QATAR UN ESPEJISMO EN EL DESIERTO
Crónica de un viaje a la ultramoderna capital de Qatar, un oasis de rascacielos desmedidos levantados sobre una planicie de arenas ardientes, a orillas del Golfo Pérsico. Mientras en la ciudad de Doha todo invita a recorrer un antiguo zoco que parece salido de Las mil y una noches, en las afueras aguarda la soledad pura del desierto qatarí.
› Por Julián Varsavsky
Doha es la muestra exacta de un nuevo tipo de ciudad hipermoderna levantada en el desierto, donde de un día para el otro puede brotar, sobre la arena regada con petrodólares, un conjunto de rascacielos sobre la costa de una bahía. Desde el cielo, la mirada cenital la revela como una suntuosa megalópolis islámica en plena nada, una ciudad-oasis de puro asfalto y concreto sin una mota de verde. A la distancia, los edificios se ven como un haz de tubos de órgano gigantes, inexplicablemente construidos sobre una planicie dorada junto al mar, como si el genio de la lámpara hubiese creado esos fulgurantes colosos de vidrio y acero con un simple gesto. Pero alrededor no hay más que desierto hasta donde se nubla la mirada, un ambiente de dunas infinitas que pugnan por volver y recuperar con arenas ardientes el terreno arrebatado por el hombre.
TRAVESIA En un viaje a Qatar, el lujo y la tecnología de punta son compañeros constantes, incluso desde antes de llegar. En la aerolínea de bandera qatarí –que pertenece al jeque Hamad bin Kalifa al Thani, emir de Qatar–, mi asiento tiene una pantalla táctil donde veo los destellos ciberespaciales de la nueva versión de la película Tron, filmada casi por completo dentro de una PC. En el apoyabrazos, un telefonito me permite llamar a casa –5,75 dólares el minuto, que se paga con tarjeta de crédito– o leer las noticias regionales de cualquier continente, traducidas en ocho idiomas. La milagrosa pantallita ofrece además centenares de canciones, películas, series de televisión y videoconciertos, todo clasificado por género. Y si me aburro de sólo mirar, puedo jugar al golf, al fútbol, al tenis, al pool o matar extraterrestres con solo mover un dedo. Pero lo más impresionante es la imagen de la Tierra girando, tal como se la ve desde el espacio, a la que me acerco con un zoom vertiginoso que controlo desde la pantalla mientras me arrojo en picada desde los 11.887 metros del vuelo hacia un punto blanco que es la ciudad de Doha. El zoom continúa como en Google Earth y de repente cambia al video, donde una cámara hace travelling por las calles de Doha y se mete en los misterios del zoco Waqif, mientras yo estoy a oscuras reclinado en mi butaca escuchando a Brad Mehldau con los auriculares. Entonces paseo virtualmente por el Museo de Arte Islámico y entre los rascacielos de la West Bay. Y me acuerdo del filósofo Paul Virilio cuando dice que a la ciudad medieval se entraba por un gran portal, atravesando una muralla, mientras que a la ciudad de la “sobremodernidad” se ingresa por una pantalla de realidad virtual, para “estar” sin estar.
Luego de 18 horas de vuelo en las que el gigante Boeing 777 no vibró ni una sola vez, llegamos a la Doha tangible y real. Al poner un pie en la escalerita del avión, unos metros delante de la turbina, un aire caliente y espeso nos dio de lleno en la cara, metiéndonos en la realidad física de Qatar. Fue el primer paso en la nueva dimensión en la que nos íbamos a mover: la de un candente desierto urbanizado.
EL MUNDO REAL El autobús con los pasajeros del avión dio vueltas y más vueltas por los transitados caminos del interminable aeropuerto de Doha, un gigante de vidrio y mármol radiante que ya parece listo para recibir al público del Mundial de Fútbol 2022. En el hall de migraciones había un centenar de pasajeros en tránsito, todos hombres vestidos exactamente igual, con largas túnicas blancas y la cabeza cubierta con una kufiyya cuadrillé al estilo Arafat. Al lado de ellos, yo desentonaba como un extraterrestre.
