ESPAÑA. BARCELONA, DEL TRAJíN A LA CALMA
En plena costa mediterránea española, Barcelona es una de las ciudades más populares y visitadas de Europa. Con una combinación perfecta de sol, playas, cultura, historia y gastronomía, aquí se vive a pleno día y noche entre plazas, paseos, coloridos parques como el Güell y barrios que encierran el cosmopolitismo de la inmigración.
› Por Mariana Lafont
Basta poner un pie en la dinámica capital catalana para dejarse atrapar por sus calles y encantadores barrios. Cada uno de ellos es un pequeño mundo dentro de esta alegre, distendida y cosmopolita meca de inmigrantes de todo el mundo, que la convierten en una suerte de Torre de Babel. Antiguamente los distritos de la ciudad eran municipios independientes, pero durante los siglos XIX y XX fueron añadidos a Barcelona preservando su identidad y funcionando como entes autónomos. Además de caminarla, una excelente opción es conocerla en bicicleta, medio de transporte que suma más adeptos cada día gracias al sistema bicing, es decir, un servicio municipal de alquiler de rodados para los residentes.
De los diez distritos que conforman la sexta ciudad más poblada de Europa, el más antiguo es Ciutat Vella, que abarca todo el casco histórico y aglutina los barrios del Raval, el Gótico, la Ribera y la Barceloneta. Uno de los más emblemáticos es el Gótico, el núcleo más primitivo, en cuyas entrañas se encuentra la mayor parte de las calles y edificios más significativos históricamente. Adentrarse en su laberinto puede ser toda una aventura: se sabe por dónde se entra pero no por dónde se sale. Y un halo de misterio invade al visitante que recorre sus calles en sombra, debido a cercanía de los edificios, pegados unos a otros, que dificultan la entrada del sol. Curvas, mágicos rincones, paredes coloridas con graffitis, pequeños balcones con ropa colgando y algún café perdido por ahí conforman la telaraña de callejuelas del Gótico. Su trazado permaneció intacto hasta el siglo XIX, cuando se hicieron grandes cambios en la estructura barrial derribando murallas, convirtiendo cementerios parroquiales en plazas públicas y vaciando grandes edificios que cambiaron de destino.
Luego le sigue el Raval, surgido a raíz de la ampliación de las murallas medievales. Aquí se siente una atmósfera muy particular dada la convivencia de lugareños e inmigrantes, un crisol de razas que salta a la vista al recorrer las calles pobladas de comercios de todas las nacionalidades. Entre 1770 y 1840 llegó la industrialización y con ella las calles, las fábricas y las viviendas para obreros que necesitaban estar más cerca de sus trabajos. Paulatinamente el barrio se convirtió en el más densamente poblado de Europa: hasta el más mínimo espacio era aprovechado para edificar. El siguiente cambio vino de la mano de las revueltas obreras contra la mecanización, sumadas a varias epidemias de cólera que fueron razón suficiente para derribar las murallas en 1859, permitiendo la expansión urbana. A comienzos del 1900 el Raval era un barrio residencial obrero en la periferia, pero poco a poco se convirtió en un suburbio de viviendas para clases populares. Sin embargo, pronto se ganó el apodo de “Barrio Chino” debido al amontonamiento, la estrechez de sus calles, su cercanía con el puerto y la proliferación de bares y prostitutas. El barrio siguió decayendo luego de la guerra y la miseria de posguerra. A partir de la década del ’30 se empezaron a pedir mejoras y recién en los años ’80 se impulsó una política de reformas y apertura de espacios recuperando además la denominación original de Raval.
Yendo hacia el mar se llega a la Barceloneta, barrio marinero por excelencia, construido en el siglo XVIII para albergar a los habitantes de la Ribera que habían perdido sus viviendas (demolidas para erigir una fortaleza donde hoy está el Parque de la Ciudadela). Como en otras partes de Barcelona, con la industrialización brotaron una a una las fábricas hasta que, con la caída de las murallas y la llegada del tranvía, la Barceloneta industrial y portuaria fue dando paso al actual balneario de la ciudad. Por su larga y ancha rambla la gente anda en bicicleta, rollers o camina al sol contemplando el Mediterráneo y escapando por un rato del cemento.
Por último, el barrio más pequeño es el de Gràcia, que comprende el territorio de la antigua Vila de Gràcia, población independiente y gitana añadida a Barcelona en 1897. La concurrida vida en sus callejuelas –llenas de bares, restaurantes y comercios– lo convierten en uno de los lugares más atractivos, con carácter propio a pesar de formar parte de Barcelona desde hace más de cien años. Otra característica de la zona es la gran cantidad de entidades cívicas y sociales, además de vanguardistas centros culturales. Y ese rasgo peculiar se nota hasta en los nombres de calles como Libertad, Fraternidad e Igualdad, o en plazas bautizadas John Lennon o Plaza de la Revolución. Finalmente, su atracción principal es el bello, colorido y singular Parc Güell.
DEL MERCADO A LOS MUSEOS Uno de los paseos clásicos de La Rambla es una vuelta por La Boquería para, de paso, degustar un buen sandwich de jamón ibérico. Con más de 300 puestos surtidos de productos locales y extranjeros, el Mercado de San José o La Boquería es el más grande de Cataluña. Nació en una de las puertas de la antigua muralla (Pla de la Boquería), donde los vendedores ambulantes y los campesinos de otros pueblos y masías de la zona se instalaban a vender sus productos. En la actualidad este edén del jamón crudo y los embutidos ofrece excelentes pescados frescos cortados por las manos expertas de las señoras que atienden las pescaderías; también hay buenas carnicerías con cortes de carne uruguayos y argentinos.
