LA RIOJA. GIRA POR LA RUTA 40
Crónica de un viaje por el segmento riojano de la legendaria Ruta 40, bajando por la Cuesta de Miranda para degustar vinos en sus propias bodegas y dormir en ellas. De Villa Unión a Famatina, pasando por Chilecito y el Parque Nacional Talampaya, que estrena dinosaurios.
› Por Julián Varsavsky
Llegamos a La Rioja desde la provincia de San Juan por la Ruta 40 para alojarnos en Villa Unión, el centro neurálgico del turismo en este sector de Cuyo. Desde allí se hacen excursiones en 4x4 hasta el deslumbrante paisaje cordillerano de Laguna Brava y se visitan el Parque Nacional Talampaya y el Valle de la Luna.
La idea de este viaje rutero era centrarnos en los aspectos más singulares y menos conocidos de la provincia –el Parque Nacional Talampaya quedaba entonces afuera–, pero un viajero nos comentó que desde hace tres meses se podían ver dinosaurios en el parque. Así que decidimos ir para comprobarlo. Y efectivamente allí, en la entrada del parque, estaban... las réplicas a escala real de las portentosas criaturas que habitaron la zona en el Triásico hace unos 150 millones de años. Las obras fueron hechas con fibra de vidrio y resinas sintéticas por un equipo de “paleoartistas” –es decir, paleontólogos del Conicet– con una fidelidad asombrosa.
El circuito de los dinosaurios se recorre por un sendero autoguiado de 230 metros con carteles informativos sobre las distintas especies que vivieron en estas tierras a lo largo de millones de años. Tiene cinco estaciones definidas en orden cronológico donde hay un total de 16 réplicas. En la primera está el Marasuchus Illionensis –un pequeño bípedo carnívoro antecesor de los dinosaurios–, acompañado por el Dinodontosauro Brevirostris, un reptil robusto y cuadrúpedo con dos colmillos y pico muy cortante para excavar raíces. En la segunda estación repta el Neoaetosauroides Engaeus, una especie de lagarto gigante similar al cocodrilo. En tercer lugar se yergue en dos patas el Fasolasuchus Tenax, que aterroriza a muchos niños: se alimentaba con mamíferos medianos y pesaba 3,6 toneladas siendo quizás el depredador más grande que haya pisado el planeta. Luego está el Saurus Incertus, un saurópodo cuyo nombre significa “reptil de La Rioja” que medía 10 metros de largo. Y en la última estación aparece la amenazante réplica del Supay Saurus, un carnívoro que caminaba en dos patas.
LOS CAMINOS DEL VINO Un eje temático posible para encarar este viaje puede ser la Ruta de los Vinos Riojanos, que coincide en gran parte con la Ruta 40. En nuestro caso seguimos viaje desde Villa Unión hacia el Este por esa ruta troncal para recorrer la Cuesta de Miranda, cuyo ripio color rojo como las montañas comienza a los pocos kilómetros de la ciudad. A los costados unos típicos ranchitos riojanos ofrecen pan casero y empanadas cocinadas en horno de barro. Y algunos hilitos de agua –también rojos– cruzan la ruta mientras abajo se abren precipicios descomunales.
Bordeando una pared totalmente roja llegamos al Mirador del Bordo, que ofrece una panorámica espectacular desde sus 2020 metros de altura, el punto más alto de la cuesta. A partir de aquí comenzamos a bajar y vimos en la distancia los caracoleos de una calzada del Qapac Ñán, el legendario Camino del Inca que llegaba hasta el Cusco.
Un altar de la Difunta Correa a la vera de la ruta nos detuvo con su misterio y bajamos a curiosear. Un altarcito sobre un pequeño risco estaba rodeado con algunos enanos y cisnes de jardín, virgencitas, damajuanas descorchadas y velas. Un senderito marcado con gomas de autos pintadas de amarillo llevaba hasta el altar donde centenares de botellas de plástico forman una montañita.
Al final de los 26 kilómetros de la Cuesta de Miranda comienza el asfalto otra vez. Seguimos siempre por la 40 hacia Sañogasta entre las dos líneas paralelas que forman las cordilleras del Velasco a la derecha y la de Famatina con sus cumbres nevadas a la izquierda. En Nonogasta pasamos por la ex curtiembre Yoma y finalmente llegamos a Chilecito para sumergirnos en el submundo del vino.
A lo largo de la Ruta del Vino Riojano hay 17 bodegas, la gran mayoría en Chilecito. El cultivo de la uva llegó a la provincia de la mano del conquistador español Ramírez de Velasco –fundador de La Rioja– en 1591. Los sacerdotes dominicos y jesuitas que lo acompañaron fueron quienes inauguraron la actividad en el Valle de Antinaco, actual partido de Chilecito.
Durante los primeros siglos la producción fue artesanal, hasta que a principios del siglo XX se instala en Chilecito una importante producción de vinos de mesa que incorpora las nuevas tecnologías industriales. Y el paso trascendental que dio la vinicultura riojana para adquirir su identidad fue la elaboración del torrontés, producto de la uva blanca (“el torrontés riojano es el que se produce en Salta”, aseguran por aquí). El hecho es que esta cepa fue resultado de una mutación genética espontánea de la uva traída de Europa, generándose un varietal único en el mundo.