Bastó poner un pie fuera del aeropuerto para sentir otra vez el vaho ardiente de la turbina quemándome los ojos: así descubrí que en realidad no era la turbina... Me subí a un taxi y en siete minutos estaba en la puerta del hotel, en el centro de una ciudad en plena actividad a las dos y media de la mañana. Los sastres cosían en sus negocios, los tapiceros martillaban sillones, la gente iba al almacén y en una peluquería dos hombres se cortaban el pelo. Pero mayor fue mi asombro cuando a las 3.45 de la mañana –media hora antes de la salida del sol– me despertaron los cantos de ultratumba del muecín llamando a los fieles desde los altoparlantes de todas las mezquitas. Por la ventana pude ver a esos hombres de turbante y sandalias salir por las calles, rumbo al primero de los cinco rezos diarios mirando a La Meca.
Al día siguiente, cerca del mediodía, salí a pasear por Doha en short, sandalias y musculosa; sin embargo, aunque creía estar fresco, al caminar fuera del hotel una ola de aire caliente me empapó de sudor en unos instantes. Regresé sobre mis pasos a preguntarle la temperatura a la recepcionista, quien me dijo con tono natural que hacía 51 grados centígrados. “Pero hoy estamos mejor que ayer, cuando hubo 52”, opinó la chica en su inglés de Bangladesh. Y como si sirviera de consuelo, agregó que yo había elegido la peor semana del año para viajar, la primera de agosto, ya que después la temperatura empieza a bajar.
Aunque la vivencia de un paseíto por el infierno en la Tierra fuera toda una novedad, tenía poco tiempo para Doha y la quería ver de día y de a pie, así que subí al cuarto a prepararme mejor. Pensé que los beduinos saben, que lo ideal sería hacer como ellos y cubrirme completo de pies a cabeza con pantalones, mangas largas y un ancho sombrero, todo de colores claros.
LA CIUDAD PUDOROSA Doha estaba desierta, ya que entre las 13 y las 18 horas el sopor sume a la ciudad en una larga siesta que pocos se atreven a desafiar. Pero para esta gente el calor es normal, lo natural. Como para aquellos tres hombres que trabajaban en una fabriquita de pan armada en un cuarto de 4x4 abierto a la vereda, clavando hogazas de pan crudas en la punta de una barra para colocarlas en un horno subterráneo, tal como se hace en el mundo árabe desde hace siglos. Los tres hombres, con apenas un ventiladorcito de pie, trabajaban arrodillados sobre el horno de ladrillos. Y si en la vereda había 51 grados, allí dentro habría 65.
Media cuadra más adelante me topé con el imponente rascacielos de Qatar Petroleum, al que me dirigí como si fuese un oasis con un poco aire fresco. Me hice amigo del encargado de seguridad y aproveché para respirar puertas adentro, mientras observaba los sillones donde descansaba una veintena de obreros de impecable mameluco amarillo y botas negras. Todos hablaban buen inglés y me contaron que eran de Nepal, Bangladesh, India, Omán, Kenia, Filipinas... y ni uno solo era qatarí. Ocurre que, a caballo de la bonanza económica generada por el petróleo y principalmente por el gas, el país importa tanta mano de obra que, del millón y medio de habitantes, sólo un tercio es nativo de Qatar.
Las puertas del ascensor se abrieron y salió una mujer totalmente cubierta de telas negras: vestido largo, blusa negra holgada hasta las muñecas, largo paño cubriéndole cabeza, frente, orejas y hombros, y un velo como un babero atado desde las orejas tapándole nariz, boca y el pecho por segunda vez. Sólo el contorno de los ojos delineados quedaba a la vista. Y de tan largo que era el vestido no se le veían ni los pies al caminar, así que avanzaba como levitando sobre el piso de mármol. La mujer –¿una secretaria?, ¿una gerente?– cruzó el pasillo sin siquiera mirarnos, salió a la calle por la puerta automática que se abrió silenciosamente y desapareció tras los vidrios negros de un BMW que la esperaba en la puerta con el motor encendido y un jeque al volante.
