Dom 17.07.2011
turismo

GRAN BRETAÑA. EL MUSEO BRITáNICO

Un viaje por la historia

Siete millones de objetos atesorados a lo largo de los siglos por el largo brazo imperial hacen del Museo Británico uno de los más importantes e imponentes del mundo. Un título no exento de reclamos –basta recordar la Piedra de Rosetta o los mármoles del Partenón–, pero también una visita insoslayable en un viaje Londres.

› Por Graciela Cutuli

Nacido de la mano del imperio que supo ser Gran Bretaña, el Museo Británico –flor en el ojal de la museística mundial, a pesar de las furiosas polémicas que rodean a una parte de su colección– nació en 1753 y desde sus comienzos abrió sus puertas gratuitamente a todas las personas “estudiosas y curiosas”. En los primeros años eran unos pocos miles; hoy son no menos de seis millones las que cada año franquean la entrada para ingresar en las salas dedicadas a Egipto, Roma, Grecia, Medio Oriente y América como quien ingresa en un auténtico templo de la historia global. El Museo Británico se enorgullece de ser el primer museo público nacional del mundo y de haber permanecido abierto sin interrupción desde su inauguración en 1759, con la única excepción de las dos guerras mundiales. Además, de él se desprendieron y hoy funcionan como instituciones aparte la Biblioteca Británica, el Museo de Historia Natural y la National Gallery, otros tres hitos de una visita londinense.

LA COLECCION DE SLOANE Como sucedió con otros grandes museos del mundo, también el origen del Británico hay que rastrearlo en una colección privada, la que perteneció al médico y naturalista Hans Sloane. Oportunamente nacido en 1660, el mismo año en que se fundó en Londres la Royal Society para la promoción de las ciencias, el científico quiso preservar nada menos que 71.000 objetos legándolos al rey Jorge II a cambio de un pago de 20.000 libras para sus herederos: así un acta parlamentaria del 7 de junio de 1753 selló el destino de la colección –sobre todo libros, manuscritos, algunas antigüedades y especies naturales– y estableció el Museo Británico, que abrió sus puertas seis años más tarde en el muy literario barrio de Bloomsbury. Sloane, sin embargo, es recordado no sólo por su aporte a la ciencia y la creación del Museo Británico: los más golosos tienen bien presente que de sus frecuentes viajes a Jamaica volvió con vainas de cacao que, como los nativos de la isla, consumía mezclándolas con leche. Tiempo después los derechos de la receta fueron adquiridos por Cadbury, pero no dejó de ser conocida durante años como “Sir Hans Sloane’s Milk Chocolate”.

Mientras tanto, el Museo Británico seguía su destino de crecimiento, a medida que la colección aumentaba con las piezas aportadas por las distintas expediciones financiadas por el Imperio. En 1852 se inauguró un nuevo edificio en el mismo lugar donde se encontraba el primero, conocido como Mansión Montagu: es este mismo edificio de imponente estilo neoclásico el que existe todavía hoy, con algunas remodelaciones debidas tanto a las ampliaciones como a la reconstrucción del sector consagrado al Partenón, dañado por bombardeos en 1940 y reabierto unos veinte años más tarde.

La otra gran ampliación es mucho más reciente: se trata de la remodelación inaugurada en el año 2000 sobre un proyecto de Norman Foster, que levantó el Gran Atrio de la Reina Isabel II sobre el antiguo sitio de la Biblioteca Británica. En el centro del Atrio– una inmensa plaza cubierta de 70 metros por 90 protegida por un techo de cristal y acero– sobresale la Sala de Lectura, un hito del Museo Británico abierto a todos los visitantes. No importa que el tiempo del viajero sea corto o el inglés le resulte una lengua inaccesible: hay que quedarse al menos un rato no sólo para admirar la belleza, luminosidad y grandeza del sitio, sino también para recordar a los personajes que lo transitaron a lo largo de la historia, tan disímiles como Oscar Wilde, Bernard Shaw o Karl Marx.

DE LONDRES A EGIPTO Como podría pasar en el Louvre, en el Ermitage o en cualquiera de los grandes museos europeos y del mundo, es impensable agotar la visita del Museo Británico en apenas unas horas. Pero al mismo tiempo un recorrido completo es para pocos, es decir los que tienen varios días disponibles en Londres o una afición particular por los museos y las antigüedades: para el visitante común, tal vez la mejor opción sea planificar de antemano qué piezas o salas se desea ver en particular, y hacia allí encaminarse plano en mano. El Británico es básicamente un museo de historia, mucho más todavía desde que la Biblioteca se mudó a un edificio propio (no muy lejos en el mismo barrio de Bloomsbury) y la colección de ciencias fue recolocada, también con edificio ad hoc, en el Museo de Historia Natural.

