DIARIO DE VIAJE. GéNOVA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX
Jules Janin, crítico y escritor francés que en su madurez ingresaría a la Academia, rondaba la treintena cuando viajó a Italia durante la primera mitad del siglo XIX, en los años del auge romántico. Fascinado por los paisajes y el arte de las ciudades peninsulares, incluso aquellas en decadencia, relató en su Viaje de un hombre feliz sus impresiones sobre Génova.
› Por Jules Janin *
¿Veis, en fin, relucir herida por los rayos del sol esa inmensa y argentina superficie con reflejos tan azules como los del cielo? ¿Distinguís ya esa aglomeración de palacios de mármol? Pues he allí Génova, he allí ante vuestros ojos una ciudad italiana: cuando os dije que habíamos llegado a Italia, no estábamos en ella todavía; Turín es solamente la antesala del jardín de Europa.
Es Génova, sin contradicción, la más hermosa de las ciudades que baña el mar italiano. Se apoya fieramente en los Montes Apeninos; se agita dulcemente a sus pies marmóreos el mar de Liguria, ese mar cruzado por toda la Antigüedad clásica en tantas naves distintas y por causas tan diferentes. Dos montañas, debidas a los esfuerzos del hombre, abrigan el puerto donde están ancladas embarcaciones de todas clases. En el instante mismo en el que nosotros tomábamos posesión de la ciudad, entraba a todo trapo un buque inglés saludado por el cañón genovés, que devolvía a la población saludo por saludo, cañonazo por cañonazo. En cuanto a la ciudad... no hay que verla desde donde estamos nosotros; nosotros la veremos mañana, si les parece bien, desde lo alto del puente de la fragata inglesa que descansa orgullosamente en esas aguas que parece dominar.
DOS CIUDADES EN UNA Quien no los haya visto no podría creer el admirable aspecto que presenta ese montón de palacios llamado ciudad de Génova. Durante dos días recorrí, en todos los sentidos, esa soberbia población cuyo corazón ya no late y cuya imaginación yace fría, pero animada y trabajadora a pesar de tener un corazón frío y una cabeza sin fuerza; ¡tamaña vida se encerraba sin duda en esas entrañas de mármol! Se encuentran allí, a decir verdad, dos ciudades en mi mismo recinto, la vida y la muerte una a otra pegada. Al pie de la población, a orillas del mar, en el puerto, se encuentran la actividad, el bullicio, la muchedumbre, la vida en una palabra, cual se entiende la vida de las naciones italianas, ruinas habitadas, entregadas a la ocupación, al comercio y a la inteligencia. Pero suban más alto, recorran esas calles cuyas anchas y sonoras losas retumban al sentirse heridas por sus pies, penetren en esos pórticos abiertos a todos los vientos, entren en esos suntuosos palacios, mansión del silencio, echen una mirada a la tapicería de esos desiertos salones, que flotan cual paños funerarios expuestos a la pestífera brisa de los cementerios, alcen la cabeza y miren esas bóvedas solemnes, cuyo eco repetía sólo amorosos versos; apóyense en esas altas ventanas que han favorecido con su nocturno resplandor tantas bellezas marchitas ya para siempre, en esas altas ventanas, testigos mudos de tantas serenatas perdidas en los aires; presten atención a todo ese silencio, recorran toda esa soledad, busquen minuciosamente los vestigios de esas grandezas perdidas ya por la mano del tiempo, y pregúntense si el profeta Jeremías no se quedó corto cuando lloró –¡con qué energía y qué piedad!– por aquellas ciudades de Oriente destinadas a morir.
GENOVA PARA LA ETERNIDAD Cuántos vaivenes ha tenido que sufrir ese pedazo de tierra, esa Génova que aquí ven, tan adornada y tan triste, avergonzada y al mismo tiempo cargada de tantas obras maestras. Los romanos la invadieron en su momento como invadieron a todo el mundo, llevando con la conquista la civilización y la obediencia; los emperadores de Oriente fueron sus señores; luego llegaron, como la tempestad, los bárbaros que todo lo quemaban; más tarde fue el turno de Carlomagno, ese bárbaro que todo lo reconstruía; luego los moros, bárbaros también, que todo lo pulían; sobre ese rincón de la tierra se han batido con encarnizada rabia güelfos y gibelinos; también los héroes de Florencia mandaron a Génova una muestra de sus guerras civiles; los pisanos y los venecianos se disputaron ese puerto abierto para sus fortunas recíprocas, y se lo disputaron los pisanos como caballeros y los venecianos cual mercaderes; fue luego Francia a socorrer a esta ciudad víctima destrozada por los partidos; siguió Doria luego, que hizo de ella una república. Tuvo, sin embargo, esta ciudad un día de gloria, día que lo fue también para el mundo entero: día en el cual un hombre sin nombre ni crédito, un simple genovés desconocido y despreciado, hijo de esta misma república que lo reivindicaría como su más glorioso descendiente, partió y volvió con un mundo más que sus vastas luces habían descubierto. Singular e inteligente rincón de la tierra donde se mezclan sin confundirse los hombres de Luis XII, de Cristóbal Colón y de Doria.
