BUENOS AIRES UN CASTILLO EN LA PAMPA
La estancia Bella Vista, que fue parte de la extensa heredad de los Guerrero en la provincia de Buenos Aires, invita hoy a pasar unos días de campo, reviviendo el esplendor de antaño. Paseos rurales, pesca de costa, deportes e historia se hacen presentes a la sombra del castillo que surge, con majestuosa discreción, ocho kilómetros hacia adentro de la Autovía 2.
› Por Graciela Cutuli
Cerca de Castelli, promediando la mitad del camino a Mar del Plata por la Autovía 2, es tradicional girar la mirada hacia la derecha para descubrir el “castillo de Guerrero”, un auténtico chateau estilo francés semioculto en la espesa arboleda de un parque. Es la estancia La Raquel, que lleva el nombre de la madre de Valeria Guerrero, última ocupante de la familia y fundadora de Valeria del Mar. Pero la Pampa, que guarda bien sus secretos, tiene otro oculto muy cerca: del lado opuesto de la ruta, sólo ocho kilómetros hacia adentro, se levanta Bella Vista, otra estancia que también perteneció a los Guerrero y que hoy se puede visitar para conocer su historia de ribetes trágicos, las áreas de monte virgen y las riberas del Salado, el río que fue alguna vez frontera con territorio indígena. Aquí, el pasado es cercano y palpable; la majestuosidad de los años de esplendor se mantiene intacta y es posible también realizar un recorrido interpretativo de esa naturaleza, que sigue reclamando su lugar a pesar del avance de la civilización, del tráfico de una de las rutas turísticas más transitadas del país y de la explotación agrícola.
CASTILLO PAMPEANO En el Centro de Interpretación de Bella Vista, a pasos del casco convertido en hotel, se pueden ver las fotos de la casona de campo que conoció y administró Felicitas Guerrero cuando heredó estas tierras de su marido, Martín de Alzaga, en 1870. La historia figura en los anales de la aristocracia porteña y tiene todos los condimentos de lo que antaño se llamaba “drama pasional”, un nombre demasiado romántico para lo que hoy sería lisa y llanamente un femicidio. Felicitas, hija de un rico comerciante algo venido a menos, tenía sólo 15 años cuando la casaron con Alzaga, más de 40 años mayor. Dos hijos tuvo, y los dos murieron. Y después quedó viuda, joven y rica, a cargo de las propiedades que habían sido de su marido y que con raro empeño para la época quiso visitar y administrar personalmente: la actual Bella Vista, La Raquel y dos más, La Postrera y Juancho, en total unas 100 mil hectáreas. En una de esas visitas, su carruaje empantanado en los barriales de la Pampa fue rescatado por Sáenz Valiente, un estanciero de la zona, con quien comenzó un romance que terminó en propuesta de casamiento. La decisión le sería fatal: al conocer la noticia, Enrique Ocampo, un antiguo novio despechado, la asesinó en 1872 en la quinta de los Guerrero en Barracas. El lugar mismo donde hoy se levanta la iglesia de Santa Felicitas, construida como homenaje por los padres de la joven, que terminaron herederos de las extensas tierras bonaerenses de su hija.
El casco actual de Bella Vista no es entonces el que conoció Felicitas sino que fue construido en 1916, fecha que flamea sobre la veleta que corona el castillo. Pero su historia y sus recuerdos están presentes por doquier, desde la biblioteca que atesora los libros sobre la historia de su familia hasta los retratos que la muestran, seriamente ataviada de luto y con el cabello recogido a la usanza de la época, en la sala de estar del edificio. Restaurado con gusto exquisito por la arquitecta Ana Pusiol, su actual propietaria, el casco fue convertido en un hotel de campo con 17 habitaciones, que propone pasar un fin de semana –o bien organizar fiestas y actividades empresariales– a la vera del río Salado y de un monte donde se pasean en libertad y sin ser molestados cientos de ciervos dama. En el total silencio que ofrece el campo, la estancia ofrece con muy bien criterio actividades para distintos gustos: salidas de pesca desde un pequeño muelle, caminatas autoguiadas para interiorizarse sobre la fauna y flora locales, paseos en bicicleta, visitas al Centro de Interpretación y actividades recreativas en la pileta e instalaciones deportivas.