Sin duda del departamento consagrado a las antigüedades egipcias es uno de los más impactantes e importantes del mundo: basta recordar que es la colección mayor fuera de la que posee el Museo Egipcio de El Cairo. Y así como en el Louvre se va derecho a ver a la Mona Lisa, en el Museo Británico se va derecho a ver la Piedra de Rosetta, parte de una antigua estela egipcia grabada con jeroglíficos, egipcio demótico y griego antiguo. Precisamente la pieza, descubierta en 1799 por un soldado de la expedición francesa a Egipto, fue la que permitió descifrar la escritura pictográfica de los faraones. La piedra de Rosetta llegó a Londres tras la derrota francesa en Egipto a manos de los ingleses en 1801, y desde el año siguiente se exhibe en el Museo Británico. Otros miles de piezas egipcias integran este sector, gracias a la financiación británica de numerosas expediciones cuyos hallazgos eran exportados hacia Gran Bretaña, hasta que la sangría cultural terminó con el cambio de algunas leyes egipcias en el siglo XX. Para ese entonces, la colección tenía ya unos 110.000 objetos que ilustran la historia egipcia desde las culturas del valle del Nilo hasta el período neolítico predinástico y los tiempos de los coptos: nada menos que unos 11.000 años de historia. En realidad se muestra apenas un 4 por ciento de la colección egipcia, en la que se destacan una serie de momias y sarcófagos reveladores de la importancia del culto a los muertos en el antiguo Egipto, así como imponentes bustos de Ramsés II y Amenothep III.

LOS MARMOLES DEL PARTENON Del mismo modo en que Egipto reclamó la devolución de la piedra de Rosetta, Grecia exigió el regreso de los frisos del Partenón, otra de las piezas mayores del Museo Británico. Lo hizo en vano: apelando a que se trata de piezas obtenidas en otro contexto histórico, y a que una devolución causaría el lento vaciamiento de los museos europeos, el museo se negó de plano y, en consecuencia, para apreciarlos los viajeros tienen que seguir yendo a Londres en lugar de Atenas, su destino natural.

El departamento de Antigüedades Griegas y Romanas reúne unos 100.000 objetos, desde la Edad de Bronce griega hasta los tiempos de Constantino en Roma. Aquí se encuentran fragmentos de dos de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, el Mausoleo de Halicarnaso y el Templo de Atenas en Efeso; numerosas antigüedades italianas y etruscas; jarrones griegos y romanos; joyas pertenecientes a ambas culturas y la Galería del Partenón con los Mármoles de Elgin.

Los mármoles arrancados al Partenón llegaron a Gran Bretaña en el primer lustro del siglo XIX por iniciativa del conde de Elgin, que primero quiso hacerlos dibujar y luego decidió quitarlos de su emplazamiento original para llevarlos de regreso a su patria: son en total más de la mitad de las esculturas –realizadas por Fidias y su escuela– que decoraban el templo ateniense, es decir unos 75 metros de los 160 del friso original y numerosas piezas y ornamentaciones, como para llenar una sala entera. Además Elgin compró y llevó a Gran Bretaña esculturas del Erecteión, del Templo de Atenea Niké, el Propileo y del Tesoro de Atreo. Varias encuestas confirmaron que los propios británicos hoy serían favorables a una restitución; sin embargo, todos coinciden en que difícilmente esta posibilidad se concrete en un futuro próximo.

INMENSO PATRIMONIO La recorrida del Museo Británico está muy lejos de terminar con Egipto, Grecia y Roma. Aquí se encuentra también la mayor colección de antigüedades de la Mesopotamia fuera de Irak, conservada en el departamento de Medio Oriente, que tiene unos 330.000 objetos de las culturas asiria, sumeria, caldea y babilónica; junto a ellos hay reliquias de la Mesopotamia, Persia, la Península Arábiga, Anatolia, Asia Central, Palestina y los asentamientos fenicios en el Mediterráneo.

¿Qué libro de historia no fue ilustrado con el par de leones alados con cabeza humana pertenecientes a la cultura asiria que se encuentran en estos salones? Junto con el Juego de Ajedrez de la Isla de Lewis, un conjunto de piedras de ajedrez medievales talladas en marfil y dientes de ballena; la Armadura del Samurai de la sala 93 consagrada a Japón y el Juego Real de Ur, estas piezas se cuentan entre los highlights del museo, los que recomiendan todas las guías y concentran a los visitantes ante las vitrinas. Lo que hay, sin embargo, es tan variado y numeroso que conviene realizar al menos una mínima exploración previa para elegir a qué salas se les va a dedicar más tiempo y atención. Y al final, reservarse al menos unos minutos para explorar también el negocio del museo, donde se encuentran los mejores recuerdos, catálogos y libros de exposición, como para llevarse algo de la historia de la humanidad en formato de bolsilloz

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