Dom 23.10.2011
turismo

CHINA. LA CIUDAD DE XIAN

Cuna imperial

Un viaje a la capital de la primera dinastía china, hoy una moderna megalópolis donde conviven rascacielos de titanio y un antiguo barrio árabe con mezquita y zoco. En las afueras, el legendario ejército de 8000 soldados de terracota que custodian la tumba del primer emperador Qin Shi Huang desde hace 2200 años.

› Por Julián Varsavsky

Hace 2218 años Xian se convirtió en la capital de la primera dinastía china, la célula madre de un gran imperio que llegó a estar a la vanguardia mundial, mientras Europa se sumía en el oscurantismo medieval. Lo curioso es que, luego de un breve interludio –si se lo piensa en términos milenarios, como acostumbran los chinos–, los descendientes directos de la originaria cultura Han no están muy lejos de volver a ocupar el lugar preponderante de potencia económica que supieron tener. El artífice de aquella primera dinastía a orillas del Río Amarillo fue uno de los mayores megalómanos de la historia: el sanguinario emperador Qin Shi Huang, quien unificó siete reinos, ordenó quemar los libros de historia para refundar el tiempo desde cero y mandó cercar su dominio con la Gran Muralla.

Xian fue también el punto de partida de las caravanas de camellos que se internaban en la legendaria Ruta de la Seda, una red de caminos que cruzaba el desierto de Taklamakán para desparramarse por las estepas de Asia Central, Persia, el Mediterráneo y la India. Durante varios milenios transitaron por esas rutas, además de la seda que hacía furor en el Imperio Romano, religiones y corrientes filosóficas y artísticas. La cultura fluía hacia un lado y otro del mundo, entrecruzándose en los puntos de encuentro que eran oasis. Hacia el atrasado occidente viajaron el papel, la imprenta, la brújula, el compás, la pólvora y esos “largos gusanos blancos” que Marco Polo vio a la gente absorber en los restaurantes chinos: los fideos. Y por esos mismos caminos llegó el budismo a la China.

Pero la gloria de la vieja Xian duró hasta el siglo X y casi el único remanente físico de aquel esplendor es una alta muralla rectangular de piedra que alberga el centro de una de las ciudades más modernas de la nueva China, una megalópolis de 4 millones y medio de habitantes erizada de rascacielos de titanio. A un lado y al otro de la muralla surcan la ciudad anchísimas avenidas que conducen a monstruosos mega-shoppings con glamorosas tiendas de las marcas del mundo global. Es decir que de aquella Xian milenaria no queda prácticamente nada, salvo pequeñas islas de tiempo pretérito como la Torre de la Campana –ubicada en el centro del rectángulo amurallado, en el equivalente a Corrientes y 9 de Julio de Buenos Aires–, un barrio musulmán con su ruidoso mercado callejero y la Pagoda del Ganso Salvaje, que tiene 1359 años en funcionamiento casi continuo.

En China hay 50 millones de musulmanes, la mayoría concentrados en el noroeste del país en la provincia de Xingjian. Pero un grupo de ellos habita desde hace siglos en un alborotado barrio de Xian, que se ha convertido en el principal punto de interés para los viajeros. Las angostas callecitas de este barrio de unas diez manzanas son semipeatonales, es decir que sólo transitan por ellas personas, bicicletas y motos. Entre sus decenas de restaurancitos al paso deambulan millares de personas creando un alboroto constante en el que se entremezclan los olores de la carne asada con el vapor de ollas enormes en plena vereda, donde hierven fideos o cabezas de carnero. Muchos hombres llevan el sombrerito redondo de los musulmanes y barba a lo Bin Laden, mientras las mujeres se cubren cuello y cabeza pero no la cara.

El barrio es un gran mercado, un zoco donde hay carnicerías sin heladera donde se exhiben, por ejemplo, hígados de vaca acumulados en una mesa y montoncitos de mondongo tirados en el piso como toallas sucias. También hay huesos sin carne, pescado frito, dulces árabes y panaderías donde se preparan hogazas que se cuecen en hornos subterráneos como se viene haciendo en el mundo musulmán desde hace milenios. En el límite exacto del barrio hay un gran shopping.

