ESPAÑA. VIAJE A BENIDORM
En los años ’20 el escritor español Gabriel Miró describe a través de Sigüenza, su “alter ego”, los primeros pasos de la transformación de Benidorm, sobre la costa de Alicante, en una de las mecas turísticas del Mediterráneo. Y se cruza también con un pionero turista británico en Callosa, un tranquilo pueblo rural.
› Por Gabriel Miro *
Parece que los pueblos de la orilla del mar no pueden ser íntimos, por la demasiada lumbre y anchura que les rodea. Abiertos y desceñidos en un lugar de tránsito, se estremecen como si se les mirase y se les tocase en su desnudez desde todos los caminos y rumbos. Pero Benidorm tenía intimidad. Se interna entre los azules del cielo y de las aguas. Mar y aire suyos, como creados privadamente para su goce.
Algunos imaginativos veían en Benidorm un pueblo con pórticos, aras y dioses de mármoles blancos.
Sigüenza no veía en Benidorm más que Benidorm, sin mármoles, sin nada clásico. Benidorm sumergido entre azules perfectos mediterráneos. Una gracia, una felicidad inocente de claridades que, como la felicidad y la inocencia de los hombres, daba miedo de que se rompiesen. Azules nuevos, como recién cortados; azules calientes, azules de pureza. Esa pastosidad y esa levedad de la luz se originaban de la armonía de todo lo que constituye y es Benidorm, aun antes, mucho antes de serlo. Lejos, en el fondo, se estampan las grandes montañas, y desde allí hasta el pueblo nada contiene ya el vuelo combo del espacio. Allí se han parado las sierras, porque era su lugar escogido para la perfección de este pueblo; la distancia precisa para que ellas también fuesen un espectáculo de belleza. Montes con las espaldas distendidas y nerviosas, montes delgados, perpendiculares, en asunciones tranquilas, siempre hilando el vellón de la claridad virgen. “Puigcampana” es la sierra cincelada para Benidorm, y todavía quedó enmendada la obra rebanándole el filo en una hendedura de bordes siempre tiernos. Se le quitó lo necesario para que se viese un momento más del día. Allí subió la anécdota caballeresca. Dicen que Roldán, enfurecido, rajó con su espada la lámina del monte. En la costa tiene Benidorm la Sierra Helada. De mañana, de tarde, de noche, siempre de color de luna. Piedras puras y frías, en una ondulación de lino mojado. El mar resultaría quizá demasiado profundo de azul; sobraría superficie azul delante del pueblo, y como nada puede sobrar en belleza, floreció la lis de un islote; una roca, encarnada como un corazón, que recremase la lumbre.
Pueblo claro y recogido. Dentro de los azules, paredes de aristas de espigas, contornos de nitidez de sal. Casas volcándose sobre cantiles de color de limón; casas con lonas de faluchos. Entre los remos y salabres, una higuera que mana su olor caliente y espeso como una resina (...)
Callejuela de sol. Pasa la brisa como una gaviota deslumbrante que mueve la costura de las mujeres sentadas en el umbral, oloroso de geranios y de horizontes. Y encima, resumiendo las líneas de Benidorm, la cúpula fresca de la parroquia. Dentro, umbría de muros colgados de cera de exvotos de barcas salvadas milagrosamente de los temporales, y al pie de los retablos de imágenes lívidas, con vestiduras y pelos de muerta, abuelitas rezando y llorando por los que se ahogaron en los temporales.
Así era Benidorm, labrador y marinero, en el descuido de los brazos abiertos y desnudos de sus playas. Murió “Don Juan Manuel”. No vienen los hombres de Batavia.
Le parece a Sigüenza un pueblo reciente de pabellones de altos empleados de grandes fábricas. No hay fábricas; pero sus dueños han venido desde las ciudades, después de la guerra europea, atravesando en sus automóviles los collados bravíos y las hoces abruptas de Aitana. Benidorm es el baño disantero de ricos en vacaciones. Delante del baño abren sus residencias de verano como una sombrilla de membranas recortadas; residencias que han trastornado la fisonomía originaria de Benidorm y la lengua de las gentes con las líneas apócrifas y el concepto de chalet de t repercutida entre los dientes lugareños.
La felicidad y la inocencia se han roto.
Sigüenza y su camarada llegan a la heredad. El extranjero sigue camino de Callosa. (...) Callosa de Ensarriá es un pueblo moreno, acortezado, encima de una hoyada verde, como si fuese toda una mata inmensa de calabazar maduro, que cuelga en la peña el montón de fruto carnoso.
Callosa ha escogido las mejores tierras con un buen presentimiento. Estaba lejos, y sin moverse ve a los demás que recuden, porque han ido abriéndose los caminos de los lugares más cerrados: camino del valle de Guadalest y de la serranía de Tárbena. Callosa, en medio. Pone su plaza como una falda tendida para recoger el mercado de muchos lugares. Pone también la fita entre el clima mediterráneo y el interior. Hasta Callosa sube desde las playas el follaje tierno y fácil de los huertos; después, el esfuerzo de cada bancal murado de roca viva.
Calvario barroco de cipreses negros. Voltear de campanas a la redonda de las cumbres. Calles con toldos de cañizos. Fiestas y casas viejas. El Ayuntamiento con soportales de cal. En la sombra, un banco con los mismos abuelitos de siempre, que miran la lejanía desde la curva de sus cayadas.
En Callosa y en los pueblos que vienen detrás quedan soledades y hermosuras de señorío y de arte. Y ese varón británico se descansará escudriñándolas, removiéndolas, palpándolas, desjugándolas. Los artistas dejan intactas las bellezas para otros artistas. Pero los sabios, los sabios oficiales, son los peores maridos de las guardadas bellezas. Buscan la doncellez y la dote del pasado, y ya el pasado es una esposa enjuta de laicas virtudes.
Sigüenza, sin ser erudito ni desearlo, sentía un rencor de celoso. Siempre preguntaba por el extranjero. Y siempre le decían:
–”¡Allí sigue!”
¡Allí seguía! ¿De manera que no se le saciaba su voracidad? Si en Benidorm y en otros pueblos una albañilería flamante dejó para siempre la palabra chalet, con su t apretada, a estas horas el caballero británico habrá esparcido por callejuelas y veredas vocablos doctos y deportistas. Y no pudo resistir su sobresalto y encaminóse a Callosa.
Solo, por la carretera, iba cortando el hervor de las cigarras. Llegó en el bochorno del mediodía.
En el portal de una ventana, a la sombra del alero, dormía un hombre, con las manos colgando por los hinojos y los pies saliéndosele de las esparteñas. A veces subía los párpados para mirar las telas de araña de las rejas de los pesebres. Tuvo que despertarle el amo de la posada, y él abría sus ojos grises de niño, le sonreía mordiendo una palabra valenciana y otra vez cabeceaba entre moscas de siesta.
Y vio Sigüenza que bajo la piel de badana, de sol y de relentes del hombre dormido, yacía el docto caballero inglés...
¡Levante! Levante era más poderoso que la sabiduría británicaz
* Años y Leguas (1928).
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