DIARIO DE VIAJE. BUZIOS, BRASIL
Buzios fue para el escritor y periodista Juan Carlos Kreimer, a caballo de los ’70 y los ’80, un entretiempo entre Londres y su regreso definitivo a la Argentina. Mientras construía una casa en la playa de sus sueños y aprendía a “hacer nada” –en rigor, a hacer cada día un poco menos– descubrió qué le gustaba genuinamente: escribir.
› Por Juan Carlos Kreimer *
¿Cómo te vas a ir si recién llegás?
Así me recibe un amigo. Ex cónsul, ahora pesca o varea turistas. Es cierto: ¿cómo? Tres días de una escala entre Buenos Aires y Londres no alcanzan. Para descubrir y apreciar lo que hay a 150 km al este de Río, necesito tiempo –lo que me falta y aquí sobra.
Me basta retirar los ojos del paisaje y recorrerme, del pecho hacia abajo, para constatar que perdí justo eso: la noción del tiempo en relación conmigo. Sin compararme con el lustre pletórico de la “gente da terra”, ni con el bronceado cuatro-estaciones de los extranjeros ya instalados, mi color da lástima. Es un blanco rosadito, translúcido. ¿Dónde estuve todo este tiempo? Excusas: vengo de mucho trajín, de semanas y semanas ocupado en actividades exclusivamente redituables, de varios años en un país que vive bajo una nube y donde cualquier mención de la palabra “sun” (sol) evoca un periódico sensacionalista. Certezas: vengo de no sentirme, de olvidarme dentro de ropas a la moda, pantalones de cuero negro, buzos de colores irreales.
El primer impacto –después lo comprobaré en otros recién llegados– es letal. El azul del agua, la diversidad de playas, arenas, oleajes, fondos, el tipo de vida que todos llevan y el clima descontraído, de “feria” (vacación) permanente, hacen suponer que el paraíso existe. Desde ahí, cualquier tarea urbana parece triste. Para colmo, otro amigo, ex rockero, ahora muy humilde, cortísimo de vista y pintor de carteles como único recurso de sobrevivencia, aprovecha que tengo un coche alquilado y me lleva a recorrer. “Recorrer” es ir hasta la cima de un monte desde donde podemos girar la cabeza en círculo y ver siempre playas, casas y paisajes diferentes.
Después bajamos al pueblo –construido sobre un ex pantano– y caminamos por la costa rumbo a la punta de la península de Ossos. No. No caminamos, nos sentamos a presenciar un show que dura cerca de media hora, sin palabras: caída, puesta y desaparición del sol sobre la Praia dos Amores –amores por una tradición nudista inaugurada cuando BB todavía era Brigitte Bardot–.
–El espectáculo del sol se repite todos los días, gratis. Si esto te hace bostezar, “bah, otra puesta de sol”, no tenés nada que hacer acá. Es una prueba de fuego. La grandiosidad de este detalle insignificante de la naturaleza te obliga a preguntarte quién eres, qué hacés en este mundo, cómo te has olvidado de esto. Si te conmueve, al menos un poquito, ya captaste el espíritu de Buzios. Se te ha inoculado el virus.
He llegado un día cualquiera y ese día parece el día de los días. ¿Cómo puedo demostrarme que esto no es una alucinación?, me pregunto. Me faltan retinas y poros para dejarme permear. Mi sistema inmunológico tiene defensas, se resiste a semejante dosis de maravilla. “Me voy”, le digo al ex cónsul. “Quiero volver de otra manera.”
“QUEM NO MERECE ISTO?” (...) Durante los años siguientes, muchas veces me pregunté qué idea podía tener de la existencia al quedarme a vivir ahí y levantar una casa como para el resto de mis días. Ya había cumplido treinta y cinco años. Muy viejo para cantar rock and roll, muy joven para morir. Llevaba una década en el camino, todavía sin residencia ni valor para volver a mi país como hijo pródigo.
Algunas ideas tenía: calculaba haber llegado a la mitad de la vida, ser un privilegiado, estar entre el hemisferio norte y el sur. Nunca había soñado esa escenografía para mí, pero después de haberla conocido, ¿cómo renunciar a ella? “Quem no merece isto?”, rezaba un graffiti en portuñol.
Dos días bastan para recorrerla por dentro y por agua. A la semana todos conocen mi nombre y procedencia. A la semana, también, siento haber vivido siempre ahí. Sin embargo, como me repite el ex gerente de una fábrica textil que dejó todo para construir la mejor posada, “necesitás un período de adaptación. Uno sólo puede verlo en los que llegan después. Ya verás.”