En el centro del reducto musulmán está la Gran Mezquita de Xian, un complejo rectangular de 13.000 metros cuadrados donde se mezclan las arquitecturas árabe y china, levantado en el año 742 d.C. (dinastía Tang). En su interior hay una sucesión de pagodas, jardines, estanques y un minarete central. Y dentro del pabellón principal –con techos chinos– está tallado en paneles de madera el Corán completo, una mitad en chino y la otra en árabe. Los hui –chinos musulmanes– acostumbran rezar en árabe oraciones aprendidas por fonética. Y la prueba que todo visitante debe pasar antes de ingresar al complejo –incluyendo los chinos– es recitar en árabe algún fragmento del Corán. De lo contrario, deberán pagar la entrada.

La antiquísima Torre de la Campana. Contraste milenario en el centro moderno de Xian.

EL EJERCITO DE TERRACOTA No por ser antigua Xian está obligada a verse avejentada, pero si uno quiere tomar contacto con la grandeza milenaria de la ciudad hay una alternativa fascinante a una hora de la ciudad: el ejército de 8000 soldados de terracota que custodia la tumba del emperador Qin Shi Huang, el sitio arqueológico más espectacular descubierto en todo el siglo XX.

Al llegar al recinto de los custodios del mausoleo del primer emperador, miles de turistas con viseras y bermudas descienden atolondradamente de autobuses para entregarse a los ritos del consumo: remeras, carteras, lapiceras, cartucheras y lo que uno se pueda imaginar, todo con la imagen de los famosos soldaditos en puestitos callejeros. También hay pollos fritos de Kentucky, hamburguesas de Mac Donalds, fast-foods japoneses, heladerías y toda clase de negocios que uno atraviesa obligatoriamente por varias cuadras peatonales hasta llegar al solemne mausoleo. Los transeúntes caminan ansiosos, pero ceden a la tentación del consumo comprando el souvenir con la miniatura de los guerreros incluso antes de ver el original.

Al ingresar al gran tinglado que protege la primera serie de soldados, todo rasgo de banalidad entre los visitantes se desvanece. Un sorprendente mutismo se apodera de ellos y los pocos que se atreven a hablar lo hacen en susurros.

El profundo respeto que inspiran estos silenciosos guerreros –inmóviles en la oscuridad durante 2200 años– apacigua como un bálsamo a los espíritus más extravertidos. Es un ejército completo encolumnado en posición de ataque que espera la orden para lanzar una mortífera arremetida. Decenas de arqueros con una rodilla en tierra apuntan a un enemigo invisible.

Se cree que cada soldado es una copia fiel de quien posó para que sus rasgos fuesen inmortalizados. Los hay con grandes ojos y cejas espesas, o barbudos entrados en años que irradian solemnidad. Otros, con sus labios furiosamente apretados y el ceño arrugado, parecen mirar la muerte con desprecio. También hay algunos con rostro fino y sonrisa bonachona. En sus caras se les lee la edad y los chinos pueden identificar de qué provincia provienen, como por ejemplo los agricultores de Shaanxi, los pastores del norte o leñadores de origen mongol. No hay dos iguales.

En la primavera de 1974 un grupo de campesinos cavaba un foso en un poblado cercano a Xian, cuando descubrieron un guerrero de terracota con su arco y una flecha de bronce. La novedad conmocionó la aldea, ya que se pensaba que habían ofendido a un espíritu inmortal. Los ancianos recordaron que desde hacía décadas, misteriosas cabezas surgían de las entrañas de la tierra como señal de mal augurio, razón por la cual las colgaban de los árboles y las azotaban hasta destruirlas. Pero esta vez la noticia llegó a Pekín y un grupo de arqueólogos logró develar el enigma: era la tumba del Emperador Qin Shi Huan.

En el zoco de Xian se venden mazos de cartas con iconos orientales y occidentales.

EL INMORTAL Los campesinos que descubrieron a los milenarios guerreros no estaban tan errados cuando hablaban de espíritus inmortales. El primer emperador de la Dinastía Qin vivió obsesionado por descubrir el elixir de la inmortalidad.