¿Será posible entonces recorrer una ciudad semejante sin emociones, sin piedad y sin respeto? Génova fue construida como el Capitolio, para la eternidad. En la época en que obedecía a sus dux, sin duda era preciso que la república alojara dignamente a esos monarcas de un día, y por ello hay en esta pequeña superficie tantos palacios dignos de reyes como dux hubo. Aquellos comerciantes amaban las bellas artes como gentilhombres, y las pagaban como reyes. Es así que los más grandes artistas del siglo XVI italiano, que es tal vez el gran honor del espíritu humano, acudieron a Génova, diciéndose los unos a los otros que había a orillas de este mar caro a los poetas un pueblo de atenienses enriquecidos que se construían una ciudad de oro y mármol.
Ante tal noticia los más grandes pintores, los mejores escultores, y sobre todo los principales arquitectos del mundo abandonaron sus obras ya comenzadas para venir a enriquecer a esta rival de Venecia, esta Venecia de la tierra firme, más libre que Venecia y no menos bella, gobernada por mercaderes ricos, por mercaderes surgidos del pueblo; la Venecia sin espías, sin delatores, sin verdugos, sin prisiones de Estado, sin cortesanas; la Venecia honesta, inocente, ocupada, liberal, cargada de sombras, rodeada de flores y de naranjos.
Y no sólo Italia ha ido a esa playa a prodigar sus adorables maravillas sino también Francia, Oriente, las Indias, España y hasta el Nuevo Mundo han contribuido para fundar, construir, adornar y amueblar esas mansiones reales. (...)
PIERRE PUGET EN GENOVA Después del Palacio Ducal, mansión de todo el colosal y perdido poder de los genoveses, fuerza es visitar la Casa de Beneficencia, casa mucho más llena de riquezas aún que el mismo Palacio Ducal. Ese establecimiento de tanto lujo es obra de tres arquitectos. Allí reposa entre los brazos de la Santísima Virgen un hermoso Cristo de mármol, admirable y nunca asaz bien ponderada escultura de Miguel Angel. Es el altar mayor de construcción enteramente de Pierre Puget, el Miguel Angel francés; la Santísima Virgen que como hemos dicho no hace mucho sostenía el Cristo, se halla sostenida a su vez por ángeles que se la llevan hacia el cielo. Cuánta belleza hay en esos ángeles, sostenidos en el aire a favor de sus ligeras alas. Cuánta belleza, santidad, calma y severidad hay en el conjunto de la Virgen. Cuánta gracia y rigor a la vez triste en todo ese grupo feliz, cuyo vuelo se dirige al cielo llevando a la Madre del Salvador, a ese ángel sin alas. Sin que quepa la menor duda, ha sido Pierre Puget el más grande artista que ya brotado de Francia. Sus obras pueblan, por decirlo así, la ciudad de Génova. Preciso es que los genoveses, con maravilloso instinto, instinto que faltó a Luis XIV, hayan sido los primeros en adivinar las grandes dotes de su vecino, del escultor de Marsella, pues poseen ellos en sus dominios más obras maestras de Puget que el Palacio de Versailles. (...)
Indudablemente esta admiración mía debe cansarlos, pero, ¿cómo remediarlo? ¿Cómo podría callar mi entusiasmo? Y si me dicen, con razón: “Espere, temple su entusiasmo, ¿qué hará cuando llegue a pisar San Pedro en Roma?”. Es cierto, no lo sé, pero mientras tanto no puedo menos que rendir mi homenaje. Y me arrodillo con veneración en la Iglesia de la Anunciación.
* Autor de Viaje de un hombre feliz. En “Italies. Antología de viajeros franceses en los siglos XVIII y XIX”, Robert Laffont.
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