Domingo, 8 de mayo de 2011 | Hoy
LA RIOJA. PRODUCTOS Y CURIOSIDADES DE LA COSTA
La Costa riojana, como se conoce a la región que atraviesa la sierra de Velasco, es tierra pródiga en vinos, aceite de oliva y nueces. Pero un poco más allá esconde entre sus pliegues el extraordinario Pucará de Hualco, huella de una antigua ciudad diaguita, y culmina en el misterioso y sugestivo castillo de Dionisio.
Por Graciela Cutuli
Tal vez por nostalgia de lo imposible, esta ruta que atraviesa un cordón montañoso en el este de la provincia de La Rioja, signada por una crónica escasez de agua, dio en llamarse “la Costa”. Y costa es, pero no del mar sino de una sierra que lleva el nombre de Velasco, homenaje al fundador de la capital riojana. A falta de olas, aquí el paisaje tiene la forma ondulante de los cerros y los mojones naturales de los cardones, silenciosos centinelas de un paisaje milenario. Y a pesar de la aridez, la combinación del suelo y la altura devuelven con fecundidad nobles productos de la tierra: pueblo a pueblo, brotan aquí los olivares, los nogales y las vides que se traducen en aceites, nueces y vinos. Pero la ruta de la Costa, que también sabe de religiosidad popular, aventuras atadas al viento y manos hábiles con la lana, se puede prolongar para llegar hasta dos hitos imperdibles de esta parte de La Rioja: las ruinas de Hualco y el curioso castillo de Dionisio.
RUMBO A LA COSTA El recorrido de la Costa es una típica ruta de paso, explica Pedro Fernández, que será el guía de principio a fin de nuestro recorrido. Abarca unos 75 kilómetros, pero si se quiere conocerlo bien –advierte Pedro– hay que dedicarle al itinerario por lo menos un par de días, tiempo suficiente para adentrarse en estos pueblos que a primera vista parecen desiertos, pero en una segunda mirada revelan la riqueza de sus producciones. Es una buena forma de enriquecer cualquier viaje al Noroeste, ya que la posición de La Rioja la pone en el camino de quienes viajan a descubrir muchos atractivos de la región, desde el sanjuanino Valle de la Luna hasta Tucumán o la Puna catamarqueña.
Dejando atrás la capital, tomamos el camino de La Quebrada, la RN 75, que nos llevará hasta Aimogasta, la localidad que muchos aconsejan para hacer noche (de hecho no es recomendable la conducción nocturna en estas rutas de montaña donde es común cruzar animales sueltos). Así seguimos las huellas de uno de los caminos alternativos abiertos por los incas rumbo a la nación diaguita, una ruta de curvas, verdes laderas y cardones donde no faltan supuestos sortilegios aborígenes, como el que hace retroceder el auto en plena bajada, justo en la entrada al dique Los Sauces. En realidad es una ilusión óptica: la bajada no es tal, sino una subida, pero prepara el camino a una ruta con muchos otras sorpresas. Frente al espejo de agua, donde los riojanos se reúnen para practicar tirolesa y rappel, y desde donde se divisa la falla geológica conocida como la “pollera de la gitana”, el altímetro de Pedro marca 1400 metros. Poco más adelante, al ingresar en el departamento de Sanagasta, la Virgen India –una virgen “alternativa” no reconocida por la Iglesia Católica, pero fuente de auténtica devoción popular– parece vigilar las curvas de la ruta y la creación del futuro Parque Geológico Sanagasta, una zona de extraordinaria riqueza paleontológica donde fueron hallados huevos de dinosaurios. “El Talampayita”, define Pedro a este paisaje rojizo que luego se interna en el valle de Huaco y la Pampa de la Viuda por un tramo de 17 kilómetros de ruta que algún día unirá la capital con Chilecito, pero que por ahora está interrumpida y sirve sobre todo como extraordinario sitio de avistaje de cóndores, a unos 2200 metros de altura.
PUEBLOS QUE PRODUCEN La Costa riojana es una región de pequeñas fincas productoras, en manos de familias, que sea por tradición o por ansias de emprendimientos nuevos comenzaron a aprovechar las posibilidades combinadas del suelo y la altura de la zona. La primera parada, en Agua Blanca, permite conocer dos de estas iniciativas, empezando por la bodega de vinos caseros Casa India. Allí nos recibe Silvio Salvadores para mostrar las instalaciones, rodeadas de algunos viñedos, donde se elaboran vinos malbec, cabernet y por supuesto el famoso torrontés riojano. Está a la vista el lagar histórico con sus rodillos y su despalillador, para romper el grano de la uva, separarlo del resto del racimo y desechar la parte no utilizable; unos metros más allá se visitan los tanques de fermentación.
