JUJUY. PROCESIóN DE SIKURIS A PUNTA CORRAL
Con el comienzo de la Semana Santa, una procesión de sikuris parte en busca de la Virgen del Abra de Punta Corral. Crónica de un ascenso religioso a 3500 metros de altura, bajo el manto de la luna jujeña y al abrigo de una procesión donde se funden los ritos del cristianismo con las creencias ancestrales del Noroeste.
› Por Guido Piotrkowski
La fe mueve montañas. Y la devoción por la Virgen del Abra de Punta Corral hace temblar los cerros de la Quebrada de Humahuaca cada Semana Santa. Tiemblan al ritmo de las bandas de sikuris. Tiemblan con los miles que caminan. Tiemblan ante cada redoble de tambores y se estremecen con cada bomba de estruendo.
La procesión al santuario del Abra de Punta Corral es un esfuerzo que sólo a los dioses puede ofrecerse. Unos seis mil peregrinos caminan 25 kilómetros cerro arriba por las venas de la Quebrada, en un durísimo trayecto que lleva entre cinco y diez horas, y moviliza a más de setenta agrupaciones que entonan sus marchas y dianas camino al santuario. La Mamita del Cerro los espera.
EL ASCENSO Los bandas se acercan a la iglesia de Tilcara a partir de la tarde del lunes santo. Se cuentan de a miles los sikureros que reciben la bendición y parten, instrumentos en mano y mochila al hombro, rumbo al cerro. Bajo el siempre diáfano cielo quebradeño al sol aún le queda resto para iluminar a los primeros caminantes. Los sikuris lo hacen entonando pegadizas melodías, que se propagan por las cicatrices de la montaña regada de cardones. Dan valor al resto de los peregrinos, entre los que se ven desde pequeñitos hasta ancianos bastón en mano. La Virgen fue subida, como todos los años, dos semanas atrás. Y es tiempo de ir a buscarla.
El primer desafío es el más duro del periplo. Hay que sortear las Siete Vueltas, un extenuante serpenteo ascendente. Don Brígido Gutiérrez supervisa a dos jóvenes que adornan con flores el arco de la banda. “Es para que nos proteja en el camino”, afirma el hombre, de la Banda Nuestra Señora de la Candelaria. Unos metros más allá, los chicos de la Virgen Rosa de Lima, de uniforme rojo furioso, hacen sus ofrendas a la Pachamama. El catolicismo y los ritos andinos se funden en esta procesión.
En medio del esfuerzo de las Siete Vueltas, una caravana de mulas arremete. No hay sitio para todos. Hay que hacerse a un lado y dejarlas pasar. Son los puesteros que proveerán de comida a los visitantes. Suben rapidísimo. Uno de ellos apuesta que en tres horas estará arriba. El promedio para un poblador es de cinco a siete horas, y los forasteros pueden llegar a demorar diez.
El Sol ya se ocultó tras la montaña y se espera una Luna que promete. Sin embargo, está nublado y es necesario encender las linternas. Con la oscuridad llega el frío, y se impone alivianar la mochila y abrigarse. El primer objetivo es Chilcaguada, a mitad de camino. Mascar coca es vital. Los pobladores lo aconsejan para combatir el soroche o mal de altura. A los sikureros, en tanto, nada parece impedirles ejecutar sus melodías enérgicamente.
En Chilcaguada, pese al cansancio, hay clima de jolgorio. Las bandas se desparraman bajo una tímida Luna que pugna por vencer a las nubes. En los puestos con ollas humeantes ofrecen cordero, papa con queso de cabra, sopa picante de pollo. Hay que comer, beber algo caliente, estirar las piernas, quitarse el peso de la espalda. Queda mucho por recorrer.
Jorge terminó de cenar, pero espera que su hijo se despierte para continuar. El niño es un bulto cubierto por un montón de frazadas al que apenas se le ven los pies. Tiene 6 años y su padre, orgulloso, asegura: “El changuito quería venir sí o sí”.
La trepada que sigue también es ardua y se le suman el cansancio acumulado, la ansiedad por llegar, los pies ampollados, el peso de la carga en los hombros, el frío. Cerca de la medianoche, la Luna le gana la batalla a las nubes, y revela a los devotos un entorno mágico: ya sin cardones, la vegetación rala indica que se ha llegado bien alto.
Un grupo de peregrinos se detiene en uno de los nueve calvarios dispersos a lo largo del sendero. Rodean el altar, lo envuelven con su música y dejan una piedra como ofrenda. A lo largo del camino, decenas de carteles indican los relevos de la Virgen. Un grupo de jóvenes descansa al calor del fuego. Comienza la recta final. Ya no hay cuestas. El sonido de los sikus, redoblantes y tambores se multiplica y contagia las ganas de llegar.