Al principio me cuesta tomar el ritmo del lugar, trabajar unas horas muy temprano, cortar cerca del mediodía y retomar después de las cinco. No hay horarios. Puedo almorzar al atardecer, desayunar con cerveza, limpiar la vereda a la madrugada. “Vive como quieras, pero no dejes deudas pendientes”, me advierte otro ex (“expatriado”). En Buzios las puertas no tienen cerradura, y con un permiso, o ¿hay alguien?, cualquiera se siente con derecho de pasar. Salgo para ir a ver a alguien que vive en la otra punta y, si no estoy muy decidido, me quedo por el camino. Una invitación a navegar, a charlar de cualquier cosa, alguna muchacha. Cualquier cosa puede costar nada o cinco mil. El metro oscila entre 95 y 105 centímetros. Mañana puede ser quince días después.
Ese es el mayor encanto, la informalidad, los contrastes, que todo pueda ocurrir. Una vez que entro en la onda tranquila, todo fluye, sin que nadie sepa bien cuál es la urdimbre. La consigna parece ser una: aprovechar. Descanses o te emborraches, trabajes o medites, la playa es de rigor. A alguna tengo que ir. Las hay para cualquier gusto. Pero todos, invariablemente, terminamos yendo a la que nos queda más cerca y, como quien va de compras un sábado por la mañana, cada tanto hacemos una pasada por las demás.
Las visito una por una, las catalogo, aprendo sus significados y finalmente termino yendo a la que tengo a una cuadra. Me lleva dos años notar que en un extremo, donde después construyen un muelle, hay un caño enorme por el que escurren las cloacas del pueblo. El agua de mar bendice todo.
Nada se cotiza mejor que pasarla bien. Si bien la ciudad crece al ritmo insuflado por la plata dulce argentina, el metamensaje colectivo dice: ese tipo de negocios es para otros. A lo sumo, convertir la casa en posada o el estilo de vestir en comercio de ropa. Pero nunca hacer nada de manera que atrape, o deje sin tiempo para poder perderlo a gusto.
Sobrevivir no tiene precio. Una cena en Le Cheval Blanc, en La Chimere o en O Posto dos Navegantes cuesta lo mismo que gana un pescador por quince días de trabajo. Para los pescadores, la manera de no morir de hambre es comer “peixe con feijao”. Más económico aún: frutas y verduras. Frío: sólo unas noches al año, apenas para un suéter. Unica vestimenta: traje de baño, remeras. Ni en calzado gastamos: la misma ojota usada para entrecasa sirve para ir a la playa, caminar por las rocas, “salir”, asistir a misa o viajar a Cabo Frío. La cerveza cuesta igual que el agua mineral. Nadie es por lo que tiene sino por cuánto divierte. (...)
NADA QUE PERDER En esa época descubro a Luis, un ex pescador vecino, a quien todo el pueblo esquiva porque se rebela contra la “ocupación” de Buzios. Trata de convencer a los albañiles de que no dejen su vida de sol a sol en esas casas de ricos, donde ellos jamás volverán a entrar una vez que las terminen, a no ser para limpiarlas. Insiste en que los de afuera poco a poco los desplazarán. A los pescadores, que se creen libres, hijos del mar, les hace ver que dependen del dueño del camión térmico que lleva su pesca a la ciudad... y les fija el precio. Algunos señalan a Luis como un pobrecito, otros lo consideran el intelectual del pueblo. Una tarde Luis se planta en la vereda frente a mi casa en construcción y permanece una hora. Parece estudiarla en detalle. Cuando cruzo hasta donde está, supongo que va a elogiarla. En cambio, sermonea: “Sigues ocupado por la persona que eras antes de venir acá. Si quieres cambiar, tienes que aprender a no hacer nada”. Me le río: excepto la obra, yo creo que no hago nada, que me disperso en infinidad de acontecimientos que no me sirven ni me dan nada. “No me refiero a hacer algo útil o inútil sino a no hacer nada”, agrega. “¿Sabés cómo se aprende? Haciendo cada día un poco menos. Pasando cada día un poco más de tiempo sin hacer nada.”
El ritmo buziano se me vuelve rutina. Mis actividades están en el límite justo de lo imprescindible y lo deseable. Si no hago menos, si no largo algunas obligaciones, si no me dejo ir más allá, es porque temo volverme loco con tanto ocio, tanta despreocupación, tanto vacío, tanta permisividad, tanta tranquilidad, tan poca poca exigencia social. Como con mi tabla de windsurf, temo irme demasiado lejos y no poder volver. ¿Para qué llegar a un punto cero, Luis? “Para saber que ahí tampoco hay nada que perder.”z
* Ser como somos, Emecé, 1988.
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