PEKIN. UN ALTAR IMPERIAL
Construido en 1420 por la dinastía Ming, fue el más sagrado de los templos imperiales de toda China. Allí el emperador presidía el ritual más importante de un reino: pedir a los dioses por buenas cosechas. La sencillez contundente de su forma y la originalidad en el diseño lo ubican en la cumbre de la arquitectura religiosa del Lejano Oriente.
› Por Julián Varsavsky
El día 15 del primer mes correspondiente al calendario lunar chino, el emperador de la dinastía Ming salía en procesión solemne desde su residencia en la Ciudad Prohibida, transportado en un palanquín y acompañado por su corte de ministros, guerreros y eunucos, rumbo al sur de la ciudad para llegar al Templo del Cielo. Iban, concretamente, a llevar a cabo las rogativas que garantizarían el éxito de las cosechas. Pero detrás de este acto meramente simbólico –considerado el más importante de todo el imperio– puede verse el fundamento filosófico que sostenía el complejo sistema de gobierno imperial y su nexo con la religión.
BUENAS COSECHAS En la antigua China, el emperador era la única persona autorizada para pedirles a los dioses por las buenas cosechas. Los ciudadanos comunes, en cambio, sólo tenían permitido adorar a sus ancestros y a los dioses menores de los ríos y las montañas. De modo que la ceremonia anual en el Templo del Cielo era un acto vital para el Estado. Y como sólo el “hijo del cielo” era el que lo oficiaba, una temporada de malas cosechas podía ser interpretada como un signo de abandono divino que deslegitimaba la autoridad imperial, capaz incluso de ocasionar el derrumbe de una dinastía.
A tal punto se valora en China la importancia de los alimentos que, en su visión milenarista de la cultura, el Estado actual incluyó en el pabellón nacional de la Expo Shanghai –el único que aún permanece abierto– una sección dedicada a celebrar el arroz, considerado en alguna medida el pilar del país que aspira a ser pronto la primera potencia de la Tierra. De acuerdo con la línea de pensamiento confuciano que impulsó la dinastía Ming (1368-1644), las rogativas por una buena cosecha que realizaba el emperador las debía combinar con el tradicional culto a los ancestros. En concordancia con el patrón de organización social ideado por Confucio, así como el emperador debía respetar a sus antepasados también un niño profesaría respeto por su hermano mayor, una esposa por su marido, un hijo por el padre y los integrantes de un imperio por su emperador. En el éxito de esta filosofía se basaba la ansiada perpetuidad de una dinastía. Y cualquier equivocación a la hora de llevar a cabo el riguroso ritual podía desequilibrar ese orden natural, provocando una sequía de la cual sería responsable el emperador.
UN COMPLEJO AMURALLADO Los veintidós emperadores de las dinastías Ming y Qing –desde 1368 hasta 1911– repitieron escrupulosamente los rituales establecidos para este templo taoísta. En realidad, el edificio sagrado es un complejo amurallado con jardines y construcciones que cubre un área de casi tres kilómetros cuadrados, donde cabe tres veces la Ciudad Prohibida.
La estructura general de este complejo –llamado Tiantan– está basada en la antigua creencia china de que el cielo era redondo y la Tierra era cuadrada. Por eso, dentro de las murallas del gran recinto hay dos partes bien delimitadas: el lado sur -–de forma cuadrada– simboliza la Tierra y el lado norte –de estructura circular– representa al cielo.
El Templo de las Rogativas para las Buenas Cosechas era el emblema y el ámbito más sagrado de toda la China imperial, acaso más importante que la misma Ciudad Prohibida. Su estructura circular de madera mide 30 metros de diámetro por 38 de alto y está dividida en tres partes por tres techos circulares con tejas vidriadas de color azul (como el cielo). La base del templo son tres terrazas circulares y concéntricas de mármol blanco, rodeadas por una balaustrada con bajorrelieves de dragones, nubes y el ave Fénix (este motivo se repite en el piso interior del templo y en el techo). Según las viejas supersticiones, la aparición de los dragones y el ave Fénix en comunión era augurio de buena suerte.
