Dom 04.05.2003
turismo

MEXICO EN EL SITIO DE TEOTIHUACáN

La morada de los dioses

Las pirámides del sitio de Teotihuacán, cerca de Ciudad de México, son el espléndido testimonio de una cultura que dominó saberes increíbles para su tiempo. Un sitio que tiene sus misterios, y un profundo significado religioso.

Por Graciela Cutuli

En México existe un lugar donde los hombres se convirtieron en dioses: Teotihuacán, palabra que en la lengua náhuatl significa “lugar de los dioses”. Es un sitio donde la montaña enmarca pirámides simétricas y avenidas imponentes, un espacio donde un silencio mineral agranda aún más las construcciones de piedra de una civilización desaparecida hace más de 1500 años, pero creadora de algunos de los vestigios más increíbles del Hemisferio Occidental.
Tal como se traduce a partir de su nombre, en Teotihuacán los hombres adquirieron la dimensión de dioses por la magnitud de sus obras, al menos en la mente de quienes las descubrieron luego de su desaparición: los aztecas, que se establecieron en el vecino sitio de Tenochtitlán, la ciudad flotante sobre islas artificiales en medio de un lago que los españoles transformaron un día en la Ciudad de México.

La Roma de las Americas En el siglo IV de nuestra era, Teotihuacán era la sexta ciudad más importante del planeta y se estima que tenía unos 125.000 habitantes (los arqueólogos calculan que con una evolución normal esta cifra equivaldría a unos 33 millones de personas para este siglo). En aquellos tiempos abarcaba unos 20 kilómetros cuadrados, una superficie que la hacía más grande aun que Roma, la ciudad que todos concordaban en calificar como la más prodigiosa de un mundo que no conocía todavía las Américas.
Teotihuacán era un centro urbano próspero, un centro cultural pero sobre todo espiritual. La profusión de templos y pirámides que se construyeron en ella hicieron pensar a los hombres que allí habían habitado antiguos dioses. Su arquitectura también marcó profundamente a las civilizaciones posteriores de América Central, que adoptaron muchos de sus elementos arquitectónicos para armar sus propias ciudades y pirámides.
Cuando se camina hoy sobre la Calzada de los Muertos, que divide lo que queda de la ciudad en dos partes simétricas, se siente todavía esta atmósfera especial, austera y liviana a la vez, una mezcla de rigidez y de belleza. Hoy en verdad se puede ver y conocer apenas una porción de Teotihuacán: la céntrica, con su avenida y su doble fila de construcciones puntuadas de pirámides. La Calzada de los Muertos era ya, como en la actualidad, el principal eje de la ciudad, pero tenía más de tres kilómetros de largo. Hoy va de la Ciudadela hasta la Pirámide de la Luna. Por ella transitaban las mercancías y los hombres que comerciaban en todo el valle de México, y mucho más allá, en todo el centro del México actual. Sin embargo, la historia de Teotihuacán empieza como todos los demás asentamientos humanos, cuando en torno del siglo VI antes de Cristo una etnia local comienza a tallar herramientas de piedra en la zona y se dedica a la agricultura, en este valle lluvioso y provisto de muchos pozos de agua dulce.
Ya a partir del siglo II antes de Cristo, según pudieron demostrar los arqueólogos, el asentamiento había desarrollado una agricultura planificada y comercializaba los excedentes de objetos de piedra pedernal de sus canteras. Poco a poco, con el bienestar económico, el pueblo empezó a convertirse en ciudad, impulsado por motivos religiosos. Teotihuacán se transformaba así en un centro espiritual y político que logró hegemonía sobre toda su región. Su apogeo se sitúa hacia el siglo VI de nuestra era, y ya en el siglo IX había desaparecido toda forma de presencia humana relevante en la ciudad.

248 escalones hasta el cielo Los aztecas llegaron al valle de México en el siglo XIV, y levantaron su capital unos 50 kilómetros hacia el sur. Teotihuacán ya era desde hacía siglos una ciudad desierta, una morada divina abandonada, como una especie de Olimpo fantasma.
La Calzada de los Muertos es un eje norte-sur, bordeado de edificios, palacios, plazas y edificios religiosos. Se ingresa por la parte sur, a la altura de la Ciudadela, previo pago de una entrada (más adicionales para las cámaras y videocámaras que uno lleve consigo) en una oficina que sirve también de museo y centro explicativo. Lo más interesante es una maqueta que da una idea de lo que se va a ver y los puntos más importantes, si no se tiene mucho tiempo para recorrer el sitio con detenimiento. Hay también muchos puestos de artesanos y de vendedores de recuerdos. Los objetos de plata son los más interesantes, y de precio accesible incluso para nuestros pesos devaluados.
La Ciudadela se conoce también como Templo de Quetzalcóatl. Su fachada está adornada con sofisticados bajorrelieves y esculturas que representan al dios serpiente cuya cabeza emerge de un collar de plumas, uno de los grandes símbolos de esta civilización americana. Esta parte del sitio está enfrentada a la Pirámide de la Luna, pero entre ella y la Ciudadela se levanta la Pirámide del Sol, la construcción más fotogénica –para calificarla de un modo acorde con sus funciones actuales– de Teotihuacán. Se estima que fue construida durante el primer siglo de nuestra era. Aunque sus medidas sean impresionantes, hace falta mucha imaginación para tener una idea de lo que era cuando estaba cubierta de estuco y pintada en colores vivos. Se pueden trepar sus 248 escalones (aunque vale recordar que son muy empinados, y es frecuente que algunos visitantes se desmayen bajo el doble efecto del esfuerzo y la altura). La cumbre de la Pirámide culmina a unos 64 metros sobre la calzada, y ofrece una vista imperdible sobre toda la ciudad. No en vano es la tercera pirámide más grande del planeta... El templo que la coronaba se derrumbó hace mucho tiempo, de modo que hoy Teotihuacán sólo sacrifica ofrendas a los dioses del turismo. En torno de las pirámides y sobre la calzada, vendedores de todo tipo persiguen a los turistas para ofrecerles de todo un poco: bisutería de plata, rollos de fotos, ocarinas y souvenires de obsidiana. Mercaderes modernos que pisan sobre las huellas de sus antecesores, varios siglos después de ellos. Cuando las horas del día avanzan y el sitio se llena de gente, su presencia se vuelve a veces irritante, con sus gritos puntuando sin cesar el zumbido de las conversaciones.
Por eso las mejores horas para visitar Teotihuacán son las de la primera mañana, con el sol apenas levantado. A esa hora hay poca gente, y faltos de oyentes los vendedores aún no se animan a alabar a los gritos sus mercancías. De vez en cuando un silbido de ocarina evoca incluso un toque solemne, y parece un sonido del pasado que acaba de llegar rebotando contra las paredes de una de las pirámides...

