CORDOBA. CIRCUITO DE ALFAJORES TRADICIONALES
En el centro de la Docta, tres históricas fábricas preparan alfajores artesanales basados en recetas de inmigrantes. Algunas de ellas recuerdan visitas destacadas como la de un ex presidente, y sobre todo algunas curiosidades: por ejemplo, que esta argentinísima golosina adoptó su forma circular en estas tierras.
› Por Cristian Walter Celis
No hacen falta muchas palabras para describirlo: dos tapas hechas con galletas de masa horneada, un relleno de dulce de leche o fruta y un baño de glasé. Así de simple es el alfajor cordobés. Después, cada fábrica le agrega sus secretos. Algunas, por ejemplo, recurren a la miel como conservante natural, incrementando la dulzura de la masa. Otras priorizan la calidad de las ciruelas, los duraznos, los higos, las peras y el membrillo que usan en las mermeladas del relleno. Eso sí, ninguna quiere revelar sus truquitos de elaboración. En Córdoba, eso parece un secreto de Estado.
Si bien el alfajor superó las fronteras de la provincia, en el “Manual del Buen Turista” se sabe que en estas tierras forma parte del patrimonio gastronómico. Y para demostrarlo cabe recurrir a la historia. Los libros de recetas recuerdan que esta golosina tiene raíces árabes (al-hasú, es decir “relleno”, es su nombre original). Con la invasión musulmana a la Península Ibérica, allá por el siglo VIII, el alfajor empezó a recorrer las mesas españolas. En el siglo XV, los hispanos lo trajeron a América.
En la Argentina, hace más de 100 años que se habla de alfajores. En el siglo XVIII, la costumbre se difundió en los conventos cordobeses. Padrenuestro va, Ave María viene, la tradición se fue amasando a base de fe y brazos laboriosos, hasta que en 1869 el inmigrante francés Augusto Chammás transformó las clásicas tabletas cuadradas en circulares. Así, el químico radicado en Córdoba dio origen al alfajor que aún perdura.
CON MIGAS EN LOS BIGOTES El olor a masa dulce aparece apenas se abre el paquete. Tras el primer mordisco, el sabor del durazno invade el paladar y, por largo rato, el dulzor de la cobertura de glasé empalaga la boca. Después, resulta difícil separarse del alfajor Chammás. Bastan tres o cuatro mordiscos más para dejar la mesa llena de migas y buscar urgente un té, un mate o un café para completar el rito.
Desde el local de esta marca en General Paz 70, comienza un recorrido en busca de típicos alfajores cordobeses. Chammás tiene cuatro sucursales propias en la capital mediterránea y salones en los principales valles turísticos y en otras provincias.
En los envases monocromáticos de sus alfajores (cambian de color según el gusto), aquel hombrecito bigotudo que aparece junto al logotipo recuerda a don Augusto, creador del alfajor circular. A este francés se le atribuye haber comenzado con la industrialización de la golosina en 1869. La primera fábrica estaba en el centro, pero hoy la cuarta generación de la familia produce en un barrio del noreste capitalino. “Hace 140 años que Chammás conserva la receta original, con secretos incluidos, pero básicamente el alfajor lleva dos galletas, relleno y un baño glaseado. Nuestra producción sigue siendo artesanal, sin grandes máquinas, y sacamos cerca de 20.000 unidades por día”, cuenta Sebastián Azar, encargado de Marketing.
Chammás ofrece cinco variedades tradicionales: de leche y de frutas como damasco, higo, durazno y membrillo. La opción de dulce de leche es la preferida por el público, especialmente los niños. Le sigue el membrillo, un dulce clásico entre los adultos. “También tenemos otras dos líneas más económicas y elaboramos un alfajor bañado en chocolate”, agrega Azar, quien asegura que la colación –tableta de masa seca ovalada con abundante dulce de leche y un denso baño de glasé– es otro invento de Chammás.
RECETAS DE PASTELERO Desde General Paz y 9 de Julio, al doblar hacia la derecha, las cinco cuadras de peatonal hacia el bulevar Maipú/Chacabuco conducen al turista por un torrente de gente apurada, que sólo se detiene ante las vidrieras con ofertas de Navidad. La sombra de las pérgolas, con flores de Santa Rita, aminora el calor húmedo de la capital cordobesa. En ciertos sectores, el aroma a café que sale de algunos bares flota en el aire.
En Chacabuco 33 está La Costanera. Fundada el 1º de mayo de 1927, la confitería resulta otro rincón de dulzuras autóctonas. Si bien su nombre no tiene nada que ver con el río Suquía, que se encuentra a varias cuadras de allí, en Córdoba a todo el mundo se le hace agua a la boca cuando algún turista pregunta por ella. Enseguida la memoria gustativa evoca colaciones, caramelos artesanales de leche y de chocolate, vainillas caseras, yemas de huevo acarameladas, alfajores de turrón de miel de abejas, bocaditos de clara batida, bizcochos y los clásicos alfajores locales.