La estructura del templo es considerada una obra maestra de la arquitectura en madera, que fue reducida a cenizas por un rayo en 1889 y de inmediato vuelta a levantar. Su construcción fue un perfecto juego de encajes en el cual no se utilizó pegamento alguno ni ladrillos o clavos, y está sostenida por veintiocho pilares.
Cada detalle de la decoración o elemento de la arquitectura de un templo chino encierra un simbolismo, así que el número de veintiocho pilares dispuestos de manera circular y concéntrica no es para nada casual. Los cuatro pilares interiores de ese círculo son los más gruesos y representan las cuatro estaciones. Los doce siguientes que lo rodean son los meses del año lunar. Y los siguientes doce que forman un círculo más grande son los doce “shinchen” que en la antigua China eran una medida de tiempo que duraba dos horas actuales (un día duraba doce shinchens).
Todo esto tenía una relación directa con la vida cotidiana de los campesinos, ya que este calendario les indicaba los cambios del clima y los tiempos para el sembrado y la cosecha.
Simbolismo impar Dentro del complejo religioso del Templo del Cielo hay un lugar clave llamado el Altar de la Terraza Circular, un recinto al aire libre con tres terrazas concéntricas de mármol blanco donde el emperador ofrecía sacrificios de animales al cielo. En el centro de ese gran círculo de mármol está la Piedra del Centro del Cielo –también circular– donde el emperador se paraba con la vista hacia el cielo a rezar en voz alta, produciendo un eco que en aquellos tiempos sólo podría haberse explicado como un hecho mágico. Hoy en día es inevitable ceder a la tentación de pararse en el mismo lugar que el emperador y experimentar ese eco de todos modos inquietante, en un lugar abierto y sin paredes que encierren el sonido.
Si se observa con atención, se verá que la presencia del número tres y sus múltiplos en los componentes de la decoración y la arquitectura es una constante. Y es así por razones ligadas a la compleja numerología de la China antigua, que consideraba al número nueve como predominante por sobre los demás. De hecho, el cielo estaba compuesto por nueve capas sucesivas. Y según estos milenarios postulados, los impares eran números “yang” (o sea solares, opuestos a la Luna) y al ser el nueve el elegido como el principal –simboliza el infinito–, se trataba de que en las construcciones imperiales predominaran sus múltiplos y submúltiplos, como es el caso del tres. Incluso el número de peldaños de cualquier escalera es múltiplo de nueve, y el Templo de las Rogativas para las Buenas Cosechas tiene tres techos y nueve “zhangs” de altura total, cada uno de los cuales equivale a 3,33 metros occidentales. Pero lo importante es que la sencillez de su forma y la combinación de los colores son de una contundencia absoluta, buscando una simetría perfecta que alcanza una cohesión estética y una originalidad en el diseño que ubican a este edificio en la cumbre de la arquitectura religiosa del Lejano Oriente.
CAMINO AL CIELO El Altar de la Terraza Circular y el Templo de las Rogativas para las Buenas Cosechas –las dos construcciones principales del Templo del Cielo– están unidos por una gran calzada de piedra considerada la vía para que el emperador llegara al cielo, no de manera simbólica sino de cuerpo real. Conocida como la Vía Sagrada o Puente Rojo de los Emperadores, mide 29 metros de ancho por 360 de largo y se va elevando por sobre el nivel del suelo hasta alcanzar los cuatro metros de altura en su punto culminante, aunque de manera imperceptible. Del lado izquierdo caminaba el emperador –y rigurosamente nunca nadie más– y del derecho iban la reina y los ministros de la corte. De esa forma, sin intermediación, el “hijo del cielo” ascendía al firmamento para tratar directamente, cara a cara, con los “amos del Universo”. Una vez arregladas las cuentas allá arriba, volvía al mundo de los mortales a seguir reinando con virtud
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