CHILE. REGIóN DE LOS LAGOS Y AYSéN
Crónica de una travesía de Puerto Montt a Puerto Chacabuco, atravesando fiordos, canales y archipiélagos en la más pura y remota naturaleza del sur chileno.
› Por Mariana Lafont
Llegué a Puerto Montt un lunes gris y lluvioso. Di una vuelta por Angelmó e hice tiempo hasta embarcar en el Don Baldo. Este transbordador, el más grande de Naviera Austral, hace entre otros recorridos la “Ruta Cordillera” y toca los puertos de Chaitén, Quellón, Melinka, Raúl Marín Balmaceda, Melimoyu y los puertos Gala (Isla Toto), Cisnes, Gaviota, Aguirre y Chacabuco. Una verdadera travesía por el litoral norte de la bucólica Región de Aysén. No es un crucero de lujo sino un ferry que comunica esta zona insular pesquera y marisquera, prácticamente carente de medios de comunicación. Literalmente, otro mundo.
Al día siguiente, por suerte, había sol. Subí a cubierta y mientras tomaba un té miraba el paisaje: un puñado de casas pegadas al mar rodeadas por grandes montañas tapizadas de bosque nativo. En la costa había un diminuto faro y algunas lanchitas en el embarcadero. Estaba ansiosa por ver Chaitén –ex capital de la provincia de Palena, en la X Región de Los Lagos–, un sitio del que tanto se habló a partir de la erupción del volcán homónimo el 2 de mayo de 2008. El volcán, que está a sólo 10 kilómetros, provocó temblores y una gran nube de ceniza que forzaron una evacuación masiva. Ulises, el sobrecargo del Don Baldo, fue testigo de ese momento. Recordaba que evacuaron a Castro a más de 1400 personas y contaba: “No me asustó tanto el volcán como la cara de la gente”.
Después de siete horas de navegación desde Puerto Montt, había que esperar otras tres más anclados hasta que subiera la marea. Sólo con pleamar el barco puede acercarse a la plataforma y desembarcar. Como el día estaba lindo todos esperamos en cubierta, mientras algunos pasajeros me explicaban cómo cambió el paisaje: donde antes había mar hoy hay una gran superficie gris, mezcla de ceniza y lodo, traída por el río Blanco. El mismo río que, al desbordarse, provocó el desastre. En su avance, el alud empujó al mar una parte de la ciudad y la otra se cubrió de ceniza y arena. Si bien aún queda mucho por hacer, ya hay electricidad, la gente vuelve lentamente y hoy hay 500 personas (aunque es poco comparado con las 3500 que había antes). Entonces les pregunté: “¿Cómo hacen para volver luego de haber experimentado algo así?”. Todos coincidieron: “Aquí vivimos toda la vida, es nuestro hogar. Y si hubo una erupción ahora es muy raro que vuelva a ocurrir otra pronto”. Suena lógico, ¿no?
Poco a poco retorna la normalidad a una región bellísima e ideal para hacer trekking y actividades al aire libre. Tomando un desvío 25 kilómetros al sur de Chaitén y haciendo seis kilómetros más están las Termas de Amarillo, abiertas todo el año. Por allí también está el Parque Pumalín de Douglas Tomkins. En 1991 este millonario norteamericano compró un fundo para proteger 17 mil hectáreas de bosque templado lluvioso, y luego adquirió 300.000 más con las que creó la reserva designada en 2005 por el Estado chileno como Santuario de la Naturaleza.
DE QUELLON A GUAITECAS Una vez que bajaron y subieron pasajeros y camiones, el Don Baldo zarpó hacia Quellón, al sur de la Isla Grande de Chiloé y a tres horas de navegación. El principal puerto chilota está a 86 kilómetros de Castro y vive de salmoneras y mariscos. Si bien no hay fecha exacta de fundación –por un incendio que hubo en la Municipalidad– sí se sabe que funciona como puerto de resguardo desde 1881. Y muchos sostienen que sus inicios coinciden con la llegada, en 1905, del vapor Chiloé de la compañía Braun y Blanchard, que traía la primera maquinaria destinada a la Sociedad Austral de Maderas.
