turismo

Domingo, 7 de agosto de 2011

TUCUMAN. AMAICHA DEL VALLE

Donde cumple años la Tierra

En el mes de homenaje a la Pachamama, un recorrido por Amaicha del Valle, jalonada de cardones y región ancestral de los indígenas que veneran el suelo y el agua como regalos sin reemplazo de la naturaleza. Regalos no renovables, que florecen a corta distancia de la capital provincial, pero permiten entrar en otro mundo mucho más lejano.

 Por Ana Valentina Benjamin

Amaicha está a 164 kilómetros de San Miguel de Tucumán, distancia que puede recorrerse de un tirón o con ánimo de hacer escalas. La primera parte del viaje es una exhibición didáctica sobre pasado y presente de la industria local: la principal, del limón y la frutilla; y la histórica, del azúcar. También el cuerpo pide paradas, porque se trata de una ruta que asciende hasta los 3042 metros, en la localidad de El Infiernillo. Literalmente ubicada dentro de una nube, impone una curiosa precaución: no dejarse distraer por el entorno, pletórico de encanto pero también de confianzudas cabras que no dudarán en introducirse en su auto si lo ven abierto y con olor a vianda. Si sobrevive al apetito animal, puede allí mismo saciar el propio, sentándose a degustar los deliciosos quesos que ya debería haber comprado, en cualquiera de los almacenes regionales al costado de la ruta.

La “patota de cardones” de Amaicha, una de las postales insoslayables de los valles.

LOS CARDONES Otra parada necesaria, pero que puede hacerse sin detener la marcha –clavando los ojos en el paisaje que así no pincha–, es en Los Cardones, que cual banda de amigos fieles han ido apareciendo de a poco para de golpe formar una patota omnipresente. El cardón (cactus) es una especie protegida del hombre ávido de excelsa madera. La zona también se protege del olvido: un cartel resume que esa cuesta “recuerda el enfrentamiento del año 1852, cuando las fuerzas de Crisóstomo Alvarez que venían de Chile derrotaron al Ejército Federal de Celedonio Gutiérrez”. Así es Tucumán: una piedra, un páramo, un cerro que parece no decir nada y, repentinamente, un episodio histórico que completa el paisaje.

Sobre la historia que existe arriba de nuestras cabezas, el Observatorio Ampimpa sabe mucho. Es la última parada antes de llegar a destino. Fue fundado en 1985 para estudiar el cometa Halley y actualmente se dedica a actividades educativas de interés celestial. Si ya tiene prisa por llegar a Amaicha, al menos entre para pactar una visita nocturna: además de charlas y visitas diurnas, el observatorio ofrece un plan que incluye pernoctes en simpáticas cabañas con cama, para ocupar después de incursionar en el cielo de la medianoche tucumana.

El Observatorio de Ampimpa, para mirar el que se dice es el cielo más diáfano del mundo.

LA PACHAMAMA Hemos llegado. A la entrada del pueblo, una pintoresca estructura promete el Museo de la Pachamama. Si gusta, entre, pero sepa que no hay allí nada original de la comunidad amaicha sino réplicas designed by; y que su creador es ambiguamente conceptualizado en la región porque tanto ha emprendido el susodicho museo como, en los ‘90, un hotel construido sobre tierras sagradas del pueblo de los quilmes.

Si el viaje, aunque con escalas y placentero, se ha llevado sus fuerzas, la parada gastronómica ineludible debe ser para degustar el tamal, una mezcla compacta de carne picada, maíz molido y verduras fritas. En la Plaza del Pueblo puede elegir al azar dónde comerlo sin temor a equivocarse.