Qin Shi Huan enviaba periódicamente a sus generales a las montañas de Penglai para que encontraran la anhelada pócima. Los acompañaban centenares de niños, los únicos capacitados para intuir el origen del manantial de la eternidad. En el año 210 a.C. el emperador envió varias naves en busca de las Islas de los Inmortales, que según una leyenda estarían en los mares que separan China y Japón. Pero las naves fueron tragadas por las aguas.

Cuando Qin Shi Huan empezó a sospechar que nunca encontraría lo que buscaba, decidió ignorar la muerte: decretó la prohibición de mencionar dicha palabra y envió 700.000 hombres a construir un mausoleo imperial: se trataba de un verdadero mundo subterráneo de 56 kilómetros cuadrados donde pensaba iniciar una nueva vida después de su último latido vital. Sima Quian, un historiador contemporáneo de Qin Shi Huan y confiable según los arqueólogos, testimonió la construcción de la morada eterna que el emperador hubiera preferido no habitar, pero que –paradójicamente– lo hizo inmortal: “En el interior se erigieron maquetas de palacios y pagodas que resguardan todo tipo de tesoros y piedras preciosas. Se diseñó un microcosmos con montañas, mares y un río artificial de mercurio que representaba el río Amarillo. En los techos se instalaron un sol, la luna e infinidad de perlas simulando las estrellas. Las velas hechas con grasa de pescado pueden durar por siempre.

Hay trampas mortales contra los intrusos y para resguardar el secreto los artesanos que las idearon fueron encerrados vivos en la tumba, al igual que las concubinas del emperador. Finalmente, todo fue sellado con cobre fundido y tapado con una montaña de tierra arbolada para que nadie sospechase lo que allí se escondía”.

Los soldados de terracota fueron encontrados en corredores herméticamente sellados, verdaderas fortalezas subterráneas que permitieron la perfecta conservación de las piezas. El resto del complejo fúnebre ya fue localizado por los arqueólogos, pero la colina artificial que lo cubre aun se encuentra sin excavar. El elevado nivel de mercurio en el suelo da la pauta de que los dichos del historiador Sima Quian pueden ser ciertos. En los últimos años se han exhumado más de 50.000 piezas y entre las más valiosas están dos carruajes imperiales de bronce decorados con millares de incrustaciones en oro y plata así como dibujos de dragones y el Ave Fénix.

Durante la visita se puede ver a los arqueólogos realizar su trabajo con paciencia china: con simples cucharines y escobillas se dedican a remover toneladas de tierra sumidos en su eterna busca de tesoros.

Una china musulmana vende dátiles al paso.

HASTA EL FIN DE LA HISTORIA Cuando Qin Shi Huan unificó China en el año 240 A.C., hizo pasar por el fuego todo libro que hiciera mención a reinados anteriores, incluyendo las obras de Confucio. Todas las bibliotecas fueron quemadas en función de borrar la historia. La ya entonces milenaria cultura china debía renunciar a su pasado y abocarse a construir un futuro glorioso. El segundo acto de gobierno del Emperador fue cercar su reino con una Gran Muralla que pasaría a la historia. Aquellos que osaron ocultar libros, fueron sentenciados de por vida a edificar la muralla. “Qin Shi Huan condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil”, escribió Borges. El autodenominado “Primer Emperador Chino” aspiraba a regir el Oriente y el Poniente, y soñaba con que sus sucesores gobernaran durante 10.000 generaciones. Pero el deseo de Qin Shi Huan por extender su poderío hasta el reino de los muertos lo llevó a descuidar el funcionamiento concreto de su vasto imperio. Apenas cuatro años después de su muerte, la poderosa Dinastía Qin se desmoronó ante el primer ataque de una rebelión liderada por Liu Pang, un simple campesino que sería el fundador de la Dinastía Han. Reinó durante 400 años, y también borró todo vestigio de la anterior dinastía. Salvo el mausoleo secreto y sus guerreros, los cuales se mantienen incólumes hasta hoy, mientras que los restos mortales de sus modelos humanos quizá ya no sean más que intangible polvo

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