Dom 05.06.2011
turismo

DIARIO DE VIAJE. JOSEP PLA

De viajeros y sedentarios

Escritor y periodista, en castellano y en catalán, Josep Pla fue testigo de casi un siglo de vida española. En 1942 publicó Viaje en autobús, una serie de crónicas y reflexiones que revelan su aguda capacidad de observación, su ironía y humor, aplicadas esta vez al curioso universo de los viajeros y los medios de transporte de aquellas épocas.

› Por Josep Pla *

Hasta ahora, he tenido la desgracia de no poder presentar a mis lectores un libro sobre algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis libros, no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro. Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la sensibilidad me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la “mateotte” de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.

Antiguamente, el viajar era un privilegio de los grandes. Solía ser la coronación normal de los estudios de un hombre. En nuestra época, se generalizó y abarató de tal manera que un hombre como yo ha podido vivir durante veinte años en casi todos los países de Europa, por cuatro cuartos. Pero esto también se ha terminado. Por el momento, no viajan más que los propagandistas y los diplomáticos.

Viajaba, ciertamente, mucha gente, pero quizás el numero de personas que se desplazaban para formar su inteligencia y enriquecer su sensibilidad ha sido menor en nuestra época que un siglo o dos atrás. En nuestro país había tres pretextos esenciales para pasar la frontera: la peregrinación a Lourdes, la luna de miel y los negocios. ¡Cuánta gente ha ido a Lourdes en los últimos decenios! Se iba allí a ver el milagro, a cantar el “Ave”, a pedir a la Virgen que intercediera por nuestros pobres cuerpos y almas.

La luna de miel era otro de los grandes pretextos para hacer un largo viaje. A mi entender, sin embargo, la luna de miel es una mala época para contemplar el mundo externo con agudeza y claridad. Es cosa muy ardua ejecutar dos cosas importantes a la vez. Para salir de casa, es ésta, quizá, la peor época de la vida. Si los recién casados hubieran tenido una ligera idea de su economía, nos hubiéramos ahorrado los espectáculos que todos hemos visto en la estación de Francia: verlos llegar fatigados, descompuestos, deshechos, pidiendo mentalmente a gritos las zapatillas, maldiciendo Europa y sus museos, sus monumentos y su cocina detestable. No. No es buena época la luna de miel para hacer casi nada. Lo mejor, en estos casos, es salir a tomar un rato el sol por la Diagonal o el Paseo de Gracia.

Y el tercer pretexto, los negocios, era como los anteriores. Uno viaja, generalmente, para ver las llamadas cosas inútiles del mundo –que son las únicas importantes– y los negocios no dejan tiempo para nada.

Lo esencial, para aprovechar un viaje, es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable. Viajar sin tener un objeto concreto es una auténtica maravilla. Yo siento que podría curarme de todos mis vicios y de todas mis virtudes –en caso de que tenga alguna–. Lo que no podré dejar jamás es mi recalcitrante vagabundaje.

Hay que viajar para descubrir, con los propios ojos, que el mundo es muy pequeño, y por tanto que es absolutamente necesario hacer un esfuerzo para dignificar la visión hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay que viajar para darse cuenta de que una pasión, una idea, un hombre sólo son importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio. No hay nada como alejarse un poco para curarse de la psicosis de la proximidad, de la deformación de la proximidad, de la que todos estamos atacados. Hay que viajar para aprender –a pesar de todo– a conservar, a perfeccionar, a tolerar. Es en este sentido, creo, que los antiguos aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para aprender a prescindir de pequeñeces, de difusos detalles, de torcidos cubiliteos tribales, de grandiosidades escenográficas y falsas. La pieza de caza del viajar es la aventura. La aventura es la flor, el perfume del azar y de la diversidad. A veces es una puerta que se abre ante un mundo insospechado, sobre un mundo que se sabe dónde empieza y no se sabe dónde acaba (...).