Eran las cinco y media de la tarde y mientras los pasajeros se iban, de la bodega salían autos antiguos con los que un residente de Chaitén pensaba hacer un museo en Quellón. Una vez que se vació la bodega, asombrada me quedé mirando la pericia con que un conductor metía su camión en el barco y dejaba dos enormes contenedores llenos de redes de pesca. Por mucho tiempo Quellón estuvo aislado y sólo se comunicaba por mar. Pero desde hace más de 40 años se conectó con Chile y América por la Panamericana, de la cual es el punto más austral. Allí subió, entre otros turistas europeos, María Angeles, una francesa de Bretaña que vive en Toulouse y habla muy bien español. Estaba feliz haciendo su primer (y ansiado) viaje por Sudamérica, ya que desde niña quería venir, atraída por su afición a Darwin y al cine latino.
A las cuatro de la mañana salimos rumbo a Melinka, en las Islas Guaitecas. Este vocablo ruso significa queridita, y era el nombre de la esposa del inmigrante lituano F. A. Westhoff, que fundó la localidad –la más antigua de Aysén– en 1869. Allí se había instalado trabajando en la tala de cipreses de las islas, cuya madera era muy cotizada.
Esa noche fue movida, ya que atravesamos el Golfo de Corcovado en mar abierto. En esas mismas aguas, cuando se pasa de día, es posible ver ballenas jugando en el horizonte. Pasadas las ocho me levanté, contenta al ver que no llovía. La luz era muy especial y el sol aún no había asomado.
El archipiélago surgió por el hundimiento del territorio debido al encuentro de tres placas tectónicas: la de Nazca, la Antártica y la Sudamericana. El mar penetró y se formaron islas bajas y montañosas. La más grande es la Gran Guaiteca, seguida por la Ascensión, donde está la diminuta Melinka que parece trepar la costa sudeste de la isla. Hace 6000 años estos confines fueron habitados por indígenas canoeros, antecesores de los chonos, pero desaparecieron a fines del siglo XVIII. Luego del descubrimiento del estrecho de Magallanes, los españoles fueron los primeros en llegar y en 1553 Pedro de Valdivia envió a Francisco de Ulloa a explorar la ruta del Estrecho y, de paso, recorrer esta zona.
Como no podíamos acercarnos a la costa, anclamos a unos metros mientras el bote auxiliar llevaba y traía pasajeros y mercaderías. Entre tanto, los pesqueros se perdían en el horizonte mientras unos cormoranes volaban al ras del agua.
PRISTINA AYSEN La bucólica XI Región es la menos poblada de Chile. Por su situación geográfica y las dificultades de transporte, ni siquiera se pensó en colonizar. Pero es justamente su magra población inserta en la naturaleza más pura lo que convierte a Aysén en un lugar único. De Melinka salimos a Raúl Marín Balmaceda (no confundir con la localidad de Balmaceda, al este de Coyhaique), adonde llegamos con una copiosa lluvia luego de navegar tres horas y pasar nuevamente el Golfo de Corcovado. Ubicada en el delta del río Palena, esta pequeña población encanta por sus fiordos, el contacto con la naturaleza y la buena pesca. Sin embargo, el capitán explicaba que estábamos en uno de los pasos más complicados, donde siempre rescatan lanchas. Sin duda el transbordador y las barcazas son una gran ayuda en una zona con corrientes, mareas y vientos traicioneros y en donde los naufragios son moneda corriente. Mientras escuchaba al capitán, tres botes de marisqueros descargaban grandes bolsas con almejas y choritos.
La siguiente parada era Meliyoyu (cuatro picos, en mapuche), a dos horas de allí por el idílico Canal Refugio. Ese día las nubes bajas daban un halo misterioso a las montañas e hilos de agua que caían al mar. Mientras avanzábamos, el capitán relataba historias del lugar sobre El Dorado, el tesoro de los incas y hasta ovnis. También se dice que este sitio fue refugio de alemanes de la Segunda Guerra Mundial, y que por aquí está escondido el tesoro de Hitler... Acercándonos al Seno Melimoyu apreciamos la pureza del mar: al no haber industrias que tiren desechos, estas aguas son ideales para las salmoneras. El negocio, que empezó hace más de diez años, generó fortunas a pesar de varios años malos por una anemia infecciosa que mataba miles de ejemplares.
