DIARIO DE VIAJE. IRáN
Periodista del Atlantic Monthly, viajero incansable y corresponsal con una larga trayectoria en los principales medios norteamericanos, el polémico Robert D. Kaplan publicó en 1997 Viaje a los confines de la Tierra, crónica y resultado de sus travesías en el oeste de Africa, Turquía, Asia Central, Irán y la India. Allí le da voz e imagen a la Teherán de los últimos años del siglo XX.
› Por Robert D. Kaplan *
Una vez más fueron las imágenes posteriores de la Revolución Islámica, como los tonos negros en el negativo de una fotografía, las que me impresionaron a mi llegada a Teherán.
La primera persona a la que conocí fue un tal “señor (Asghar) Kashan”. Los iraníes, como pronto supe, son muy correctos y formalistas en su trato y, por lo tanto, raramente se usa el tuteo; se les llama por el apellido y casi nunca se suele usar el nombre. El señor Kashan era amigo de alguien que yo conozco en el gobierno iraní y accedió a servirme de guía en Teherán. Era casi calvo, con un poco de pelo gris, muy corto, y gafas con montura negra. De mediana edad, tenía los ojos grises llenos de cansancio y no muy grandes, muy distintos de los ojos oscuros y penetrantes de los revolucionarios de Oriente próximo.
El señor Kashan llevaba la “barba de tres días” que los iraníes han hecho famosa después de la revolución –y que ahora está de moda entre algunos de los jóvenes occidentales–. Como tantos otros iraníes, causaba la impresión de no haberse afeitado.
–Debe usted de estar cansado –me dijo el señor Kashan– y hoy es viernes, por lo que todo está cerrado. Le llevaré al Husseinieh y al cementerio y podrá descansar el resto de la tarde. Esta noche cenaremos junto al río y charlaremos.
El señor Kashan dijo bien poco más durante el resto del día. Había formado parte del movimiento religioso clandestino que se opuso al sha, alguien que estuvo al lado de los ayatolás desde el principio. Ahora era consejero del gobernador del Banco Central iraní. Sus maneras eran pausadas, quizás a causa de su corazón delicado, pero su expresión parecía decirme: “Mire a su alrededor. Vea por sí mismo. Si tiene alguna pregunta yo trataré de responderla”. Un hombre sin rostro, difícil de recordar, el señor Kashan, con su inseparable rosario de grandes cuentas verdes, al término de mi estancia en Teherán acabó por convertirse, poco a poco, en el símbolo del rostro de Irán en una clara insinuación del rumbo que puede tomar ese país en el siglo XXI.
Con la palabra Husseinieh el señor Kashan se había referido al complejo, recientemente terminado, surgido en torno de la tumba del fundador de la República Islámica, su santidad gran ayatolá Haijji Sayed Ruhollah Musavi, nacido en la ciudad de Khomein en el Irán Central; de aquí el nombre con el que generalmente se le conoce de Ayatolá Khomeini o Jomeini. Tan ensalzadores títulos –ayatollah (“signo de Dios”) o el de menor categoría hojatollislam (“divina prueba de Dios”)– indican la existencia de una jerarquía clerical, más compleja que en cualquier otra parte del mundo islámico, que los safáridas establecieron a comienzos del siglo XVI cuando trataron de construir un poderoso Estado persa que pudiera competir con la burocracia bien desarrollada de su rival, el imperio otomano.
La tumba del ayatolá Jomeini no es una mezquita, sino algo bastante menos formalista, un “lugar público de Hussein”, el mártir chiíta, que eso es lo que significa Husseinieh. Existe una diferencia crucial entre ambos lugares religiosos: una mezquita iraní puede estar decorada con tapices de seda tejidos a mano y delicados espejos, mientras que un husseinieh es algo más de diario. Significa el rechazo firme a la Persia “sofisticada” por parte de las masas de los trabajadores industriales que constituyeron el soporte de Jomeini. El ambiente en el interior de la tumba con su cúpula dorada, situada a unos treinta y tres kilómetros de Teherán, es más el de un palacio de los deportes que el de un lugar sagrado. El techo, en vez de mostrar delicadas filigranas o mosaicos, está compuesto de vigas de acero sin el menor adorno. Las alfombras –en un país de alfombras de seda tejidas a mano– son de lana y hechas a máquina. Lo comparé con el mausoleo de Sayida Zeinab, la nieta del profeta Mahoma, un lugar sagrado chiíta en las afueras de Damasco que visité por primera vez en los años ‘70. Recuerdo su delicada alfarería, sus ornamentos dorados, su enorme lámpara de cristal, sus alfombras tejidas a mano de un bello color magenta, un contraste de lujo en comparación con la vasta decoración de este lugar sagrado. En el husseinieh había niños jugando al fútbol o al “tócame” a pocos metros del lugar enrejado donde estaban los restos mortales de Jomeini. El olor de kebab se mezclaba con el de los peregrinos. Hice fotografías de la multitud que llenaba el recinto y tomé notas sin que a nadie pareciera importarle. Un hombre me preguntó si deseaba cambiar moneda. En el exterior había un gran aparcamiento, una lavandería automática, un supermercado y estaba en construcción un complejo que constaría de hotel y restaurante. La gente se quitaba los zapatos, entraba para ver la tumba, comía, reía, a veces se encontraba con amigos o cambiaba rials por dólares en un free market recientemente legalizado. Ese fue mi primer contacto con el genio de Jomeini como político.
