sobre ella el astro de la noche. Era un espectáculo que sólo había visto bajo el atractivo que despiertan las acuarelas de los ríos y las fotografías iluminadas de sus panoramas nocturnos. Aquello era la realidad. Al interés del colorido del cuadro, era menester agregar el movimiento de las calles líquidas. Todo presenta un aspecto peculiar: la sombra fúnebre de la góndola que se desliza silenciosamente sobre las aguas, el canto lejano del gondolero, los gritos de alerta para evitar los choques, que encuentran un eco en las murallas; la luz de los balcones, la inmovilidad de las aguas, los golpes pausados del remo que impele aquella extraña barca, armada con una especie de rostro, como los trirremes romanos, cuya fisonomía especial se resiente con un no sé qué de siniestro y misterioso que le da su casco rigurosamente negro, y el típico felze que esconde al pasajero bajo su techo y sus cortinas enlutadas.
En este breve cuadro está la historia de Venecia nocturna y por eso nos impone. O Marino Faliero oye bajo sus balcones la sátira de sus enemigos que se repite en los canales, o bajo el Puente de los Suspiros la barca del verdugo asoma al Gran Canal, conduciendo el cadáver de la última víctima, todavía palpitante; o el Moro, furtiva y sigilosamente, rodeando la cintura de Desdémona, sale de la góndola en que la ha arrancado de la casa paterna, y pone el pie en los umbrales de su palacio, con aquella extraña enamorada del valor legendario. Todo resucita en Venecia durante la noche, porque en ella, como en Verona, no ha cambiado el escenario, y si los muertos abandonasen sus tumbas, encontrarían fácilmente la puerta de sus casas y de sus palacios, y en cada góndola creerían encontrar la suya propia. (...)
SAN MARCOS He mirado a San Marcos y al Palacio Ducal de todos lados y de diferentes distancias, como a esos grandes cuadros que nos obligan a detenernos en medio de una galería, y que a medida que los observamos aumenta el deseo de permanecer delante de ellos. De todas partes tiene atractivos distintos aquel frente sin rival y, de cerca, San Marcos se admira como una obra capital del cincel bizantino. Tiene todas las delicadezas, todas las finezas de esos cofres de oro oriental en que los turcos guardan las esencias de Persia. Su frente, en que el color y el dorado de los mosaicos forman una armonía exquisita de decoración, que en vano se ha aplicado a las pesadas iglesias de Roma, es único en Europa. Los tres grandes órdenes arquitectónicos están allí representados, pero de una manera tan singular, tan raramente combinada, que la belleza del conjunto no desaparece un momento. Ha sido la obra de la fantasía; no parece el resultado de un estudio arquitectural detenido. Es una pintura, un capricho esbozado por un pincel o un lápiz que improvisa bajo la acción de una mano experta y de una cabeza creadora. Allí no hay líneas, no hay dibujo, no hay escala, ni plano obligado. Por lo menos no se nota el trabajo de paciente elaboración que ha producido la obra; el artista ha echado sobre el cartón algunas gotas de agua y de color, y San Marcos ha aparecido bajo los golpes fáciles del pincel. ¡He ahí todo!
¿Cómo concebir la factura de sus cúpulas orondas, semejantes a la cubierta de esas ricas urnas turcas en que se queman las pastas orientales? Parece que de un momento a otro una nube de incienso voluptuoso fuera a despedirse de ellas; que el ambiente se impregnara con sus perfumes; y que sus campanas, como las de un estuche de música, fueran a producir la armonía extraña que engendra la variedad de los templos del metal, y la menor o mayor intensidad de los sonidos. Sobre el pórtico principal, los cuatro gigantescos caballos romanos que Constantino arrebató al arco de Trajano, que un día dominaron el arco del Carrousel, en París, se levantan encabritados con aquella arrogancia fría pero solemne que les ha impreso el cincel antiguo. En la convexidad de las ojivas, los dorados rivalizan en intensidad de brillo con el vivo color de los mosaicos. Con excepción del centro principal que representa un Juicio Final de 1836, los demás mosaicos conmemoran la gloriosa epopeya de San Marcos, aquel santo que parecía amar tanto el Adriático como los Dardanelos y el mar Negro. Todos aquellos fragmentos de oro y de colores vivos se agrupan para formar la historia del santo. A la derecha, el embarque del cuerpo de San Marcos en Alejandría, a la izquierda la adoración del santo, a pesar de cuyas virtudes Venecia ha tenido tantas veces en sangre los verdes canales que la circundan.
San Marcos es a Venecia lo que el Cid es a Burgos, lo que Juana de Arco es a Rouen, lo que Guillermo Tell es a Altorf. No es un santo solamente, es un custodio, un protector, un vengador que no ha dejado de velar un solo día por su pueblo y de tomar parte en todos sus júbilos y vicisitudes. Los gondoleros lo conocen. Alguna vez mientras dormían debajo del felze con la góndola amarrada a uno de esos maderos artísticamente pintados, enclavados a lo largo del Gran Canal, el santo se les ha aparecido, despertándolos repentinamente, se ha embarcado con ellos y los ha hecho reinar en dirección al Oriente, siempre al Oriente, con el pretexto de salvar de los turcos y de las turcas algunas reliquias arrebatadas en uno de los golpes de mano que los infieles daban sobre los templos cristianos. ¡Feliz el santo que pudo hacer esos viajes encantados en una noche y volver a reinar en medio de su pueblo!
Venecia, sin embargo, divide su culto entre San Marcos, San Teodoro y el León alado. Es un consorcio extraño, pero ella es la ciudad de lo pintoresco y de lo original. San Teodoro, sobre la columna histórica, abate con su pie un cocodrilo; el León, en la columna vecina, agita sus alas. No es éste, como se ha dicho, una simple representación heráldica de los antiguos señores de Venecia. Es el escudo de armas del santo conquistado a la Siria por el dogo Miguel II en 1120 y transportado después a las banderas venecianas. Y todo en Venecia es así. Sobre sus lagunas, el Oriente entero ha venido a imprimir su sello típico, y estos insulares que han levantado sus hogares en ese grupo de camalotes desprendidos de las riberas de Italia, han depositado en su ciudad todo el botín de sus antiguas campañas en las costas de Aragón, en el mar Tirreno, en Túnez, en el mar Jónico y en los Dardanelos. Claro es que Bizancio predomina porque Venecia mira al Oriente y el Oriente se refleja en ella. Los ídolos de estos pueblos han servido para sus blasones de guerra. Las mezquitas y los alcázares árabes han inspirado a sus arquitectos para edificar la casa del Dios cristiano y el palacio de sus señores. No es sólo el gran Palacio Ducal el que acusa la preponderancia moral que los turcos ejercían sobre los venecianos: son todos los palacios, casi todas las casas de la antigua Venecia. Del mismo modo, San Marcos posee bajo sus cúpulas todas las riquezas de los sultanes, las pedrerías, los alabastros, los despojos de aquel grande emporio, que es hoy apenas una sombra de su pasada grandeza. (...)
Todos los colores de la paleta son necesarios para pintar a Venecia y a los venecianos; la comba etérea del arco iris se difunde sobre ellos y descompone sus colores en tintas innumerables. Venecia flota sobre las aguas muertas y entre el ambiente brumoso de las lagunas, y bajo ese velo de luz y de sombras, surgen sus palacios incomparablesz
* Autor de Recuerdos de viajes (1881).
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