En este valle encerrado por dos cadenas de montaña –el Nevado de Famatina y el Macizo del Velasco–, las condiciones para la uva son ideales, ya que se crea una corriente constante de viento sur que garantiza una atmósfera limpia. Los suelos arenosos son muy oxigenados y se los riega con agua pura de deshielos. Los viñedos están entre los 900 y los 1470 metros de altitud, garantizando una gran amplitud térmica con mucho sol durante el día y noches frescas. Así la uva hace bien su metabolismo: descansa de noche, y de día el sol aporta a una buena maduración con alta cantidad de azúcares.
Quien nos explica todo esto es el guía que recibe a los visitantes en la bodega La Riojana, en plena ciudad de Chilecito, una de las pioneras de la provincia, fundada en 1940. Hoy la Riojana Cooperativa Vitivinícola es una de las principales bodegas de la Argentina, con grandes exportaciones a 25 países de cepas como syrah, malbec, chardonnay, merlot, cabernet sauvignon y el celebrado torrontés riojano.
En realidad, fue recién a partir de 1995 cuando se comenzó a hablar del torrontés. El actual gerente enológico de la cooperativa –el mismo de aquel tiempo– hizo su doctorado en la especialidad investigando este varietal durante cinco años para encontrar su equilibrio, ajustar los aromas, el sabor, el color y la expresividad (el cómo se manifiesta el vino en la boca y si persiste su sabor).
A la salida de La Riojana fuimos hasta el cercano pueblito de Tilimuqui –donde hay una finca de la cooperativa– que es una colonia de productores surgida en los años ‘70 donde las casas tienen el viñedo al fondo y las acequias de los deshielos bordeando las calles de tierra.
RUMBO A FAMATINA Abandonamos Chilecito para retomar la 40 –siempre hacia el norte– rumbo a la ciudad de Famatina para conocer una producción de vino patero. En el kilómetro 8 de la Ruta Provincial 111 –en la entrada a la ciudad– está El Jumeal, el negocio de campo que Alberto Zelarrayán y Feliza Gaitán instalaron en un coqueto rancho con techo cañizo. Allí venden toda clase de dulzuras y vino patero, llamado así porque se hacía pisando la uva con los pies. Atrás del puesto a la vera de la ruta están la casa y la finca de apenas 7 hectáreas donde se produce una variedad tan grande de cosas que uno se imagina que sólo serían posibles en un latifundio: duraznos, damascos, peras, manzanas ciruelas, membrillos, nueces, higos y hasta se acopian aceitunas. Con el producto de la cosecha se preparan frutas envasadas al natural y en almíbar, mermeladas, jaleas, nueces confitadas, arrope de uva, dulces en general y hasta dulce de leche. Pero lo más curioso es conocer el método para producir el vino patero. Primero compran la uva en la ciudad y para molerla se usa una maquina comunal que comparten una veintena de productores. Luego está también la prensa comunal para sacar el jugo (de esos 20 productores apenas tres venden el vino, el resto es para consumo propio). El paso siguiente es poner el jugo más un 20 por ciento del hollejo en unos tachos de plásticos “bien curados” de 200 litros para la fermentación. Para que el vino esté bien dulce se hacen tres “trasiegos” –cambio de un recipiente a otro– o si no dos para que sea semidulce. El otro vino que producen es el llamado “seco”, el cual fermenta por dos meses y se le hace un solo trasiego. Una botella de vino patero cuesta $ 15.
En Famatina pasamos la noche y al día siguiente seguimos hacia el pueblo de Pituil para alojarnos en la bodega Chañarmuyo, que tiene una hermosa posada de ocho habitaciones con piscina al pie de un cerro. Quienes se alojan en Chañarmuyo –además de compenetrarse con las cuestiones del vino– suelen utilizar el lugar como base para visitar en la vecina Catamarca la espectacular Ruta de los Seismiles jalonada de volcanes de 6000 metros entre imponentes paisajes que se recorren por una ruta asfaltada hasta el Paso San Francisco en el límite con Chile (280 kilómetros desde Chañarmuyo). También hay quienes usan la posada como base para visitar Talampaya (180 km de distancia). Pero para muchos, lo único que interesa es el vino. Por eso, alojarse en la posada es lo ideal, ya que basta con abrir la puerta para salir a caminar directamente por los viñedos y después conocer el proceso de elaboración del vino en una recorrida por la moderna bodega. En Chañarmuyo los tanques de almacenamiento son de hormigón y quienes lo solicitan pueden probar el vino de los distintos recipientes para comparar los sabores según el momento de la producción y el nivel de fermentación, cuando el enólogo aún no ha definido el corte. Y entre copa y copa, sobrará tiempo para filosofar acerca de la contradicción intrínseca de la idea misma de la “ruta del vino” –o se toma vino o se maneja, pero no las dos cosas– y debatir sin necesidad de llegar a nada sobre si la enología es un arte a una ciencia. Chin chin
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