Dom 19.12.2010
turismo

DIARIO DE VIAJE. RECORRIENDO EL SUR DE EE.UU.

De Virginia a Carolina

El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique recorrió en los años ’70 el sur de Estados Unidos, en un viaje “tan improvisado como desordenado y solitario”. Sus impresiones se transformaron en crónicas, y sus crónicas en un libro que retrata las costas de Virginia a Carolina del Sur, fotografiando a la vez un lugar y una época.

› Por Alfredo Bryce Echenique *

Viajando hacia la zona conocida como Virginia Beach, atravesamos pueblos y ciudades donde se repiten, con mayor o menor elegancia, los modelos arquitectónicos que Thomas Jefferson importara de la Antigüedad greco-romana, y que hoy son aceptados como típica y simbólicamente norteamericanos. Muchos fueron los planos de Monticello, y muchos también los cambios que fueron alterando la bella y aristocrática mansión sureña. Lo confirman los testimonios de personas que visitaron aquella residencia en diferentes años. Constantemente se hacían y deshacían sectores enteros de la misma, y los visitantes de distintas épocas la describían en sus cartas muy diferentemente. En efecto, mucho había cambiado por dentro y por fuera, a lo largo de una evolución que duró unos cincuenta años y cuyo radio de acción no se limita únicamente a los estados del sur del país. Basta citar como ejemplo el Capitolio de Washington. Comprenderemos entonces por qué Jefferson es considerado como el “padre de la arquitectura del país” con toda razón. Y una buena parte del nacimiento de aquella arquitectura está contenida en los distintos proyectos de Monticello.

Nos acercamos al centro de Norfolk, al atardecer, y como un espejismo se presenta nuevamente ante nuestros adormecidos ojos el área restaurada de Williamsburg. Arquitectura que se repite y que no cansa nunca. Estamos en Granby Street, ahora que hemos abierto bien los ojos y que comprendemos que también las enverdecidas ventanas del ómnibus han contribuido a tan notoria deformación del espacio y tiempo históricos. Entrando por Ocean View, la luna se descuelga enorme y rosado neón. Es una luna más o menos del color de la Pantera Rosa y con algo de terriblemente publicitario. Y por qué no, pensamos, si ellos la tocaron primero, pusieron la primera bandera, y alteraron el tan terrenal sistema que consiste en poner también la primera piedra. En cambio se trajeron la primera piedra para depositarla en un laboratorio y algo leí después de que tuvieron más de un problema con ella. Top secret, me imagino.

Escogemos el hotel más american way of life de todos los hoteles. En diferentes países del mundo, este tipo de hotel sirve para impedir que el turista norteamericano necesite salir del hotel, y evitarle de esta manera que se desconcierte descubriendo realidades que contradicen o denuncian el american way of life. Un poquito de folklore, nada más, y especialmente embotellado para el consumo del hotel. En España, por ejemplo, tienen permiso para asistir a una corrida del Cordobés en empresarial pleito con otros empresarios taurinos, que lo han obligado a renovar la vieja tradición circense que consiste en armar su carpa ahí donde hay ahora necesidad de espectáculo. Van, pues, a la plaza de toros portátil del Cordobés y ven hasta qué punto Spain is different.

Pero en los EE.UU. este tipo de hotel es toda una lección sobre el país, que vale la pena aprender. Aquí el norteamericano medio está realmente tan en su casa que uno llega a preguntarse por qué abandonó su casa. Porque está de viaje, me dirán, pero es que tampoco sale o prácticamente nunca a pasear. Más bien da la impresión de instalarse en una nueva casa que, aparte de las comodidades del servicio, le da la ilusión de vivir en una enorme residencia en la que los demás huéspedes son sus amigos de toda la vida. Vive allí, como quien acabara de abrirle la puerta a un centenar de invitados con los que se reúne en el bar, en el comedor, o alrededor de la piscina y que, al igual que él, tiene su automóvil estacionado en el parking privado del hotel, y está también de vacaciones (...).

Y different también la comida. Diferente sobre todo de la comida inglesa. Es tan grande la distancia entre ambas como la que hay entre el primer esbozo de Monticello y la bella mansión que hoy todos podemos contemplar. La cocina americana es excelente si la comparamos a la de su madre patria inglesa. Esto, sin lugar a pruebas. El primer esbozo es tan malo que jamás se hubiera pensado que tenía compostura. Pero los norteamericanos compran libros de cocina y aprenden y parecen haber descubierto que, con los antecedentes ingleses que tenían, renovarse es comer bien. En cuanto a ensaladas, por ejemplo, le siguen los pasos a Francia. Lo mismo sucede con las bebidas. Un vino corriente, si viene de California, poco o nada tiene que envidiarle a su actual equivalente francés. Y en cuanto al champán, como han hecho con algunos castillos, se lo traen piedra por piedra.

Monticello Arcade, una precursora de las galerías comerciales, en Norfolk.

