DIARIO DE VIAJE. UN ESCRITOR A BORDO DEL GRAF ZEPPELIN
En 1935, Manuel Mujica Lainez fue uno de los pasajeros del dirigible Graf Zeppelin, en viaje de Río de Janeiro rumbo a Alemania. La travesía duró tres días, que el escritor aprovechó para recorrer y describir la vida a bordo de la curiosa “ciudad flotante”, orgullo de la Alemania de entreguerras.
› Por Manuel Mujica Lainez *
Río de Janeiro. El Graf Zeppelin va a partir. En torno de la nave inmensa agítase una multitud de chicuelos impacientes pronta a iniciar las maniobras que liberarán al dirigible. Los pequeños obreros se afanan. Corren. Bromean. Tiran de los largos cables. Comienzan a quitar las pesas que cuelgan de la góndola. Para ellos el Graf Zeppelin –cuya sombra delgada fue hace años motivo de supersticiosos pavores– es ahora un monstruo doméstico y familiar, que trabaja, que come, que duerme y que, de tanto en tanto, de acuerdo con un horario establecido, recorta su silueta en el cielo de la bahía. Los curiosos no se cansan de estudiarlo. Uno perora delante de la cabina del comando con aire doctoral. Me llego hasta él en el instante en que suministra a quienes le rodean algunas cifras, leídas en prospectos de la Lufschiff: “El Zeppelin 127 ha recorrido ya más de un millón de kilómetros sobre el océano, sobre Africa, sobre el polo, sobre los países y las islas de Oriente. Casi 28.000 personas han viajado en él. Yo no lo he hecho aún, pero espero que con el tiempo...”. La gente escucha, distraída... Toda la atención se halla concentrada en el enorme pez plateado que, dentro de diez minutos, se lanzará a nadar por mares de nubes y de estrellas. Una señora fotografía la góndola destinada a los pasajeros. Hay quien se retrata, de pantalones de golf, en una apoteosis de maletas... Nadie fuma... La consigna, repetida en todos los idiomas, es severísima al respecto. El áspero rauchen verboten (está prohibido fumar) aparece fijo en el ceño fruncido de los oficiales. Más tarde, cuando los viajeros se hayan instalado en sus camarotes, deberán entregar fósforos y encendedores automáticos al comisario de a bordo. Toda precaución sería poca para evitar que el gas se inflamara, transformando en pocos minutos a aquella maravilla en un montón de hierros humeantes.
Varios pasajeros han llegado ya. Pasean con sus amigos y sus parientes. Se les distingue por cierta vaguísima superioridad distante. Los demás han venido a ver. Ellos serán, durante tres días, señores del dirigible.
Pero la nave se va ya... la nave se va ya... Oyense voces de mando. El capitán Von Schiller trepa la escalerilla ágilmente. Como nadie, conoce los secretos sutiles del Graf Zeppelin. El es quien ha de guiarlo hasta Friedrichshafen. Su cara franca, su sonrisa, sus ojos claros con una claridad de agua, infunden confianza aun a aquellos que antes de embarcarse escrutaban con sospechosa fijeza al dirigible.
Estoy en el salón de los pasajeros. Aquí se almuerza y se come. Aquí se escriben cartas y se estudian mapas. Aquí se juega al ajedrez. Aquí he de relacionarme con mis compañeros de viaje. Por ahora, valijas y bultos lo llenan. Entre ellos, acomodándolos, distribuyéndolos, averiguando a quién pertenecen para trasladarlos a las cabinas, va y viene Herr Kubis. Herr Kubis es un ser extraordinario. Herr Kubis es el último geniecillo del aire que ha quedado rezagado entre los mortales. Es, al mismo tiempo, comisario y maitre. A él se le compran el whisky y los sellos de correo. A él se le confían fósforos y máquinas fotográficas. Atiende todas las quejas, responde a todas las preguntas. Sabe cómo deben deslizarse las maletas para que quepan debajo de las camas. Anota la longitud y la latitud en un mapa verde y celeste. Cuando crucemos la línea del ecuador bautizará a los novicios y les entregará sendos diplomas en nombre de Eolo. También vende fotografías y “recuerdos”, cigarreras (¡ay! cuyo empleo debe postergarse), lápices, alfileres...