EL MONTE Y UN TESORO Un “océano de pasto”: así describió el escocés Robert Cunningham Graham, quien recorrió a caballo la Argentina en los primeros tiempos de la colonia, el paisaje pampeano que se extendía sin límites ante su vista. Los jinetes eran a sus ojos como barcos, que de vez en cuando aparecían a caballo para intercambiar unas palabras y luego volver a desaparecer en la inmensidad: una inmensidad de pastizal y vegetación baja interrumpida de vez en cuando por montecitos de talas y espinillos como el que se levanta muy cerca del casco de Bella Vista.
Hoy casi no quedan, caídos bajo el avance de la agricultura; pero el de la estancia está intacto, prácticamente virgen y se puede recorrer siguiendo las distintas “estaciones” temáticas propuestas para conocerlo en profundidad. Antes de internarse en la espesura, recomiendan en Bella Vista llevar buen calzado y sobre todo mantener la orientación para no extraviarse; pero en caso de perder el rumbo, hay que seguir la dirección del sol y en no más de media hora se habrá alcanzado la salida. Quién sabe si algún caminante moderno tendrá la fortuna de descubrir el sitio secreto donde se dice que la gente de Dolores enterró un tesoro en 1823, cuando escapaban del pueblo perseguidos por un malón indio... Mientras tanto, el auténtico tesoro es la abundante vegetación de antiquísimos talas –algunos ejemplares se estiman en más de 500 años– y coronillos, un árbol que puede alcanzar los 20 metros de altura y tiene una particularidad: sus hojas sirven de alimento a una mariposa conocida como “bandera argentina”, de color celeste y blanco, que se ve revoloteando sin cesar por el monte. La caminata lleva también al pie de unos árboles de color verde brillante llamados “sombra de toro”, y sobre todo hasta los “reyes de la Pampa”, añosos ombúes de copa gigantesca cuyo tronco forma cuevas naturales para refugio de zorritos, liebres y otros animales pequeños. En esta época del año, y después de las recientes y abundantes lluvias, el campo tiene un atractivo adicional: grandes cantidades de hongos de varios tipos, algunos agrupados en bosquecitos y otros de sombrero tan grande que se diría que un mini plato volador aterrizó perdido a la sombra de los árboles de Bella Vista.
El recorrido por el monte es ideal para hacer a pie, pero también se ofrece la posibilidad de hacerlo en un vehículo 4x4 con una guía de la estancia. Por los alrededores se puede andar en bicicleta (el peligro constante de pinchaduras desaconseja internarse en el monte mismo) y en volanta tirada por caballos, para sentirse como de regreso en el siglo XIX y disfrutar el romanticismo del paisaje al atardecer.
A ORILLAS DEL SALADO Bella Vista se levanta sobre lo que fue una auténtica zona de frontera, a orillas del Salado, el principal río de la provincia, un curso de poca profundidad y pendiente suave... que también tiende a las inundaciones frecuentes. El sabor del agua recuerda la cercanía del mar –que se encuentra a sólo 35 kilómetros– y se hace presente incluso en el agua de la canilla del hotel, potable aunque salobre. Vale la pena recorrer sus orillas en bicicleta o a caballo, o bien caminando, saliendo desde el casco o desde el monte hasta la desembocadura de un arroyito formado por la lluvia que junta sus aguas con la del río. La división es bien clara: aguas marrones las del arroyito, verde opaco las del río. Allí, justo donde se unen las aguas, ávidas carpas se alimentan de las semillas que arrastra el agua y saltan con sorprendente energía para remontar contra la corriente el curso del arroyo. Unos metros más allá, un pequeño muelle paralelo a la costa es el lugar ideal para probar suerte con la caña: pueden salir bagres, tarariras, pejerreyes y, curiosamente, algunos dorados, que no son de la región, pero quedaron atrapados después de una crecida. La visita al río también es ideal para el avistaje de aves: hay biguás siempre paraditos en la orilla y, un poco más al oeste, sobre una playa natural, se pueden ver garzas blancas, moras, cigüeñas y flamencos, como los que a veces se descubren sobrevolando la ruta, a pocos kilómetros de distancia.
Cuando se pone el sol es hora de ir volviendo al casco, para aprovechar la placidez de la sala de estar leyendo y descansando, si no se quiere ver alguna película –como Felicitas, precisamente– o irse hasta las salas de juegos que proponen sapo y otros entretenimientos, a pocos metros del hotel. Al día siguiente habrá tiempo para seguir recorriendo el monte y disfrutar, al mediodía, de un asado con todas las de la ley preparado en La Matera, un comedor con asador posterior donde cada cual puede intercambiar sus secretos con el experto parrillero y abandonarse a uno de los clásicos placeres del campo argentino
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