Para los amantes de los museos, dos merecen ser visitados sin falta: el de Picasso y el de Miró. En el Museu Picasso se pueden conocer los inicios del genio malagueño con una colección de más de 3500 obras que cubren el período entre 1890 y 1917. Picasso entró en contacto con el arte desde muy pequeño, ya que su padre era pintor, profesor de Bellas Artes y conservador del Museo Municipal de Málaga. El museo se encuentra en la calle Montcada de la Ciudad Condal y abrió en 1963 gracias a Jaime Sabartés, amigo personal y secretario del artista desde 1935, quien quería dedicar un museo al pintor. Si bien la idea era hacerlo en Málaga, el propio Picasso propuso hacerlo en Barcelona. El museo se inauguró oficialmente con el nombre de Colección Sabartés, por las conocidas diferencias políticas entre Picasso y el franquismo de la época. Entre las obras más destacadas se encuentran el Arlequín, varias del Período Azul y la Epoca Rosa con saltimbanquis y personajes circenses, una serie de 58 cuadros sobre las Meninas de Velázquez y valiosas piezas de cerámica. Pero, además del museo en sí, vale la pena darse una vuelta para conocer el lugar donde está emplazado, nada menos que cinco grandes palacios de estilo gótico civil catalán de los siglos XIII y XIV que ocupan más de diez mil metros cuadrados.
Por su parte la Fundación Joan Miró se inauguró en 1975 y posee algunas de las obras más representativas del pintor español, con una colección de más de diez mil piezas (la más grande del mundo) entre pinturas, esculturas, tapices, dibujos y bocetos. El propio Miró pensó en crear la fundación como un elemento que permitiera dar a conocer las tendencias del arte contemporáneo. Ubicada en plena montaña de Montjuic, el edificio que la alberga es un gran espacio abierto con terrazas y patios interiores. Además fue el primer museo de arte contemporáneo de Barcelona y un hito arquitectónico obra de Josep Lluís Sert, amigo personal de Miró.
LOS PARQUES En la cuna de Gaudí y sus grandes obras como la Sagrada Familia, la Casa Milà y la Casa Batlló, todo tiene sello propio con barrios, calles, bares y negocios de mucha personalidad. Lo mismo ocurre con dos de los parques barceloneses más emblemáticos: el Parc Güell y el Parque de la Ciudadela.
El primero lleva el nombre de un rico empresario catalán, Eusebi Güell, que fue mecenas de Antoni Gaudí y le permitió al arquitecto realizar muchas obras sin interferir en sus decisiones. Este peculiar parque se construyó entre 1900 y 1914 y si bien el monte donde se emplaza estaba destinado a ser una urbanización de categoría, por un revés económico devino, afortunadamente, en el lugar que hoy miles de visitantes recorren cada día. El proyecto de urbanización se canceló debido a la Primera Guerra Mundial y varios años después el Ayuntamiento decidió hacer un parque público comprando el terreno sobrante. Su privilegiada ubicación –al margen de la ciudad y sobreelevado– hace de este espacio verde un agradable remanso de paz a minutos del frenesí de la capital catalana. En su proyecto, Gaudí se había inspirado en las ciudades-jardín inglesas y su objetivo era lograr una integración perfecta de sus obras en la naturaleza. Aquí se combinan llamativos elementos arquitectónicos típicos del máximo exponente de la arquitectura modernista catalana: ausencia de ángulos rectos, formas ondulantes que semejan ríos de lava, paseos cubiertos con columnas que se inclinan como palmeras e imitan árboles y estalactitas. Por último, un hermoso detalle son los coloridos mosaicos hechos con trozos de cerámica y vidrio. Si bien los arquitectos modernistas alentaban el uso de baldosas cerámicas, el creador de la inconclusa Sagrada Familia fue más allá y usaba piezas rechazadas, fragmentos de tazas y platos de café para confeccionar collages gigantes. Se los puede apreciar en la parte central del parque, en una inmensa plaza vacía cuyo ondulado borde de 150 metros sirve de banco-mirador hacia Barcelona. Y también se encuentran en la Sala de las Cien Columnas que sostiene a la plaza, cuyo techo tiene rosetas decorativas. Pero el colorido no termina allí sino que continúa en la escalinata de la entrada principal, dispuesta simétricamente alrededor de una escultura de salamandra que se ha convertido en el emblema del jardín y en los dos edificios con techos de suaves curvas y motivos geométricos.
Por su parte, el Parque de la Ciudadela fue, durante largo tiempo, el único espacio verde de Barcelona. Construido en el antiguo solar de la fortaleza local, está emplazado en la Ciutat Vella. La ciudadela fue erigida en 1716 por el rey Felipe V para mantener el control local, motivo por el cual se transformó para la población en un odiado símbolo del gobierno central. Hacia 1843 fue derribada y luego donada a la ciudad, hasta que finalmente, con motivo de la Exposición Universal de 1888, se encargó la construcción del recreo. Un rasgo llamativo es que aquí reina la más absoluta calma, a pesar de los visitantes y la ubicación céntrica: pero todos comparten el espacio con total tranquilidad. Muchos pasean a sus perros, algunos descansan recostados en el césped, otros meditan, leen, toman algo o, simplemente, observan el deambular de los malabaristas. Y domingo tras domingo –a partir de las cinco de la tarde– la escena se repite, mientras Barcelona se apacigua y parece tomarse un respiro.
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