Dom 20.05.2012
turismo

PERU. AREQUIPA, EN EL REINO DEL CóNDOR

Blanca y virreinal

En el sur de Perú, Arequipa es una de las más bellas ciudades coloniales latinoamericanas. “Muy noble”, “muy leal”, “fidelísima”, como se la llamó desde tiempos virreinales, es también la “ciudad blanca” de rica arquitectura que resulta ideal como punto de partida para explorar el profundo y fascinante cañón del Colca, donde vuela el majestuoso cóndor.

› Por Graciela Cutuli

Hay ciudades privilegiadas por su historia, y hay otras que además son privilegiadas por su entorno. Arequipa, en el sur de Perú, reúne las dos condiciones: su centro histórico es uno de los más bellos de América latina, pero alrededor se despliega además una de las naturalezas más exuberantes que existen sobre la Tierra. Visitar la región implica despegarse de la tradicional ruta Lima-Cusco-Machu Picchu: aquí se viene para visitar una ciudad de tinte virreinal y de fuerte sentido independentista, que está rodeada de volcanes excepcionales, tan grandes como le cabe a la imponente cordillera de los Andes.

Tierra ancestral como todo el territorio peruano, no podía faltar en sus orígenes una leyenda. Una leyenda según la cual, en aquellos tiempos fuera del tiempo donde discurren los mitos, la montaña Apu Pichu Pichu se enamoró del volcán Chachani, contra la voluntad de los dioses. De roca uno, de nieve el otro, no parecían compatibles a los divinos ojos de los remotos dioses peruanos: fue así que nació entre los amantes el cono impactante del Misti, la silueta que se divisa desde Arequipa, coronada de fumarolas que revelan su actividad aunque los habitantes lo crean dormido. El surgimiento de este tercero en discordia indignó al Pichu Pichu, que se volvió insultante contra la Pachamama. La respuesta de la Madre Tierra fue una tormenta furiosa que lo volvió de piedra, volcado de espaldas sobre su cumbre más alta: así se formó la figura del “indio dormido” que hoy muestran los arequipeños. Aunque sólo una más entre muchas otras leyendas –hay algunas que también dan vida a una suerte de “Yeti” andino–, la historia pone de relieve la importancia que tuvo el entorno montañoso en la formación del imaginario local.

El Misti, uno de los volcanes inspiradores de leyendas y territorio de cóndores.

DESDE ANTAÑO HASTA HOY La ubicación de Arequipa, en un valle entre desierto y montaña, escala imprescindible en la ruta que iba de las minas de plata de Bolivia hacia la costa, hizo gran parte de su fortuna. Una fortuna que se advierte hoy en la riqueza de su centro histórico, construido –como toda ciudad hispana que se precie– en torno de la plaza de armas, prolijamente diseñada con jardines, palmeras y una fuente, coronada por la figura de un antiguo soldado apodado “Tuturutu”: quien, según la tradición, era el encargado de avisar a los pobladores cualquier acontecimiento importante que se produjera en la ciudad. Desde aquí bastará echar un vistazo alrededor para comprender que el blanco es, de hecho, el color de Arequipa, donde muchos edificios fueron construidos con la característica “piedra sillar”. Se trata de un tipo de piedra volcánica (ignimbrita es su nombre técnico) que se encuentra sobre las laderas occidentales andinas, sobre todo al pie del Misti. Otra variante, el “sillar rosado”, distingue edificios como el palacio arzobispal.

El paseo por el centro que comienza en la Plaza de Armas, sigue en la Catedral, que data del siglo XVII y fue concebida en estilo neoclásico, y en la iglesia y complejo de la Compañía, obra de los jesuitas con fines religiosos y de vivienda. Como en otras ciudades americanas, la magnificencia de este edificio religioso revela el poderío de la orden antes de su expulsión de América: toda clase de columnas, espirales, zigzags, coronas de laurel, vides y otros adornos parecen darse cita entrelazados en la fachada, donde se encuentra también el escudo de armas local y la fecha de construcción que certifica su antigüedad. Bastará una mirada más atenta, sin embargo, para descubrir bajo el barniz hispano la esencia indígena que revelan, por ejemplo, los rostros de los ángeles. Adentro el espectáculo no es menor, gracias a los retablos de madera tallada recubiertos en pan de oro y los murales policromos de la capilla de San Ignacio.