Asomándonos de vez en cuando a la costa atlántica en puertos como Wilmington, o en balnearios como Myrtle Beach, llegamos a Charleston, en Carolina del Sur. Inmediatamente buscamos el hotel más american way of life de este puerto, que fuera un importante centro de resistencia sudista, durante la Guerra de Secesión. Hoy es un activo centro industrial. Abundan los astilleros. (...) Tras breves escalas en Orangeburg y Rock Hill, llegamos a Charlotte, en Carolina del Norte. El viaje ha sido largo. Hemos atravesado prácticamente toda Carolina del Sur y por todas partes hemos ido encontrando hermosos bosques y, en general, una naturaleza generosa y fácil de dominar. Salga de lo común. Entre a la Marina. Este es un aviso de publicidad que se repite una y otra vez en diferentes ciudades, y a lo largo de las inmejorables carreteras y autopistas. Forma parte, en realidad, de una publicidad muy bien organizada para atraer gente a la carrera de las armas, y adquiere especial significación si pensamos que el desempleo alcanza ya casi al diez por ciento de la población. En estados como California, la cifra se eleva hasta un 11 por ciento y los estudiantes graduados se encuentran con que sus diplomas no les sirven para nada. Este Salga de lo común. Entre a la Marina adquiere pues un valor altamente significativo. Por otro lado, también es posible obtener becas y grados universitarios al entrar en cualquiera de las tres armas. (...) País de los automóviles, de los estacionamientos privados, de los talleres de reparación de automóviles. País del plástico y sus familiares también, y hasta qué punto. Yo creí que estaban lindos el césped y los caminitos, alrededor de la piscina de mi hotel de Charlotte, pero el césped era de plástico y los guijarros de los caminitos eran, cuando menos, de un primo hermano del plástico. Una torre negra y de vidrio y dos torres blancas coronan a la “ciudad de la acción”, como la llaman sus habitantes. Abundan los bancos. Proporcionalmente, jamás he visto tantos bancos como en Tryon Street, la arteria que atraviesa esta ciudad que da la impresión de extenderse hasta el punto de que sus dos millones de habitantes resultan pareciendo cuatro gatos. Aquí, sin automóvil, uno se siente un Cristo con su cruz a cuestas. Camino y camino y camino entre bancos monumentales, bancos pequeños, bancos con diseño de templete griego. De pronto, la logia masónica, “erigida para Dios y dedicada a la masonería”. Tiene algo de templete griego y de fallida y trunca pirámide egipcia. A su lado, algo disminuido, el Oasis Temple. Proliferan las iglesias. Libertad de cultos. Y de diseño, también. En los edificios, a menudo, la fecha de construcción, especificando que se trata del año tal después de Jesucristo. Para evitar confusiones en el caso de que vuelvan las lavas de Pompeya, me imagino. EE.UU., paraíso de los supermercados, paraísos a su vez de lo innecesario, o de lo que ya se nos hizo necesario. Y hasta imprescindible, porque aquí la publicidad suele ser muy eficaz (un anuncio que leemos por ahí; Si no le vendemos su casa, se la compramos), salvo en la televisión, que se da el lujo de anunciar en forma bastante estúpida y aburrida tres detergentes uno tras otro, pero tal cosa, como en todas partes, resulta lógica y comprensible si tenemos en cuenta que también el espectador suele poner mucho de su parte. (...) Regreso hacia Tryon Street, tras haber recorrido Church Street hasta toparme con un cementerio que, en el fondo, es un parque por el que atraviesa la gente entre antiguas lápidas de mármol. La ciudad, en su necesidad de extenderse, parece haberles dejado su pequeño lugar de eterno reposo a sus muertos, a la vez que su pulmoncito verde a los vivos. Todo esto, entre una iglesia, un parking privado, y un hotel donde se amalgaman negros y blancos pobres por muy pocos dólares a la semana. Descubro una que otra casa con su viejo que riega su jardín. Más allá, algunos edificios residenciales y, en su ventana, un viejo en la ventana al que no le hablaremos nunca, como en tantas otras partes. Regreso a Tryon Street.

Regreso siempre a Tryon Street, tal vez para no ser el único peatón de la ciudad y porque cada vez es más fuerte la impresión de que en estas ciudades el que no tiene automóvil debe cargar con su propio peso a cuestas. Los únicos centros de reunión parecen ser los parkings. En ellos se reúnen los automóviles en espera de sus propietarios. Estos acuden fiel y puntualmente a la cita que pone fin al día de trabajo y se van, cada uno por su lado, a sus casas, a sus barrios residenciales, en las afueras de la ciudad, allá por donde arranca la autopista que lleva hasta la próxima ciudad. Así es la vida del que no tiene automóvil en estas ciudades. Al caer la tarde, cae el miedo y salen algunos sospechosos como yo, que voy sospechando hasta de mi propia sombra

* En estas ciudades del sur.
En A vuelo de buen cubero,
Anagrama, 1977.

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