“I am a wine maker”, dice Silvio, con acento riojano y entre risas, mientras comenta los últimos adelantos de Casa India y el objetivo de pasar a ser una bodega ya no casera (hasta 4000 litros anuales) sino artesanal (hasta 12.000). Aunque hay otros establecimientos, Casa India es el único que abre sus puertas a los turistas, para aprender de primera mano que La Rioja es –junto con Santiago del Estero– la provincia vitivinícola más antigua del país y que el mercado local es el principal receptor de los productos de la bodega, ya que el riojano es buen consumidor de sus propios vinos.
Saliendo de Casa India, basta caminar unos metros para llegar a Finca El Huayco, el único tambo caprino de la provincia, donde se elabora dulce de leche a base de leche de cabra, quesillo del Noroeste, licor de dulce de leche y muchos otros productos regionales, como membrillos e higos en almíbar, nueces confitadas y aceite de oliva. Lo curioso es que Michel Belin, el gran motor de El Huayco, es oriundo de Pau, en el sudoeste de Francia. Michel tenía, sin embargo, el sueño de recuperar aquellos días de infancia en que veía a su abuela haciendo dulces, y terminó afincándose en La Rioja, donde tenía conexiones gracias a los familiares de su esposa Irene. Ese sueño hoy es una realidad que se puede visitar y disfrutar al pasear por las impecables instalaciones del tambo, donde Michel juega con los cabritos como si fueran mascotas. ¿Y qué tal la experiencia? “Linda, renegando pero linda”, se ríe este francés con aire de bon vivant que agradece “haber encontrado este pueblo, haber sido bien recibido y bien integrado con ganas de trabajar”.
DOÑA FRESCURA Pueblo a pueblo, la Costa riojana sigue mostrando secretos bien guardados tras las fachadas austeras y silenciosas de sus pueblos solitarios. Como la casa de Doña Frescura, una de las últimas tejedoras de la provincia, que en el silencioso vaivén de su aguja contra el telar hace brotar la magia de diseños inspirados en el paisaje, en la vida diaria, en los hechos conmovedores de nuestra historia. Se llama Ramona, pero todos la conocen por ese apellido que bien podría ser su nombre de pila, porque con frescura se sienta frente a su trabajo y abre con ternura las puertas de su casa. “Es la Mercedes Sosa riojana”, resume Pedro, y le deja la palabra para que ella misma explique: “Nací sabiendo tejer”. “Todo es paisaje aquí”, agrega, y cuenta con orgullo discreto que tiene pocas piezas para mostrar porque todas se venden con rapidez a los visitantes, seguramente tocados por la humanidad de la tejedora y la armonía de su trabajo. Cada pieza fue tratada con cuidado: la lana catamarqueña, el teñido con plantas tintóreas, la elección de motivos que van desde el paisaje al arte rupestre, todas tradiciones que hoy siguen también en las manos de su hija y de su nieta. Y como siempre hay tiempo, la visita a su casa sigue un rato en el patio, sombreado por la parra, donde se viene a tomar mate en verano y de donde nos vamos con unas aromáticas plantitas de albahaca que habrán de perfumarlo todo hasta nuestro regreso.
LAS RUINAS DE HUALCO Después de hacer noche en Anillaco, la mañana del día siguiente comienza con una visita al Señor de la Peña, la gigantesca roca desprendida de los cerros donde puede adivinarse un perfil de Cristo, y el liso Barreal que lugareños y turistas aprovechan para hacer carrovelismo los fines de semana. Falta aún una parada en Aimogasta, la capital de la aceituna famosa por el olivo cuatricentenario milagrosamente salvado de la tala masiva del siglo XVII, y un breve alto en la iglesita de San Blas de los Sauces, donde hay que tomar el desvío para llegar a uno de los tesoros ocultos de la ruta: las ruinas de Hualco.
Unos pocos kilómetros separan San Blas de Hualco, y hay que recorrerlos por la RN 40, en un tramo insólitamente verde en contraste con el paisaje que tuvimos hasta ahora. A un lado y otro se ven algunas casas, un patio familiar donde se elaboran ladrillos de adobe y algunos cultivos que aprovechan las aguas del río Los Sauces. Finalmente, la ruta desemboca en el Centro de Interpretación que da comienzo al recorrido por el Pucará de Hualco, frente a una pequeña vertiente natural cuyo caudal va cambiando según las épocas. El silencio es total: sólo se oye el crujir del suelo pedregoso y un rumor lejano de viento a medida que avanzamos por lo que probablemente haya sido un antiguo centro ceremonial, tal vez relacionado con el mito del “mikilo”, ese duende riojano de carácter travieso que hoy día algunos arqueólogos consideran no como un diablillo –la creencia tradicional– sino en realidad como una figura positiva asociada al agua.