Del cenit al declive
La Pirámide de la Luna está al norte del sitio. Es más pequeña que la del Sol, pero por estar construida sobre una lomada sus vértices se encuentran a la misma altura. Si uno no se anima a la trabajosa ascensión de la Pirámide del Sol, puede animarse por lo menos a la de la Luna, que cuenta con muchos menos escalones. La vista ofrece una perspectiva diferente, y permite divisar la demarcación que hace la Calzada en medio de toda la ciudad. Alrededor de la Plaza de la Luna, a los pies de la pirámide, hay varios templetes, como el Templo de los Caracoles Emplumados y el Templo de los Animales Mitológicos. Hay también varios palacios, como el de Quetzalpapalotl (mariposa Quetzal) y el de los Jaguares. En las habitaciones interiores de estos edificios hay pinturas murales bien conservadas así como bajorrelieves que representan símbolos rituales y animales mitológicos. Otro palacio de gran interés es el de Tepantitla, detrás de la Pirámide del Sol, que contiene los restos del mural del Paraíso de Tláloc, reproducido en el famoso Museo de Antropología de México DF.
Luego de visitarlo, las miradas se vuelcan otra vez hacia las perspectivas y las pirámides. Se ven más imponentes aun cuando se sabe que su construcción fue regida por sofisticados y muy avanzados cálculos astronómicos. Sus gradas tienen una inclinación de 17º en dirección del polo terrestre, lo que permite hacer coincidir el cenit del sol con el centro de estas pirámides los días 20 de mayo y 18 de junio. Hoy, lamentablemente, se han perdido muchas de sus esculturas y todas sus pinturas. Es muy difícil imaginárselas en los tiempos de su máximo esplendor, imponentes escaleras coloridas hacia el cielo, hacia esos dioses que bien pudieron haberlas habitado.
Al lado de lo monumental, en Teotihuacán convivían también otros tipos de arte: vajilla, objetos rituales de diversos materiales, esculturas y artesanías. Para poder embellecer la ciudad y fortalecer su imagen de poder, se atraía a los mejores artesanos de toda América Central, y hasta de la lejana Yucatán. Teotihuacán era así una ciudad cosmopolita, con barrios enteros reservados a los artesanos mayas o zapotecas. Algunos especialistas piensan que se puede encontrar justamente allí una de las explicaciones de su declive, por el quiebre de su hegemonía ante las influencias de grupos extraños cada vez más numerosos. Sin embargo, parecen más probables otras explicaciones: sobre todo, que la ciudad hubiese crecido demasiado sobre los terrenos de cultivo, hasta tal punto que necesitaba importar parte de sus reservas de comida, y estaba por lo tanto la merced de otros grupos de agricultores.
Aunque el auge espiritual de Teotihuacán abrazaba todo el actual México, la ciudad empezó a entrar en crisis y en el siglo X otras ciudades del centro de México ya empezaban a fortalecerse: Tajín, Cholula y Xochicalco. Los nuevos grupos aportaban sus propias divinidades, que se complementaban con las de Teotihuacán, agrandando su pan-teón. Tláloc, el dios del agua y de las lluvias, llegó de esta forma a la ciudad, y se puede ver su cara de ojos desorbitados reproducida en la fachada de la Ciudadela. Algunos códices mexicas tratan también de explicar el abandono de la ciudad por un cataclismo, al que llaman el Quinto Sol, una especie de regeneración periódica del universo.
Cuando la ciudad de Tenochtitlán pasó a su vez a ser una de las mayores del planeta, algunos siglos después, el viento era ya desde hacía mucho tiempo el único pasante sobre la Calzada de los Muertos. La ciudad que habían habitado los dioses se había dormido. Tal vez había elegido no ver los episodios tristes e irremediables que estaban por escribirse, con la llegada de hombres barbudos provenientes del Este...

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