turismo

Domingo, 27 de noviembre de 2011

DIARIO DE VIAJE JAPóN

Paseando por Tokio

Vicente Blasco Ibáñez –escritor español, autor de “La barraca” y “Cañas y barro”– fue también un gran viajero e incansable cronista de los más variados lugares del mundo. Como Japón, adonde llegó a principios del siglo XX como parte de una vuelta al mundo que sería el origen de un largo libro de viajes. Un país de flores y geishas, de cortesía y tradiciones religiosas.

 Por Vicente Blasco Ibañez*

Por observación directa y por las explicaciones de mis amigos japoneses, voy conociendo algo del alma de este pueblo, compleja y contradictoria, pues se funden en ella las tradiciones de 2600 años y los transformismos violentos de un progreso que sólo tiene medio siglo y ha copiado casi de golpe los adelantos materiales del mundo occidental.

El japonés es de un positivismo áspero, prefiere las empresas prácticas, de utilidad inmediata, y al mismo tiempo adora con fervor de poeta los esplendores primaverales de la naturaleza.

Las flores en el Japón apenas tienen perfume, algunas carecen completamente de él, y sin embargo ningún país de la tierra ama como éste la floricultura. Toda japonesa bien educada aprende el arte de hacer ramilletes, como una señorita occidental aprende el piano o la acuarela. No hay japonés que a la vista de un grupo de flores no se quede inmóvil, en actitud reflexiva, lo mismo que un visitante de los museos de Europa ante un cuadro famoso. Hasta el bajo pueblo da su opinión sobre los matices y combinaciones de un ramillete, pues todos conocen desde la escuela el simbolismo y la armonía de las flores.

En el curso del año las principales fiestas populares están reglamentadas y escalonadas por las sucesivas floraciones de arbustos y árboles. El japonés abarca en su veneración todas las flores, dedicando mayor predilección a las de los árboles, casi inadvertidas en otros países, que a las de los arbustos, más conocidas y apreciadas en Occidente. Cuando al iniciarse la primavera florecen los cerezos, se organizan fiestas de un extremo a otro del Japón, que duran mientras existe dicha flor. Al pie de los árboles se congregan las muchedumbres para presenciar el Miyaco-Odori, la “Danza de los Cerezos”, y estas romerías dan motivo a un consumo enorme de sake, pues el pueblo se embriaga por tradición, como lo hicieron sus ascendientes durante siglos para glorificar la vuelta de la primavera.

Antes de la fiesta de los cerezos ha sido la de los ciruelos, en realidad la primera del año, pues dichos árboles florecen cuando las nieves empiezan a fundirse. Luego se suceden otras fiestas florales, con acompañamiento de tacitas de sake, músicas y bailes de geishas. En mayo es la fiesta de las peonías, que no son aquí inodoras, como en el resto de la tierra, gracias a los floricultores nipones que consiguieron darles un ligero perfume de rosa. Después son festejadas las glicinas de largos racimos y las azaleas, que abundan mucho en los campos. En el curso del verano dedican su alegre glorificación a los iris, a los lotos, y al empezar al otoño se celebra la fiesta de la flor que pudiéramos llamar nacional, pues simboliza al Japón en el resto del mundo, la crisantema, de infinitas variedades.

Además, el japonés festeja en el otoño el follaje de ciertos árboles que toma diversas tintas, como si sus hojas fuesen flores. Hay árboles que dan frutos en otros países y aquí se cultivan únicamente por su floración. En los ramilletes japoneses figuran como delicados componentes la flor del melocotonero, del peral, del ciruelo, del albaricoquero. Estas flores son infecundas; no contienen la esperanza de ningún fruto. Nacieron simplemente para lucir una belleza virgen y jamás conocerán la procreación.

Las magníficas flores de los cerezos sakura en pleno esplendor primaveral.

GEISHAS Todo el que llega a este país con la memoria llena de lecturas literarias pregunta por las geishas, desea verlas, creyendo que son la representación femenina del país. Es algo semejante a lo que ocurre en España cuando los extranjeros desean ver gitanas, creyendo que todas las españolas son la Carmen de Merimée, o a la candidez de ciertos visitantes de París, que se imaginan conocer a la mujer francesa porque conversaron y bebieron con las danzarinas nocturnas de Montmartre.

Algunos escritores europeos, después de cohabitar en un puerto del Japón con una musmé de alquiler, la han exaltado y glorificado con su genio artístico, hasta hacer de ella el símbolo de la feminidad nipona.