Una cosa es ver la conocida imagen de estas mujeres en una foto, y otra cruzarse por primera vez con una de carne y hueso que pasa como un fantasma. La visión desconcierta nuestra razón occidental, porque uno sabe que está viendo a una mujer, pero es incapaz de reconocer en ella uno solo de sus atributos. ¿Será joven o vieja? ¿Cuál es el color de su piel? ¿Será bella? ¿Tendrá curvas en la cadera o la carne firme? Entre los aspectos más enigmáticos de este viaje –a esta altura ya fascinante, pura sugestión y ocultamiento– está observar la forma de vestir de la gente y pensar cómo refleja la relación hombre-mujer en este submundo de la cultura islámica que son los países del Golfo Pérsico, como Qatar, Kuwait, Dubai, Bahrein o Arabia Saudita.
Dejando de lado a la mayoría de inmigrantes, los qataríes se visten todos igual. Como en un gigantesco ajedrez callejero, una mitad va de blanco y la otra de negro, casi sin excepción. Aunque las mujeres, de negro, se llevan la peor parte por el calor. En el zoco Waqif resulta de lo más extraño recorrer el sector de ropa femenina, donde hay decenas de tiendas una al lado de la otra que sólo venden una misma prenda: largos vestidos negros con el mismo corte que se distinguen entre sí por unas sutiles líneas bordadas a la altura del pecho.
Esta uniformidad prácticamente anula toda posible ostentación, un mandato del Corán, tanto de cuerpos como de ropa. El pudor se pierde, en cambio, con los automóviles a todo lujo que ruedan por la ciudad, por lo general refinadas 4x4 para atravesar el desierto. Pero los autos y los edificios son lo único que se puede ostentar, porque ni siquiera se ven joyas. Salvo los anillos que, por prohibición del Corán, no pueden ser de oro, pero sí de plata.
Las mujeres qataríes, a quienes se ve muy poco por la calle, cuando van a la playa se bañan con esos mismos trajes negros, que una vez mojados subrayan las formas mejor que una bikini. De todas modos, las leyes islámicas no son tan estrictas aquí como en Arabia Saudita, ya que en Qatar las mujeres al menos pueden manejar, y además no corren para los extranjeros.
Ya repuesto del calor salí de la corporación petrolera y le pregunté a un hombre dónde estaba el mar. Con su inglés bengalí me indicó que quedaba cerca, junto a la avenida Corniche, el eje moderno de la ciudad, a lo largo de la cual hay varias obras maestras de la arquitectura contemporánea de Doha, diseñadas por famosos y muy caros starquitechs como Santiago Calatrava, el argentino César Pelli, Ieoh Ming Pei –autor de la pirámide del Louvre y del Museo de Arte Islámico local– y el japonés Arata Isokati.
EL ZOCO DE LAS MARAVILLAS El lugar que concentra la esencia de la idiosincrasia qatarí es el zoco Waqif, donde se viene ejerciendo el arte del comercio desde hace varios siglos. En el mundo musulmán, los mercados a veces tienen un valor que excede la mera transacción comercial, para convertirse en una institución con influencia en la política. El Waqif, que entre los varios zocos de la ciudad sería el de ramos generales, no es tan antiguo ni tan grande como otros de Africa musulmana, pero tiene su propio perfil: como se había modernizado demasiado, las autoridades municipales eliminaron las construcciones modernas y lo restauraron “a viejo” en 2006, con muy buen criterio. Así se le devolvió su aspecto original a las paredes recubiertas con adobe. Aunque el zoco desorienta un poco cuando se lo ve tan ordenadito y tranquilo, con cajeros automáticos y una sucursal de Dunkin Donuts. Hay además una amplia calle peatonal con ambiente cool y restaurantes con nombres como Déjà Vu, Zensu, The Gourmet y Gelateria La Dolce Vita. Pero a no dejarse llevar por la impresión inicial, ni por falsos purismos: un zoco, en tanto expresión de una cultura, está en cambio permanente y éste refleja muy bien al Qatar de hoy. Cuando uno se interna por el laberinto de pasadizos techados con centenares de cubículos agrupados por ramo, está recorriendo un zoco árabe de pura cepa, donde los clientes son locales que regatean con destreza para comprar comida, ropa y herramientas de trabajo. En los abarrotados negocios, todos los productos en venta están a la vista y al alcance de la mano de los vendedores (no hay donde guardar nada), que no son insistentes como en otros mercados de Oriente.