Desde su Italia natal, Pedro Checchi trajo en su valija las recetas de pastelero que hoy la cuarta generación de herederos sigue utilizando en la elaboración artesanal de estas confituras. Todo se hace a mano, salvo el amasado y el horneado. “Los alfajores se completan uno por uno. Por decisión empresarial, no empleamos conservantes ni aditivos químicos, lo cual nos da un lapso de aptitud de 15 días. Esto nos impide exportar, pero preferimos ofrecer algo artesanal, productos recién hechos. De allí que también vendemos por peso, ya que, por ejemplo, los alfajores se rellenan a mano y cada uno es único. Nunca se repite la misma cantidad de dulce en cada pieza”, explica Daniel Evangelisti, uno de los socios y bisnieto de Checchi.
Actualmente, La Costanera tiene siete variedades de alfajores rellenos con dulce de leche o frutas como manzana, durazno y membrillo. Las diferencias se van dando según la composición de las tapas –blandas, duras, de bizcochuelo, de fécula de maíz– y su número. Todos los alfajores están cubiertos por un baño de azúcar. Los clientes habituales tienen la ventaja de encontrar, desde hace 20 años, los mismos productos con su sabor inalterable. Pero cuando algún foráneo se para frente a las góndolas, surge un dilema: ¿cuál elegir? ¿Hay alguna variedad que se destaca?
Daniel Evangelisti aporta ideas basándose en el “ranking” de la casa. Tanto las colaciones de dulce de leche como las gotas de oro (con masa de bizcochuelo) son las más buscadas. Sin embargo, hay otra especialidad famosa que agrega historia a los ingredientes: el bocadito Presidente. En 1939, durante su paso por la Docta, al ex presidente Agustín P. Justo le encantó un alfajorcito de tapas de masa dura y relleno de dulce de leche. Desde entonces, la fábrica bautizó así al producto. El alfajor es el más pequeño de todos. No tiene nada especial, pero cuando uno lo prueba no puede dejar de sentir la intensidad del dulce, que recuerda a los típicos caramelos de leche. Las tapas de galletas duras son secas y se parten en el primer mordisco.
En las vitrinas de La Costanera contrastan muebles y objetos de los primeros años de la fábrica –como la máquina registradora negra– con monitores de LCD. También hay una balanza y estanterías de estilo inglés. Todos son de principios de siglo XX, cuando la casa producía por encargo. Junto a las antigüedades se ven alfajores y otras delicias recién traídas de la fábrica. Están envueltos en impecable papel transparente con un logotipo azul, que deja entrever el relleno de dulce de leche. Uno encima del otro, los alfajores esperan a clientes y turistas.
BAJO LA MIRADA DE SAN MARTIN A tres cuadras de allí, por calle San Jerónimo, esta Ruta del Alfajor improvisada conduce a Pan de Azúcar, al frente de la plaza San Martín. “Me acuerdo de haber visto desde aquí cómo corría la gente de un lado a otro al frente del Cabildo, durante el Cordobazo”, explica, con voz apagada y acento gallego, Lino Collazo López, quien en la década del ’60 compró esta fábrica creada a mediados del siglo XX. Oriundo de Santiago de Compostela, Lino llegó a los 18 años a Buenos Aires y, cerca de los 30, se instaló en Córdoba. Mientras él habla, es imposible sacar la vista de las colaciones, masas, alfajores, mermeladas, salames, quesos, arrope, empanadas, bebidas, tortas y productos regionales que lo rodean.
Pan de Azúcar tiene el nombre de uno de los cerros emblemáticos de la provincia, en las Sierras Chicas. Pero ese no es el único detalle cordobés, ya que la fábrica está pegadita al histórico edificio Obispo Mercadillo, uno de los vestigios coloniales del casco céntrico. Adentro, Lino atiende a los clientes. “Antes se vendía más, e incluso hacíamos tortas de ocho pisos y 30 kilos. Ahora es distinto. Los alfajores se venden bien, el que más sale es el de dulce de leche”, comenta sin intenciones de dar cifras.
Mientras habla, debajo de sus pies, en el subsuelo, cinco empleados amasan, hornean y rellenan cientos de alfajores para mantener el amplio stock que se observa en las vitrinas. Hay de higo, manzana, pera, ciruela, damasco, tutti frutti y hasta chocolate. Collazo López cuenta que aún siguen empleando la receta que dejó el primer dueño. “Uno de los secretos –explica– es el uso de miel en la masa, pero no más que eso.”
En Pan de Azúcar, la tranquilidad del local también parece recordar otras épocas, otro ritmo de vida. De hecho, en esta fábrica, la tradición se toma su tiempo en el proceso de producción. Aquí, los alfajores continúan haciéndose de manera artesanal y, por ejemplo, las tapas se siguen pegando una por una con el relleno de las mermeladas. “Hace muchos años teníamos un eslogan que nos identificaba: «Córdoba, en el centro de la República. El Pan de Azúcar, en el centro de Córdoba»”, recuerda Lino, como si el tiempo no hubiera pasado. Sin embargo, afuera, el ritmo de la Docta del siglo XXI es otro. La gente camina apurada, a pesar de que un artista callejero, desde la plaza, intenta apaciguar los ánimos al atardecer con una cadenciosa melodía que surge desde su flauta traversa. Las luces del centro histórico empiezan a encenderse. Basta de alfajores, es hora de pensar en la cenaz
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