En Melimoyu varios pobladores abordaron el bote que los llevó a la costa. Frente a ella se veía un imponente glaciar colgante en la ladera del volcán Melimoyu, de 2400 metros. Entre maniobra y maniobra veía cómo los marineros (algunos con más de diez años en la compañía) saludaban a los pasajeros. Uno de ellos es Don José, que con su piel curtida demuestra sus cuarenta años de mar y cuenta que ha visto crecer a muchos niños desde que eran bebés. Con el tiempo hizo amistades y fue haciendo favores llevando remedios, café o azúcar a cambio de unos buenos mariscos. Así, además de ser un medio de transporte, el Don Baldo cumple un rol social enlazando remotos poblados.
Las horas volaron y llegamos a Puerto Gala, o Isla Toto, uno de los sitios más peculiares del viaje, ubicado al sur del paralelo 44, en los canales Jacaf y Moraleda. De lejos venían botes con pasajeros y me preguntaba cómo vivían allí. La población –de 300 personas– parece estar “colgada” de una entrada que se forma entre dos islas unidas por pasarelas, sin calles ni autos: el bote es la única movilidad. Su economía se basa en la pesca y el comercio de merluza austral. Fue precisamente el boom de la merluza, en los ‘80, lo que atrajo a miles de personas. Así se formaron las “ciudades de plástico” –ranchos de nylon para protegerse de la lluvia– y las condiciones de vida eran muy precarias. Todo cambió con la colonización definitiva de la mano del padre Antonio Ronchi. Así se construyeron las pasarelas, la iglesia y la escuela-internado, hasta que el pueblo se fundó oficialmente en 1999. El cura creía, con razón, que trayendo familias la vida social se normalizaría y la zona prosperaría. Hoy el padre Ronchi es recordado como el héroe de Puerto Gala o Isla Toto, como a él le gustaba llamar a la localidad. Si bien hoy ha mejorado mucho –hay electricidad, señal de TV abierta, teléfonos satelitales e Internet–, las nuevas regulaciones del sector pesquero artesanal amenazan su futuro.
FINAL DE VIAJE Pasamos de largo Caleta Gaviota porque no había pasajeros y llegamos a Puerto Cisnes. Esta prolija comunidad se emplaza en una pequeña bahía del Canal Puyuhuapi, junto a la desembocadura del río Cisnes y frente al Parque Nacional Isla Magdalena. Para llegar por tierra, hay que desviarse 32 kilómetros desde la Carretera Austral. Desde allí se puede ir a Puyuhuapi, un poblado 60 kilómetros al norte, que se caracteriza por sus antiguas casas de arquitectura alemana. Su nombre significa “lugar de puyes”, un pez muy buscado por los pescadores. Y cerca de allí, a 48 kilómetros de Puerto Cisnes, están las Termas de Puyuhuapi. El complejo está en la Bahía Dorita del Seno Ventisquero y en los afloramientos subterráneos del volcán Melimoyu.
En Puerto Aguirre pude dar una vuelta mientras subían y bajaban pasajeros. Aquel día gris mi primera impresión fue que había más perros que gente. Pasé delante de pintorescos negocios pintados de colores y mientras deambulaba algunos marineros iban y venían buscando cigarrillos que, lamentablemente, no encontraron. Nuevamente zarpamos hacia el destino final: Puerto Chacabuco, a tres horas de navegación pasando por los canales Ferronave y Pilcomayo y por el Seno Aysén. En este último las aguas estaban llenas de “corderitos” (así llaman los navegantes a las crestas blancas de las olas), y el paisaje era monocromático hasta que un completo arcoiris dio el toque de color.
El puerto más importante de la región –a 15 kilómetros de Puerto Aysén– fue un importante enclave comercial en el esplendor del salmón, hace tres años. Llegó a tener 5000 habitantes y hoy hay sólo 800, pero poco a poco va remontando. Desde aquí parten los catamaranes a Laguna San Rafael para ver los trozos de hielo que se desprenden del glaciar, ya que al sur del espejo de agua se encuentran los Campos de Hielo Norte. También es punto de partida para aventureros que quieren recorrer la zona en moto o bicicleta, como dos norteamericanas que bajaron del buque pedaleando. Entre tanto, el Don Baldo se preparaba para volver a Puerto Montt
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