En una esquina del zoco vi un negocio que sólo vendía collares de cuentas con todos los motivos posibles. Otro ofrecía nada más que remeras –sobresalían las de Popeye, Hello Kitty y el logo de Ferrari– y estaba el que sólo tenía dátiles de Arabia, miel de Yemen, monturas para camello o especias del sur de Asia. Los más coloridos: aquellos donde el único producto son grandes rollos de casimir pashmina 100% hand made, o aquel que exhibe maravillosas alfombras persas que parecen encerrar el secreto de volar sin motor.
En el zoco, cada cual encuentra su nicho de mercado y allí se queda por generaciones. Así proliferan negocios de sólo valijas, sólo colchas, sólo mochilas y carteras, sandalias o perfumes. En una plazoleta interior está el sector de las mascotas, donde se venden conejitos, halcones para cetrería, palomas mensajeras, pececitos, loros y pollitos teñidos de rosa, violeta y azul.
Como había llegado temprano al zoco, a las cinco y media de la tarde y con todos los negocios aún cerrados, me interné por las callejuelas interiores y descubrí que muchos vendedores dejaban parte de sus mercancías afuera, sin vigilancia. De haber querido, podría haber robado siete carteras de cuero que colgaban de una pared. Otros apenas tapaban sus mercaderías con una sábana y se iban, y estaba el que cerraba su negocio de antigüedades con una cortina y un broche. Pero aquí en Qatar a nadie se le ocurriría siquiera plantearse la idea de robar algo en el bazar. Según me comentaron unos vendedores, es gracias a los códigos de autocontrol del Islam.
Luego de unas horas en el zoco, uno podría hacer un largo listado de diferencias culturales entre Occidente y Qatar. Si nos repugna pensar que algunas culturas comen perros y ratas, lo último que haría un qatarí en su vida sería saborear un lechoncito. Además son extremadamente pudorosos con la fotografía (la policía tiene derecho a borrarnos una foto si se la “robamos” a una mujer). Lo comprobé aquí, cuando me topé con una señora y sus cinco hijas de diferentes edades, todas con su ropaje negro de rigor. La más adolescente, que al menos tenía la cabeza descubierta, me miraba y sonreía hasta que juntó valor y me lo dijo: quería una foto. Pero de un salto la madre se interpuso entre la cámara y la joven, poniendo el pecho como para salvarla de las balas. Un poco en serio, un poco en chiste, me explicó con la palabra father y el gesto de pasarse el borde de la mano por el cuello: si se enterara, el padre la mataría.
LO GLOBAL Y LO LOCAL Qatar está en una península de arena de 200 kilómetros que ingresa en el Golfo Pérsico, encerrando una extraña cultura y un sistema político que, en lo económico y tecnológico, se ha integrado al mundo global como el que más. Tienen el tercer PBI per cápita del mundo, que el año pasado creció 16 por ciento. Aunque si no fuese por el gas y el petróleo, quizá Qatar sería hoy la de aquella panadería a destiempo en una calle de Doha. Pero en este reino hipertecnologizado se toman apenas algunas cosas del uniforme mundo global. Gran parte de lo que trae aparejada la cultura de Occidente queda atrapada en una pudorosa red que deja afuera el rock, la desinhibición de la poca ropa, el alcohol y la monogamia formal.
La otra gran diferencia es la no secularización de la sociedad. Aquí la religión está integrada e influye en casi cada acto de la cotidianidad: antes de dar el menor paso en lo que sea, se piensa primero si no hay una contradicción con las prohibiciones o licencias del Corán, que por ejemplo permite tener hasta cuatro esposas bien mantenidas. En muchos aspectos, el país se muestra encerrado sobre sí mismo, rechazando elementos centrales de la cultura global. Aunque al mismo tiempo su gobierno intenta mostrarse al mundo: creó Al Jazeera, logró la designación como sede de un Mundial de Fútbol y pagó 150 millones de euros para que el Barcelona, por primera vez, acepte un sponsor en la espalda de sus jugadores: la Qatar Foundation. Pero el país se encierra y al mismo tiempo se deja seducir por Occidente, y entonces lo copia. Como en el megashopping Villagio –contracara y complemento del zoco Waqif–, que reproduce un barrio veneciano donde los palazzi albergan las principales marcas de la moda internacional, hay una pista olímpica de patín sobre hielo y canales de agua con góndolas que navegan bajo un “cielo” azul con nubes de papel
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