La arquitectura cristiana de Arequipa, sin embargo, no se queda aquí: de hecho, su monasterio de Santa Catalina está considerado como el monumento religioso más importante de Perú, aunque son muchos los que podrían pretender el título. Es cierto, sin embargo, que se trata de una auténtica ciudadela –fundada para albergar a las hijas de las familias más distinguidas de la ciudad destinadas a la vida religiosa– construida con una armonía y solidez que no dejan lugar a los barroquismos y potencian mediante la sencillez la fuerza de su arquitectura. Una de sus salas es una pinacoteca donde se organizan muestras de la escuela cusqueña. Y a la lista de edificios notables se suman el convento franciscano de La Recoleta y la iglesia de San Francisco, entre muchos otros repartidos entre los diversos distritos de la ciudad. Algunos de ellos situados en el Barrio de San Lázaro, uno de los que hay que visitar para descubrir la esencia de la Arequipa antigua: aquí se habían establecido los dominicos en el siglo XVI, para evangelizar a los oriundos del lugar, y todavía hoy sus placitas, calles estrechas y pequeños pasajes conservan el encanto de los tiempos coloniales. Un encanto que se prolonga también en las grandes casonas antiguas de Arequipa, como el Palacio de Goyeneche, la Mansión del Fundador, la Casa Moral o la Casa del Pastor. Todas ellas, igual que las iglesias, ofrecen una visión encantadora y plácida de una ciudad que afuera está en constante movimiento: caos para algunos, animación para otros, lo que nunca falta es gente, vendedores, tránsito, conversaciones y sobre todo mucha cordialidad hacia los visitantes.

La arquitectura colonial de Arequipa, resplandeciente por la noche.

REINO DEL CONDOR Cuando se quiera decir “basta” a la experiencia urbana, Arequipa ofrece rápidamente una salida de dimensiones espectaculares: es el cañón del Colca, bien conocido como reino del cóndor, la más majestuosa de las aves andinas. El cañón tiene una profundidad que oscila entre 3600 y 4000 metros de profundidad, lo que duplica al célebre cañón del Colorado estadounidense, y se abre a lo largo de unos 100 kilómetros sobre el Altiplano. Sus miradores, que van jalonando la travesía para poder observar cóndores y otras aves, permiten también extender la mirada sobre el paisaje de terrazas preincaicas que hasta la actualidad siguen brindando su cosecha generosa de maíz, trigo, cebada y quinoa. Toda esta es tierra de volcanes: allí están el Ampato, el Hualca Hualca y el Mismi, entre muchos otros, coronados de glaciares, lagunas de altura y nieves eternas. De vez en cuando, los cambios geológicos entregan algún secreto oculto en sus entrañas: como en 1995, cuando el deshielo parcial del Ampato permitió el descubrimiento de la “momia Juanita”, una niña que probablemente fue víctima de un sacrificio a los dioses en la cima del volcán. Conocida también como la Dama de Ampato, el cuerpo se momificó en forma natural en lo alto de la montaña, rodeada de estatuillas de oro y nácar, a lo largo de más de 500 años, hasta su hallazgo por una expedición arqueológica.

El cañón del Colca se formó, según estiman los geólogos, hace unos diez millones de años, aunque siguió modificándose hasta hace al menos un millón de años. En su estructura y profundidad influyeron las glaciaciones, la elevación de los Andes y la actividad volcánica, además de la erosión del río Colca. Hoy se lo ve como un paisaje espectacular por sus desfiladeros y acantilados, rodeado de pendientes vertiginosas y la silueta majestuosa de los volcanes. También hay en la zona “bosques de piedra”, es decir curiosos yacimientos de formaciones rocosas que probablemente surgieron con erupciones volcánicas y se fueron modelando durante miles de años gracias a la erosión debida al agua y el viento. El proceso, aunque invisible a los ojos del hombre, no hace sino continuar: como si todo el cañón del Colca fuera en realidad un inmenso libro de piedra donde se inscriben lentamente las letras de la historia. A lo largo de la visita, que permite la vista increíble de los cóndores volando al amanecer sobre la cima de los Andes, como flotando grácilmente sobre los precipicios, se pasa por algunos de los 14 pueblos que se levantan a lo largo del valle, entre ellos Coporaque, Yanque (donde hay piletas termales), Chivay o Maca. Es la ocasión para adentrarse en la vida cotidiana de los lugareños, signada por la convivencia con un paisaje infinito y la fauna de altura, como vicuñas y alpacas, que matizan los valles andinos. Quien quiera podrá elegir actividades de aventura –se ofrecen salidas de trekking, de escalada, ciclismo y canotaje– pero la verdadera aventura estará siempre en capturar para el recuerdo la inolvidable imagen del cóndor adueñándose de las alturas más vastas de América.

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