La antigua ciudad de Hualco floreció alrededor del año 1000 de nuestra era, con una cultura propia que ya no es exactamente ni aguada ni sanagasta y que se consideró como una “ciudad perdida” durante siglos. La extensión es enorme: se puede tardar días para atravesar a pie las antiguas pircas que se suceden a lo largo de kilómetros, dispuestas según las alturas en sectores de distinta condición social. Pero basta subir unos metros para llegar hasta un impresionante mirador coronado de cardones y sobrevolado por los jotes, desde donde se divisan al fondo la línea recta de la ruta y la silueta imponente del Nevado de Famatina. Después, es a gusto de cada uno cuánto tiempo quedarse y cuánto subir: el día parece eterno en estos sitios despojados de prisas y de gente, totalmente carentes de cualquier veta turística que pueda distraer de la contemplación de la montaña, la piedra y el cielo. Sí vale la pena, antes de dejar Hualco, visitar el pequeño centro de interpretación que muestra algunas piezas cerámicas y otros objetos hallados en el sitio, poniéndolos en contexto con las culturas indígenas del Noroeste.
EL CASTILLO DE DIONISIO Hay nombres que se dirían predestinados: porque si las ruinas de Hualco –con su contraste de rectas pircas y ondulantes cimas nevadas, virtualmente unidas para el ojo por la línea de la ruta– tienen una dimensión apolínea, el castillo de Santa Veracruz –último punto de este viaje, y luz de los ojos de nuestro guía Pedro– tiene sin duda algo de dionisíaco. Y no solo en el nombre, ya que se lo conoce como el castillo de Dionisio por el nombre de su curioso creador, don Dionisio Aizcorbe. Lo dionisíaco está, sobre todo, en la rareza y exceso de sus curvas y colores: una curiosidad que probablemente sea una de las últimas que se esperaría encontrar en este pueblito que prácticamente no figura en los mapas, pero imperdible para cerrar el itinerario de la Costa.
Para llegar hay que saber: circulando por la RN 75 desde La Rioja, el último pueblo antes de Aimogasta es San Pedro, al que hay que atravesar para luego tomar un desvío de ocho kilómetros hacia Veracruz. Este fue el “lugar en el mundo” de Dionisio, un santafesino bohemio y seguramente algo excéntrico que hace décadas dejó su provincia natal para instalarse aquí y construir su casa con sus propias manos, inspirándose en las creencias cósmicas, las leyendas de las culturas antiguas y los mandalas orientales. El resultado es sin duda extraordinario: un auténtico mini castillo –nada que ver con los medievales– que lo pone en la línea de los artistas espontáneos que fascinaron a los surrealistas, como los creadores de la Maison Picassiette y el Palacio del Cartero en Francia. Todo un pensamiento se traduce en las figuras de cemento y piedra coloreadas, donde los chakras conviven con el Ave Fénix y los rosacruces con San Jorge y el Dragón, después de haber entrado por un portal que homenajea a Vincent van Gogh.
A la muerte de Dionisio, a quienes muchos recuerdan en el pueblo como un raro personaje gruñón pero que ya tiene cierto halo de leyenda, el castillo estuvo abandonado unos años. Hasta que precisamente Pedro se hizo cargo del lugar y lo restauró dejándolo intacto: como continuando la tradición, hoy es su propia vivienda, con un pequeño museo de homenaje al constructor en la primera sala de esta casa tan curiosa como acogedora. Quien pasa, llama: y así se hace la visita, con Pedro esta vez como guía de su propio lugar en el mundo, explicando a veces lo inexplicable e invitando, sobre todo, a adentrarse en otros mundos, otras sabidurías. Muchos llegan por referencias, por boca a boca, por oídas de una rareza perdida en La Rioja, como un grupo de chicas que llega justo la tarde que estamos de visita y que pasan, de las risas iniciales y las comparaciones con Harry Potter, a un verdadero asombro por este lugar raro pero atrapante cargado de magia propia. Es un buen cierre para un circuito que en apenas un par de días permite revelar desde La Rioja más ancestral hasta los mejores productos de su tierra, pero que deja un resquicio para la imaginación, la historia y la fantasía oculta entre la inmensidad de los cerros
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