turismo

Domingo, 24 de abril de 2011

SUIZA. HISTORIA Y JARDINES EN LAS BRISSAGO

Dos islas en una montaña

Las islas Brissago son dos puntitos verdes flotantes sobre la superficie del lago Maggiore. En Suiza, muy cerca de la vecina Italia, son conocidas por su historia original, la excentricidad de sus antiguos propietarios y su jardín botánico, uno de los más importantes de Europa.

 Por Graciela Cutuli

La baronesa Antoinette de Saint Léger fue una efímera mecenas de la Belle Epoque. Su nombre perdura hasta nuestros días gracias a las plantas más que a los artistas y escritores que protegió en esa suerte de “salón” que había logrado reunir en las islas Brissago. Además de cuidar las artes, cuidaba sus jardines en un paraíso a medida construido sobre estos dos islotes del lago Maggiore, en Suiza, pero a escasos kilómetros de Italia. Ambas parecen destinadas desde siempre a ser edenes de bolsillo, mundos propios de quien haya tenido solvencia suficiente como para regalárselos. Aunque no fue siempre así, porque durante la Edad Media los monjes que las habitaron las recibieron del obispo de Como con el mandato de meditar, trabajar y recibir ocasionales peregrinos. Eran monjes umiliati, humillados, una orden suprimida por Pío V en 1571. Ese mismo año el mini archipiélago quedó deshabitado una vez más. Los monjes, sin embargo, dejaron huellas de su paso con dos pequeñas capillas.

Los nombres de las Brissago vienen de aquellos tiempos. San Pancrazio es la más grande y Sant’Appollinare la más chica. Las islas en realidad no serían suizas hasta después de varios siglos, junto con el resto del cantón Ticino. E hizo falta aún más tiempo para que vieran desembarcar un día de 1885 a la baronesa Antoinette. La dama era una noble rusa casada con un banquero irlandés que poseía una de las mayores fortunas de su época. Comprarse unas islas en medio de los Alpes no era algo inabordable para la pareja. Tampoco lo fue la construcción de un palacio y un jardín botánico.

UNA BARONESA PARTICULAR En aquellos años la Riviera del lago Maggiore no era lo que es hoy. Ascona también distaba mucho de ser el balneario de lujo que se visita actualmente: era más bien un pueblo de pobres y austeros pescadores, que no siempre traían en sus barcos lo suficiente para alimentar a sus numerosas familias. En la época fueron muchos los hijos de Ascona y de los demás pueblos del Ticino que tuvieron que buscarse el pan muy lejos de casa, tan lejos como en este “eldorado” que se llamaba –y se llama– Argentina.

Entre las islas y la costa hay apenas unos kilómetros, menos de 20 minutos de navegación. Pero eran dos mundos tan lejanos que no se cruzaban nunca. El mini archipiélago, que había sido siempre un mundo aparte, lo era más aún en ese fin de siglo XIX. La corte de poetas, artistas e intelectuales (entre ellos figuró una vez James Joyce) que reunía Antoinette de Saint Léger podía disfrutar de los esbozos de jardines y las exóticas plantas que llegaban desde los rincones más remotos del planeta. Gracias al clima de las islas, cada planta encontraba condiciones idóneas para crecer y florecer. La baronesa y sus jardineros tenían recursos y manos hábiles, que enriquecieron la colección año tras año con especies de Sudáfrica, Chile, el norte argentino, Japón, Australia, América Central y muchos otros lugares lejanos y exóticos. Botánica y literatura: la combinación formaba lo esencial de este capítulo en la historia de las islas. Sin embargo, lo más excéntrico estaba por venir.

Con el cambio de los tiempos, llegaron como es frecuente los cambios de fortuna, y en 1927 la baronesa tuvo que vender las islas a un industrial y comerciante de Hamburgo, Max Emden. Uno de esos nuevos ricos alemanes que habían hecho fortuna de manera fulgurante gracias a la química y las nuevas tecnologías de entonces. El nuevo dueño desembarcó a su vez en San Pancrazio. El jardín ya era reconocido como una de las mayores colecciones de plantas y árboles del mundo; había sido objeto de publicaciones en toda Europa y Emden no iba a destruirlo. Más bien al contrario: lo cuidó, lo abonó y lo hizo prosperar para servir de decorado a su propio paraíso personal. Lo embelleció con un nuevo palacio construido sobre el anterior, importó más especies de plantas y terminó las obras con un baño romano. En realidad una piscina a orillas del lago, que hoy sigue existiendo con un jardín de plantas aromáticas y medicinales.