Seguidamente el señor Kashan me llevó al cercano “cementerio de los mártires”, donde estaba enterrada una gran parte de las bajas de la guerra Irán-Irak de 1980-1988. Aquí descubrí Persia, como contraposición al Irán revolucionario. Las descripciones que hacen los periodistas de este cementerio se limitan por lo general a la fuente de cuyo surtidor brota agua roja como la sangre, pero el cementerio se extiende varios kilómetros y es posible que sea el mayor de los cementerios del mundo; en su interior hay también un supermercado, una lavandería, un centro de ordenadores para localizar cualquier tumba y está en construcción una estación de Metro. En otras palabras: el cementerio, más que un lugar apasionados rencores, era un vasto, monótono, herméticamente cerrado barrio de muertos, con quienes los vivos podían mezclarse mientras iban de tiendas.
Como era viernes, día festivo de los musulmanes, el cementerio estaba lleno de excursionistas que habían extendido sus alfombras en el suelo, sacaban de sus cestas de comida el pan, el arroz coloreado por el azafrán, el queso de cabra y las teteras. La visita a los familiares difuntos, entre los que abundaban los adolescentes muertos en la guerra, daba ocasión a que la familia se fuera de excursión al campo. Y por todas partes –y esta era la impresión más intensa que causaba el cementerio– había enebros, encinas, magníficos bancos de rosas y tulipanes muy cuidados y una infinidad de canales. El olor del agua fresca y el fuerte perfume de las flores al borde un sofocante desierto alcalino: eso era Persia.
La noche nos dejaba oír el murmullo del agua fresca tintineando sobre las rocas. El señor Kashan y yo paseábamos, corriente arriba, por las orillas del río Darband, que desciende desde la montaña de Elborz, en el extremo norte de Teherán. Dejamos atrás un buen número de casas de té y restaurantes hasta que encontramos uno que nos gustó especialmente. Aquí Irán revelaba su proximidad con Asia Central. A lo largo de una extensión de orquídeas, tulipanes y rosas, arroyuelos de aguas burbujeantes y gentes que tocaban la flauta, sobre unas plataformas elevadas se habían colocado alfombras en las que la gente se sentaba para comer, como en las chai-khanas, o casas de té, de Asia Central. En esas alfombras, reclinados en cojines de brocado, bajo el resplandor de las luces de colores sobre sus cabezas, fumaban los hombres y las mujeres, entrelazaban sus manos, hablaban en voz baja y coqueteaban. Intrigado, miré a una mejor vestida con el chador negro que me devolvió la mirada como quien responde a un desafío. El señor Kashan se dio cuenta de ello y sonrió, también, como si quisiera decirme: “Como puede ver, no somos exactamente como se nos retrata en Occidente. Considere a las mujeres, por ejemplo”.
Y así era, desde luego. Mi primera impresión de Irán fue que la mitad femenina de la población iba castamente vestida con el chador negro que ocultaba las formas de su cuerpo. Pero al cabo de pocas horas mis ojos empezaron a acomodarse a las diferencias. La tela de que estaban hechos los chadors, según supe más adelante en el bazar de Teherán, era importada de Japón y de Corea del Sur. Algunos chadors eran de seda, otros de algodón o crêpe. La calidad variaba notablemente. Un chador puede costar menos de diez dólares y otro más de cincuenta. La mayoría de ellos eran negros, pero no todos. Y eso era sólo el principio. Algunas mujeres dejaban ver mechones de su prohibido cabello y relucientes zarcillos; otras se habían puesto maquillaje en los ojos y, en no pocos casos, utilizaban también el lápiz de labios. Las había que tenían las manos bien cuidadas y lucían largas uñas rojas. Eran muchas las mujeres que usaban perfumes y, en ocasiones, percibí el aroma de algún caro perfume francés, muy distinto del barato de flores e incienso del que emanaba un provocativo aroma animal. En aquella primera noche en Teherán, mientras conducíamos entre el tráfico en dirección al río Darband, me di cuenta de que muchos de los autos iban conducidos por mujeres que utilizaban sus claxons liberalmente y por las ventanillas abiertas les gritaban a los otros conductores que fueran más deprisa. ¡Qué diferencia con Arabia Saudí, la aliada de Estados Unidos en el mundo musulmán, en donde a las mujeres no se les permite conducir! Incluso vi a una mujer, envuelta en sus ropas negras, que conducía un ciclomotor y a otra sentada en el asiento de una moto conducida por su novio, al que abrazaba apretadamente por la cintura. Cuando se detuvieron delante de mí en un semáforo vi que se cogían de las manos y empezaban un erótico juego de caricias.
Las mujeres en Teherán lo miran a uno cara a cara. Sus ojos no rehúyen los del hombre. En El Cairo esto sucede en muy pocas ocasiones y en Estambul mucho menos que en Teherán. Mientras que en Irán se les requiere a las mujeres que cubran su pelo y oculten las curvas de su cuerpo, es mucho más raro verlas con un vestido burka completo o que utilicen el velo opaco para cubrirse el rostro, lo que ocurre en Egipto y Turquía o, como descubriría más tarde, en Asia Central y en Pakistánz
* Robert D. Kaplan, Viaje a los confines de la Tierra. Ediciones B, Biblioteca Grandes Viajeros, 1997.
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