EVASIONES Y VIAJES Antes, en la época de mi juventud, existía un contraste muy acusado entre el viajero y el hombre sedentario. El viajero iba de acá para allá, de pueblo en pueblo y de casino en casino; pasaba de un lugar a otro, si no como pluma al viento, al menos con bastante comodidad. El hombre sedentario consideraba que el viajero era un tipo feliz. El viajero se evadía, se esfumaba, aparecía, volvía a desaparecer y todos esos movimientos hacían el efecto de liquidaciones agradables de los asuntos que el azar iba tejiéndole en el curso de la vida. El viajero tuvo siempre prestigio literario –los italianos crearon la figura del passeggiero–, y en los países dominados por la envidia –que sospecho son casi todos–, el sedentario envidió al viajero. El sedentario no puede evadirse. Está permanentemente atado a sus minúsculos problemas. Vive aprisionado en sus obsesiones y en sus quehaceres. No tiene tiempo. Su única salida es el sueño.

–¿Sueña usted mucho, amigo? –he preguntado a veces a personas establecidas, estables en un punto determinado de la corteza de la tierra.

–Sí, señor. Generalmente sueño que soy rico. Luego me despierto cubierto de sudor. Y resulto tan pobre como en el momento de conciliar el sueño. Sueño también que viajo por la tierra. ¡Desagradables sueños! Cuando llega la hora de empezar el trabajo, parece que me quitan un peso de encima...

El sedentario sueña. El viajero vive, o mejor dicho, se suponía antes que vivía en un estado de dispersión, de variedad y, en definitiva, de aérea ligereza. Todo en su desplazamiento era agradable: las caras nuevas, los roces superficiales, los paisajes distintos. ¡Qué buena y divertida vida! ¡Cuánta envidia producía el pasajero!

Pero ahora las cosas parecen haber cambiado bastante. Hoy, los viajeros son, más que nada, compadecidos. Se viaja puramente por necesidad. La sola idea de tener que desplazarse produce desasosiego. Los únicos seres que se entusiasman cuando ven pasar algo en movimiento son los chiquillos de corta edad, a partir de los niños de teta. Cuando ven pasar un auto se quedan mirando, pasmados, el cacharro, y levantan los brazos con un entusiasmo incontenible. Cuando oyen silbar una lejana locomotora, vuelven la cabeza y paran la oreja. Si los suben a un vehículo cualquiera, sobre todo si tiene motor, se muestran contentos y satisfechos. El motor de explosión es una de las delicias más evidentes del género humano. Es, sobre todo, el encanto máximo de las criaturas de nuestra época. Los niños, cuando viajan en taxi, se convierten en seres impertinentes. Miran a los peatones casi con desprecio. Es verdaderamente curiosa la capacidad de adaptación que tienen las criaturas a todas las formas del progreso.

Excepto unos cuantos magnates que viajan en el avión, el resto de la humanidad se desplaza en nuestros días con mucha más lentitud que treinta o treinta y cinco años atrás. Cada día se baten los llamados records de velocidad en sus diversos aspectos, pero ir en tren de Barcelona a Gerona o de Barcelona a Madrid se ha convertido en un fenomenal problema. Lograr ser admitido en uno de esos convoyes tiene muchos pelendengues. Hay pocos trenes y, en general, son muy lentos. Las clases de asentamiento a que uno puede aspirar son, en general, mugrientas. Viaja muchísima gente. Parece que en un sistema dominado por el más universal de los paternalismos la gente podría quedarse en casa tranquilamente con la sensación de tenerlo todo resuelto. Pero no es así, y la gente va de una parte a otra con el buche lleno de sugerencias –yo sospecho– para mejorar el sistema. Jamás existió en el país, jamás pudieron encontrarse a lo largo de los caminos de hierro del país tantos arbitristas, tantas personas interesadas en llenar nuestra vida de felicidad completa. Por el momento, la obturación que su incesante actividad produce, convierte el viajar en un tormento.

Y luego están las carreteras. En su estado reina la más completa de las diversidades. Las de primer orden están bien, sin duda, para dar la oportunidad a las personas de primer orden de viajar cómodamente por ellas. Las de segundo orden están en el estado que su nombre indica, así como las de tercero. Uno transita por ellas en un coche cualquiera –de suspensión generosa o de suspensión avara– y uno va saltando en el asiento como botella vacía en el oleaje del mar, con el riesgo constante de dar con el cuero cabelludo en la techumbre del vehículo. Luego están los neumáticos –quiero decir la falta de ellos–, lo que hace que si a uno se le ocurre tomar un autobús viaje con el alma en un hilo, esperando el reventón de cada día, indefectiblez

* Viaje en autobús, Destino, 2004.

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