Esto es hermoso, pero es completamente falso. En el Japón existen la madre, la esposa, la hija, mujeres de resignadas y virtuosas costumbres, que forman la inmensa mayoría de la población femenina, y existe igualmente la geisha, cada vez menos numerosa y más decadente, que es la bailarina y la música de los lugares de diversión.

Esta especie de cocota nipona fue en otros tiempos, antes de que el Japón adoptase las costumbres occidentales, algo así como una institución nacional, destinada a satisfacer necesidades psicológicas más que físicas. (...)

Geishas, las tradicionales cortesanas japonesas, tocan instrumentos en un centro turístico.

NIKO Primeramente voy hacia el norte en mi viaje por Japón, alejándome de la ruta que debo seguir después. No quiero irme de este país sin conocer Niko, la Sagrada Montaña de Niko, el monumento fúnebre más suntuoso y artístico que posee el Japón.

En la tierra nipona abundan templos y santuarios. Contemplando el paisaje desde las ventanillas del tren, cada vez que veo un grupo de árboles sé que a continuación asomarán entre el follaje los tejados de un templo budista o sintoísta. Todos ofrecen un exterior interesante, más por la vegetación que los rodea que por su arquitectura. Si arrasasen los grupos de árboles y los arbustos floridos, parecerían muchos de ellos miserables barracas.

Tal abundancia de templos no supone que el pueblo japonés sea extremadamente religioso. Por una contradicción de su carácter complejo, los japoneses son el pueblo de la tierra que posee más templos y al mismo tiempo el de menos religiosidad. Tal vez provenga esto de su cortesía extremada, que les aconseja asociarse a toda manifestación pública en honor de un gran personaje, sea hombre o dios. (...) La Sagrada Montaña de Niko adonde yo voy está cubierta de templos de distintos ritos, y sin embargo las muchedumbres de peregrinos que las frecuentan todos los años sienten fundidas sus almas por una absoluta unidad religiosa y acuden a ella para venerar el espíritu de dos grandes muertos, dos Shogunes de la dinastía Tukagawa, llamados Yeyasu y Yemitsu, que hicieron la grandeza del Japón. (...) Llevo varias horas de viaje en el tren. Llegaremos a Niko muy entrada la noche, y creo oportuno comprar un bento para comer en el vagón.

El bento es una caja de madera blanca llena de comestibles, que venden en todas las estaciones. El arroz hervido está en una cajita de cartón con los correspondientes palillos para comerlo. Los otros manjares van envueltos en papeles de seda, con la prolijidad y limpieza de un pueblo de grandes embaladores. Además, me entregan una tetera de barro rojo con su tacita, para que remoje mi banquete a la japonesa con la bebida nacional.

Se muestra la exquisita cortesía nipona hasta en la preparación de esta cena comprada. El papel de seda que envuelve la caja lleva el siguiente saludo, que me traduce un amigo: “Sabemos que el presente bento es indigno de usted, pero sírvase aceptarlo por bondad”.

Este arte del embalaje, que igualmente poseen los chinos, se muestra en todos los bultos que llevan mis compañeros de vagón. El japonés no necesita comprar maletas. Cuando las usa, son de ligerísimo tejido de paja. Por regla general, se fabrica él mismo su equipaje con hojas de papel e hilos, siendo asombrosas la solidez y la gracia que sabe dar a sus envoltorios.

Ha cerrado la noche, borrándose los paisajes en los cristales de las ventanillas. Ahora son opacos y reflejan las luces interiores, así como nuestros rostros, algo caricaturescos por el incesante movimiento. Un amigo japonés, para distraerme, me va relatando las cinco grandes fiestas anuales del Japón, llamadas gosékis.

La primera es la del principio de año. Antes correspondía a nuestro 1º de febrero, pero el penúltimo emperador, deseoso de unificar la vida del país con la de Occidente, decretó en 1873 que el año del Japón debía empezar con el nuestro.

Ahora solemnizan los japoneses el 1º de enero con visitas de felicitación y aguinaldos, que consisten principalmente en abanicos. Algunos tradicionalistas regalan, a estilo antiguo, un cucurucho de papel que contiene un pedazo de pescado seco. La segunda fiesta es la de las Muñecas, dedicada a las musmés. La tercera es la de las Banderas, y es la fiesta de los muchachos. La cuarta se llama la de las Linternas y las Lámparas, y tiene por escenario las hermosas noches del verano. La quinta es la de las Crisantemas, y en este días las familias deshojan dichas flores sobre las tazas de té o las copas de sakez

* La vuelta al mundo de un novelista, Valencia, 1924.

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