La construcción básica en Amaicha es de adobe, una mezcla de barro con bosta de animal seca, combinación, según dicen los expertos, barata, térmica e impermeable. Juran las fosas nasales de esta cronista que no huelen a lo que pueda suponerse pero tampoco aíslan lo que uno quisiera (quizá el exceso de aire acondicionado ha malcriado las glándulas sudoríparas del forastero); el calor en verano se filtra, corpulento, incluso de noche. Lo que se percibe con el mismo vigor es su cielo límpido, y por ello Amaicha puede ufanarse de ser considerada por la NASA “el punto más diáfano del planeta”.

La comunidad del lugar vive de un turismo intensivo de cierto detectable perfil: extranjeros que vienen desde el otro lado del océano o mochileros amantes del binomio vacacional naturaleza-cultura. Amaicha tiene mucho de túnel del tiempo. Tanto se ven rostros que blanden una cultura milenaria como teléfonos celulares y una radio propia, la FM Calchaquí. Tanto gobierna el Estado provincial a través de su delegado comunal como ejerce su gobierno un cacique elegido por la comunidad y su Consejo de Ancianos.

El Consejo de siete miembros se reúne cuando el cacique lo convoca y discute, en teoría, los asuntos a resolver; pero en la autóctona práctica “siempre estamos de acuerdo con lo que propone nuestro cacique porque sabemos que cuida los intereses de nuestra comunidad”, afirma Vidal Avalos, miembro de la asamblea. Laseña Aguilar, única mujer del Consejo, acentúa que “con mucha frecuencia hablamos del problema de la escasez de agua”. “¿Usted imagina una persona lavando su vereda con agua potable?”, se le pregunta. Sonríe, cree que es una broma. La típica postal porteña de la manguera empujando la hojita seca parece un chiste de mal eco-gusto.

El poder del cacique no es simbólico; tiene el control y la administración de las tierras, las cuales no vende sino que entrega por veinte años en comodato. Y solo a comuneros, miembros sanguíneos de su comunidad. Esta administración territorial tiene dos miradas (si no más): una lo considera inconveniente por ser un sistema de propiedad basado en la sangre y el linaje que no contempla, por ejemplo, a un “residente” (habitante sin ascendencia diaguita) cuyos hijos nacen, crecen y echan raíces leales en Amaicha. La otra mirada aprueba esa administración porque supone que evita el paulatino e irreversible monopolio territorial que mucho ha afectado el país.

Más allá del lamento –también, en algún caso, justo– de los residentes por no tener acceso escriturado a las tierras, no puede negarse que fuentes orales, estudios arqueológicos y crónicas españolas desde aproximadamente el 1000 de la era cristiana confirman quién es el dueño ancestral de Amaicha. O documentos clave como la conocida Cédula Real de 1716; o reconocimientos más actuales concedidos a través del Convenio 169 OIT, el Art. 75 de la Constitución Nacional, el Art. 149 de la Constitución Provincial y la Resolución Nº 3276 del Renaci, en la que el Estado argentino reconoce a los amaichas como pueblo preexistente.

El Dr. Eduardo Nieva, actual cacique, subraya con trazo grueso su linaje y una licenciatura en Derecho otorgada por la Universidad de Lomas de Zamora. Cuida cada palabra que emite y comenta que en la última reunión hablaron también del Rally Dakar (enero 2011: 430 vehículos, dos millones de litros de combustible). Al respecto, Nieva admite haberse equivocado: aprobar el pasaje del evento deportivo internacional por su territorio parecía redituable, pero no resultó serlo a nivel ambiental. Su impacto se vio en la basura que el turista predador dejó en algunos tramos. Impacto sin embargo mucho menos dramático que el agua potable con que a diario baldea su vereda el homo sapiens urbano.

Entre las historias que, como bien dice Vidal Avalos, no les pertenecen como comunidad ancestral, está una que les antecede incluso a ellos: la del planeta. La Gran Pachamama, la Tierra que hoy gira extenuada alrededor del sol. Habría que preguntarle a ella qué opina

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FM Calchaquí, la parte moderna de ese túnel del tiempo que es Amaicha del Valle.
 
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