ST. MAARTEN. UNA ISLA CON ALMA DOBLE
El Caribe es un crisol de idiomas, pero en St. Maarten lo es más aún: la isla, dividida entre una parte holandesa y una parte francesa, habla además créole, inglés y español. Un paisaje de mar y palmeras para vacaciones bajo el sol con un toque europeo.
› Por Graciela Cutuli
¿San Martín, Sint Maarten o Saint-Martin? Muchos nombres para una isla tan pequeña, que tiene menos de 100 kilómetros cuadrados pero le alcanza para repartirlos entre dos países y varios idiomas. Los oficiales de cada lado, el neerlandés y el francés, pero también el español –de la mano de muchos inmigrantes dominicanos y por la cercanía con otras islas caribeñas que hablan castellano– y naturalmente el créole, la lengua franca de los nativos.
St. Maarten es un destino que llama cada vez más la atención visto desde el sur, en parte porque acaban de inaugurarse vuelos que, vía Panamá, prescinden del paso por Estados Unidos y su correspondiente visa. Y en parte también porque ofrece mucho para disfrutar sin tener que moverse demasiado: todo está ahí, al alcance de la mano, bajo ese sol siempre brillante que es el distintivo del Caribe (y que nunca tarda en volver cuando, clima tropical mediante, se desencadena una buena lluvia).
Para ubicarse un poco, vale recordar que la isla se encuentra unos 250 kilómetros al norte de Guadalupe y unos 240 kilómetros al este de Puerto Rico: diez kilómetros de frontera separan el lado francés del lado neerlandés (más pequeño pero más poblado), una división que data de 1648. Y St. Maarten tiene, además, la particularidad de ser la isla habitada más pequeña repartida entre dos naciones. Con toda esta data in mente, ya es posible dedicarse a la especialidad local: ir a la playa, regresar de la playa, volver a ir a la playa... y por las noches, recorrer sus incontables restaurantes especializados en lo mejor de la cocina caribeña. Para ser justos, además de mar el agua abunda en las piletas de los resorts que jalonan la costa, y también es posible lanzarse a la aventura de recorrer los senderos de trekking que recorren las zonas boscosas de la isla y sus estanques de agua salina.
EL LADO HOLANDES La foto es famosa: un avión a punto de aterrizar sobre las cabezas de los bañistas, que ni siquiera parecen sorprendidos, se cierne sobre la playa. Es la imagen cotidiana del aeropuerto Princesa Juliana, que se encuentra del lado holandés y cuya cabecera de pista está prácticamente pegada a la arena. Se cuenta que el mejor lugar para observar los aterrizajes, pero también los atardeceres, es Simpson Bay Beach, un antiguo apostadero de pescadores que corre paralelo al aeropuerto y nunca está demasiado concurrido, aunque lo rodean casas veraniegas y algunos hoteles pequeños. Claro que no son playas lo que faltan: frente mismo a Philipsburg, la capital neerlandesa, Great Bay Beach es también una postal habitual para los cruceristas que bajan por el día a recorrer la ciudad y hacer compras, de modo que también la eligen quienes gustan de unas vacaciones con más movimiento. Y si lo que se busca es nudismo... hay que enfilar hacia Cupecoy Beach, donde se lo practica no abiertamente pero sí semioficialmente entre las playas de arena y los dramáticos acantilados.
Otra posibilidad clásica, siempre del lado de habla holandesa, es Dawn Beach, que se asoma a las aguas algo más agitadas del Atlántico y se levanta sobre un telón de montañas. Aquí aseguran los entendidos que están los mejores arrecifes coralinos para explorar con ayuda de un snorkel, pero no hace falta moverse en lo más mínimo si lo que se quiere es solamente cocinarse al sol con la cercanía tranquilizadora de una sombrilla. Y finalmente Guana Bay es la favorita de los surfistas (pero se la recomienda solamente a los buenos nadadores y los amantes de lo agreste, ya que no tiene los servicios de balneario habituales de las playas que están pegadas a los grandes resorts, como Mullet Bay o Kimsha Beach, una de las más céntricas y muy concurrida durante la noche por sus famosos cócteles after beach).
EL LADO FRANCES Baie Oriental, u Orient Beach, es decir “la playa oriental”, es tal vez la más famosa de la isla (y en algo contribuye a la celebridad Club Orient, el club nudista más famoso del Caribe). Para conocerla hay que cruzar al lado francés, menos que un trámite en esta isla que comparte los turistas sin problemas de pasaporte. Aquí –no muy lejos de Marigot, la capital del lado francófono– hay movimiento a toda hora sobre las arenas blanquísimas bordeadas de hoteles y restaurantes de todo tipo. Promete y cumple en materia de diversión, aunque probablemente no sea el lugar ideal para quien quiere disfrutar de la playa en soledad: en ese caso, conviene dejar la “riviera francesa del Caribe” en pos de Baie aux Prunes, cuya exclusiva franja de arena requiere llevarse incluso la propia reposera, ya que no hay nada que perturbe el paisaje de puro mar, vecino de la aún más exclusiva Baie Longue. Esta otra playa es el escenario que ven quienes abren cada mañana la ventana en el hotel más exclusivo de la isla, La Samanna, donde gustaba alojarse Jackie Kennedy.
También del lado francés se pueden recorrer Nettle Bay Beach y Layla’s Beach, sin olvidar la más íntima Grand Case, que durante la noche se convierte en uno de los principales centros gastronómicos de St. Maarten. Y si se quieren panoramas inolvidables, “el” lugar es Anse Marcel, una bahía escondida en el centro de un valle que se descubre desde lo alto de la ruta con su mar turquesa extendiéndose hacia el horizonte de una de las islas vecinas, la pequeña Anguilla. Por la época, puede ser cualquiera: la isla es bella todo el año, pero si se quiere asistir a un evento local, en el lado francés febrero es un excelente mes, gracias a los coloridos festejos del Carnaval.
SOLO PARA BON VIVANT St. Maarten busca en el Caribe una identidad propia como centro gastronómico, y en esto aprovecha con maestría las múltiples herencias europeas y la fusión con las tradiciones locales. Más de 350 restaurantes salen airosos, sin embargo, en el desafío nada fácil de cumplir con el título de “capital gastronómica” en una región donde la competencia sobra. Como es habitual en lugares de público tan diverso, la oferta es variada y va desde la cocina italiana –¿dónde podría faltar?– hasta la más exótica cocina india, aunque naturalmente la cocina francesa aquí está propiamente como en su casa. Lo más interesante, de todos modos, es ese sabor entre picante y dulzón que es propio de las islas antillanas, logrado cuando las especias que se cultivan desde los tiempos de los arawak se mezclan con las parrilladas (“grillades”) y las carnes de pescado, que son una de las especialidades locales. Quienes gusten de experimentar no estarán desilusionados, y podrán pasar desde los dombrés holandeses (bolitas de masa que se suman a los guisos) a las matété de crabes (sopa de cangrejos) y el calaloo (sopa de vegetales) africanos, sin dejar de lado la sopa a congo o las carnes marinadas en especias. La orilla del mar es, por su parte, el lugar ideal para probar un plato típico de la región, el pargo rojo con arroz en leche de coco y plátano frito, bien acompañado con cócteles de frutas o un licor de guavaberry, una planta de bayas rojizas que crece desde Haití hasta Puerto Rico y Jamaicaz
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