El desembarcadero del miniarchipiélago del lago Maggiore.

Y UN MILLONARIO EXCENTRICO Los baños no tuvieron siempre la misma virtud. Emden los había construido para constituir uno de los pilares del estilo de vida que llevaba en un mundo tallado a pedir de boca. El también vivía rodeado de una corte, pero de doncellas en lugar de poetas, de amantes en lugar de artistas.

¿Hace falta aclarar que así aumentó la distancia entre las islas y la costa? Ya no eran dos mundos paralelos, sino dos universos. Pero las críticas recibidas desde el continente no eran suficientes para desanimar a Emden, que no desdeñaba fotografiar a sus jóvenes y atléticas amigas al borde de sus baños romanos, en el más simple de los trajes de baño. La leyenda dice que tiraba una pieza de oro al agua y quien la traía de vuelta intimaba con él. Se decían tantas cosas desde Ascona y la costa sobre el modo de vida de Emden en sus islas... Era un naturista avant-la-lettre, un hombre que se lo podía permitir todo gracias a su fortuna y que había hecho suyo hasta el extremo el lema de mens sana in corpore sano... Este particular modo de vida fue plasmado en fotos, y algunas de ellas están expuestas en su mansión, que hoy se visita y fue transformada en hotel.

Emden vivió en las islas hasta su muerte en 1940. En su testamento, las legaba a su hijo residente en Chile. Europa estaba devastada por la guerra. Sin embargo, a pocos kilómetros de la Italia de Mussolini, reparadas por la frontera suiza que garantizaba paz y neutralidad, las islas de Brissago formaron un paréntesis en el tiempo. Una vez más en su larga historia quedaron deshabitadas, pero durante todos esos años las plantas siguieron creciendo y prosperando hasta formar una frondosa micro selva disparatada. Una especie de cambalache vegetal, donde la sequoia gigante de California crece al lado de plátanos de Africa.

En 1949 por fin pasaron a manos del cantón de Ticino y el municipio de Ascona. El objetivo de los poderes públicos era preservar y cuidar este jardín botánico único en Suiza y con muy pocos pares en el resto del mundo: así que a partir de este nuevo capítulo las Brissago fueron finalmente accesibles al público.

VISITA A LAS ISLAS San Pancrazio fue abierta a las visitas y Sant’Appollinare protegida como una reserva natural de acceso restringido para estudios botánicos. Las visitas empiezan en el muelle de Ascona, donde se embarca con una precisión muy suiza. Como buena parte del año el cielo está soleado, el pequeño crucero es una verdadera fiesta: por donde se mire, el lago luce y reluce con sus mejores facciones. Pueblos y campanarios (campaniles como se dice en el Ticino) sobre las laderas montañosas, cumbres que tienen dobles reflejados en el espejo de las aguas. Postales de Suiza, pero con ese toque de dolce vita que las hace más hermosas. Mientras tanto, en el parque espera un paseo para conocer 1700 especies diferentes de plantas y árboles, concentradas en apenas dos hectáreas y media. El paraíso de Antoinette y Max no era grande. ¡Pero qué paraíso! Cada mirada se lleva una perspectiva distinta, un mundo vegetal diferente. Las plantas se agrupan por regiones de origen y se pasa del sudeste asiático a América del Norte, del sur de Africa a América latina. El eucalipto de Australia es el árbol más antiguo, con 120 años y plantado por la baronesa en persona. En su época era una esencia exótica, pero luego se aclimató a muchas latitudes y no es tan fotografiado hoy día por los visitantes como el árbol de Franklin, una especie de América del Norte que desapareció de su hábitat en el siglo XVIII y existe sólo en contados jardines botánicos, como el de las Brissago.

La historia del archipiélago, finalmente, sigue con un par de líneas más. Las escriben quienes se quedan para cenar y trasnochar en la mansión de Max Emden, tal vez para sentir también por un par de horas que este paraíso también puede ser de ellos

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El palacio de San Pancrazio y el desembarcadero.
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