EL SANTUARIO Son las tres de la mañana. El pedregoso sendero desemboca frente al arco del pórtico del santuario. Pasaron diez horas desde la partida y se impone una sopa caliente y un sandwich de milanesa. Las agrupaciones llegan sin pausa y se anuncian con ruidosas bombas de estruendo.
Dentro de la capilla, los fieles se apretujan en el suelo. Conforman una madeja de frazadas intentando conciliar el sueño y darse calor. Mientras tanto Héctor Martínez, diácono de la diócesis de Jujuy, bendice a las bandas que van entrando de rodillas, tocando a todo volumen. Cuando el clérigo sube al púlpito, cesan de tocar para escuchar el sermón de bienvenida y saludar a la Mamita.
El diácono se quita la túnica entre una bendición y otra. “Esto es de una religiosidad popular muy fuerte. Es como una síntesis. Es la cultura misma que echó raíces. Todo lo contrario del sincretismo, que es una ensalada rusa. Es la expresión del pueblo que se manifiesta”, sentencia Martínez, de tez morena, baja estatura y poca pinta de autoridad eclesiástica.
De pie junto a la Virgen, una mujer de poncho marrón se emociona con la ceremonia. Es Titina Vega de Gaspar, una de las pioneras del santuario. “Todo tilcareño puso su granito de arena para que esto crezca cada año –afirma Titina–. Debemos atender bien a los devotos porque vienen con sus mochilas cargadas. Y no me refiero a la que traen encima, sino a todo lo que los agobia, al peso de la vida”, dice conteniendo un lagrimón. Tiene 69 años y hace 57 que peregrina. Comenzó de la mano de su padre, como tantos otros. “Nos reconforta que haya tantos jóvenes y niños, porque sabemos que esto no va a morir. A lo mejor ellos no rezan, pero se manifiestan a través de la música. Y ese es el orar para nuestra Virgencita.” Son las 5.30 de la mañana, el frío se cuela en la bolsa de dormir, el piso es una roca, y cuesta entregarse al sueño.
EL CERRO Y EL REGRESO Alrededor de las ocho el Sol despunta y cobija a los cuerpos entumecidos de frío. Un rato más tarde castigará por igual a las curtidas pieles norteñas y a los forasteros embadurnados en crema. A las nueve la Virgencita, secundada por unos cuantos acompañantes, emprende un viaje hasta el último calvario en la punta del Cerro de la Cruz, a 4000 metros. Al mediodía está de vuelta. Mientras tanto, los sikuris esperan en fila su turno para ingresar a la iglesia.
Allí están las integrantes de María Rosa Mística, una de las tres bandas compuestas por mujeres, que ya tiene más de una década de peregrinar. Y allí está Mirta, con sus 15 primaveras y su redoblante a cuestas. “Si le querés pedir algo y que te lo cumpla, tenés que hacer la promesa de subir tres años”, afirma, tímida. Y Angélica, una de las fundadoras, se une a la charla y agrega: “Si tenés fe, la Mamita cumple. Le he pedido por los hijos, por las necesidades que se te escapan de la mano”. Angélica peregrina desde niña, cuando solía tocar en Sanidad, la banda de su padre.
Al mediodía, las parrillas rebosan de corderos recién carneados, que salen como pan caliente. A las cuatro, todos el mundo se junta en el centro del santuario. Es la hora de la misa de los sikuris. Se turnan para tocar y salen en procesión a su alrededor.
Cae el Sol y el frío ataca una vez más. Con la Luna como faro, los peregrinos se juntan frente a la capilla para la cuarteada, un baile típico en el que se disputan las patas traseras de un cordero. Quien se queda con la pieza, se la ofrenda al santo de turno.
Al amanecer todo está pronto para el retorno de la Mamita a su morada tilcareña. Poco después de la última misa, la procesión parte cerro abajo con la imagen en andas. Los sikureros ejecutan con entusiasmo a pesar de que sus rostros revelan el cansancio de intensas jornadas regadas de alcohol y misticismo.
En Chilcaguada la procesión hace un alto para el almuerzo y en Tilcara la expectativa crece. Se ultiman los preparativos para recibirla. La calle es adornada con arcos decorados con flores y banderines de colores.
Promediando la tarde, gran cantidad de peregrinos ya descendieron. Marchan ruidosamente a la iglesia. Mientras tanto el resto aún está en los cerros, precediendo a la Mamita que se abre paso entre el gentío. En la entrada a Tilcara, fieles y curiosos se agolpan en las calles, se cuelgan de las laderas. Se agitan banderines, se arrojan flores. Todos quieren tocarla, cubierta como está con su manto rosado. Los portadores avanzan, lentamente, hasta el punto de entrada, donde aguarda un grupo de hombres vestidos de romanos para descubrirla. Desde allí seguirá por las calles de Tilcara hasta su morada. Y esperará, un año más, para volver a estar más cerca del cielo
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