En un ángulo cuatro alemanes beben vino del Rin. Brindan con voz sonora. La maniobra no les interesa. Son los seniors, los que ya han efectuado el viaje muchas veces. Nosotros, neófitos que en vano pretendemos ocultar nuestra emoción, los miramos con respeto.
Ahora, simplemente, gentilmente, como un nadador avezado, el Graf Zeppelin empieza a ascender. Con la misma gentileza, sin una sacudida ha de depositarnos en Pernambuco y en Friedrichshafen. En esa absoluta inmovilidad del dirigible radica su fuerza. Los pasajeros olvidan a las pocas horas, que van navegando por el aire. Olvidan que sólo unos metros los separan de un abismo de varios centenares de metros. Van seguros. Ni cuando fui a Europa en el Graf Zeppelin, ni cuando en él volví desde el Viejo Continente hasta Río, se me ocurrió que pudiera suceder un accidente. Y lo mismo acontece a todos los viajeros. El Zeppelin es una gran ciudad que marcha. Su jefe es el comandante; su intendente, Herr Kubis. Basta, al retirarse a dormir, haber estrechado la mano del primero y haber probado el coñac del segundo, para tener plena conciencia de que nada turbará el sueño de la ciudad móvil.
Y los días se suceden. Un día. Dos días. Tres días. Quien lo solicite puede visitar la nave. El comandante Von Schiller o uno de los oficiales lo conducirá entonces desde la cabina del telegrafista hasta las máquinas. Caminará, como yo lo he hecho, por el estrecho puente que se hunde en las sombras del aeróstato. Verá los balones de gas, las habitaciones de la tripulación, esa tripulación de 40 hombres, cuya vida, en lo alto de la nave, pasa inadvertida para los pasajeros. Verá también los depósitos de alimentos y de piezas de repuesto. Se deslizará en un mundo nuevo, desconocido, de cuerdas, de mica, de tela, frágil y recio a un tiempo.
Luego retornará a la monotonía del salón. Porque es de todo punto inútil callar la monotonía de la existencia de a bordo. Al segundo día el tablero de ajedrez no tienta ya... la lectura fatiga... la conversación decae... El paisaje idéntico del mar no consuela a los exigentes. Así será hasta que lleguemos a las costas de Africa. Allí, el exótico prestigio del continente negro conmueve a los turistas. Uno se siente un poco explorador cuando vuela sobre los fortines, sobre las mezquitas y sobre las caravanas. Y también un poco contrabandista de no sabemos qué, acaso de esa civilización que asoma celosamente en forma de una sombra alargada por arenales y caseríos...
De noche, el sordo gruñir de los motores nos acuna. Quien no puede descansar se pone a la ventana. Y es entonces una locura de estrellas, un escudriñar de abismos, que va descubriendo con su hondo tajo de luz el reflector del Graf Zeppelin.
“Mañana –he pensado en una noche como ésa– llegaremos a Alemania. Con sólo tres días de distancia habré volado sobre la bahía de Guanabara y sobre el lago de Constanza.” Bajo el cielo tropical la silueta del sabio de Friedrichshafen me ha aparecido en toda su magnitud. El conde Zeppelin hizo el milagro: el doctor Eckener ha hecho del milagro algo estable y simple, ha sujetado el milagro a un horario fijo. El dirigible parece responderme con su runrún inmenso. Yo, a pesar de que es estrictamente verboten arrojar objetos por las ventanas, he tirado al mar el cigarrillo que mordisqueo hace una hora. Y he visto asomar a la distancia las primeras claridades del albaz
* El arte de viajar, Fondo de Cultura Económica.
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