Domingo, 20 de mayo de 2012 | Hoy
ETIOPIA. LA IGLESIA DE DEBRE BERHAN SELASSIE
Es un tesoro de la Unesco y un resumen de la cultura de un país antiguo, sufrido y siempre a punto de desaparecer. Y es una de las construcciones culturales más notables de este mundo.
Por Sergio Kiernan
Andan los rusos diciendo por ahí que el onírico palacio de verano de San Petersburgo, el Hermitage, es el resumen necesario de su país. Que la vasta colección de arte, casi completamente extranjera, sea considerada el arca del alma rusa es toda una definición, rara, contradictoria pero aceptable porque quién es uno para andar discutiendo con el prójimo. Y lo rico es introducirnos esta idea de un arca-semilla, un lugar que permitiría idealmente reconstruir un país entero.
Los etíopes son gente callada y modesta que no anda por ahí hablando de arcas. Es cosa de carácter nacional nomás, porque si alguien sabe de tierras arrasadas, de cortes violentísimos en una cultura, son ellos. Una y otra vez en su historia larga estuvieron ahí de desaparecer llevados por alguna ola de anarquía, de invasiones, de quemazones resentidas. Siempre volvieron, nunca se perdieron y aprendieron a hacer uso de sus semillas.
Para entender el uso de la iglesia de Debre Berhan Selassie en la espléndida ciudad imperial de Gonder, hay que hacerse un poco de contexto. Etiopía arranca hace 2500 años con el nombre de Axum, una contemporánea de Atenas que hoy es la tranquila capital de la provincia de Tigre. Los axumitas inventaron su escritura, su estilo de arquitectura, su moneda –la primera acuñada en el Africa negra– y sus leyes, y se dedicaron a comerciar con el mundo y a excentricidades como conquistar Yemen. En tanto ir y venir terminaron amigos y cuasi que admiradores de un vecino del Mediterráneo, Israel. El siguiente paso fue convertirse al judaísmo, adoptar el Dios único y, en un estupendo acto de apropiación cultural, proclamarse el nuevo Judá.
La conversión al cristianismo en el siglo tres –fueron la segunda nación cristiana– no alteró el mito fundacional de Etiopía: que su primer rey fue Menelik, hijo de Makeda reina de Saba y del sabio Salomón; que Yahvé sonrió ante el príncipe recién nacido y le concedió sus dones; que los descendientes de Etiops pasaron a ser el “otro” pueblo elegido; que la prenda de esta distinción fue que las Tablas de la Ley, guardadas en el Arca de la Alianza, fueran robadas impunemente por Menelik y llevadas a Axum.
Con semejante engrupe, no sorprende que Etiopía fuera una nación imperial y que siga siendo bastante impermeable a las influencias extranjeras. Allá ni siquiera es el año 2012 sino el 2005, el año no arranca en enero y no tiene doce meses, sino trece. Las conversaciones con extranjeros son amistosas y curiosas, pero nada imitativas: una cosa es querer saber cómo hacen las cosas los otros, otra muy otra es adoptar manías ajenas. Lo que explica, de paso, que después de incontables invasiones musulmanas el país siga siendo cristiano, aunque con un gran porcentaje islámico.
Estas invasiones casi constantes casi fueron el fin de una nacionalidad. Emires y beys diversos cortaron todo contacto con el mundo exterior al rodear el planalto etíope con sus conquistas. Ya no hubo más puertos para comerciar con el mundo y los vecinos al norte, al sur, al este y al oeste eran ideológicamente hostiles. Etiopía se empobreció, se redujo y de cierta manera se embruteció: un Estado que sostenía bibliotecas y archivos, que mantenía abiertas rutas con postas y publicaba regularmente el valor de intercambio con las monedas del Imperio Romano se transformó en una corte peripatética que recorría el país de un lado a otro, como un circo ambulante, porque no podía sostener ni un palacio.
De hecho, casi no se sabe qué ocurrió allí en las montañas entre el siglo 7 y el 14, una Alta Edad Media entera de la que no quedan ni libros ni registros. Lo que sí se sabe es que los etíopes inventaron sus arcas y las llamaron monasterios.
Un azar geográfico aseguró el éxito de la idea. El planalto histórico es una tierra elevada y cribada de picos, cordilleras y mesetas de altura, un verdadero bosque de sierras. Estas ambas suelen tener paredes verticales, inaccesibles, que las transforman en fortalezas inexpugnables. Con esfuerzos indecibles, allá arriba se construyeron monasterios, iglesias y bibliotecas, y luego se cortaron las sogas que eran la única comunicación.
Así fue que se salvó la escritura en gue’ez, la lengua muerta que se sigue usando en las misas, como un latín africano. Y se salvaron las escrituras y las vidas de los santos, los poemas y los rezos, los ciclos históricos y las leyendas. Y también las técnicas de pintura y la notación musical, el arte de la fundición a la cera perdida y el de producir papel. Hasta la arquitectura, ese arte tan complejo y dependiente de la transmisión de maestros a aprendices, salvó al menos un libro de estilos tradicionales escrito en piedras y adobes.
El Renacimiento etíope fue literal, un reaparecer de alguna autoridad central, una estabilización social, un crecimiento de algunas ciudades. Gonder fue la capital de este período y por eso es dueña de un conjunto de palacios en ruinas que la Unesco protege y de la iglesia de Debre Berhan Selassie. El templo tiene forma de barca para recordar esa otra arca, la de Noé –la otra forma tradicional es el círculo, símbolo del tiempo y de la perfección– y una pronunciada galería para recorrerla en procesión. El terreno que la rodea representa a Jerusalén, con rincones llamados Monte de los Olivos o Calvario.
Pero el tesoro está adentro, en los muros cubiertos de pinturas religiosas. La espectacular colección de telas pegadas formando murales y el célebre cielo raso de madera pintado con angelitos morochos es un resumen de motivos, técnicas y convenciones del canon de una cultura. Y es la gloria del llamado Segundo Estilo Gonderino, nacido de la tradición ortodoxa griega, filtrada por una sensibilidad africana e influida por un pintor veneciano que pasó y se quedó por muchos años, dando clases.
Los muros, el altar con la célebre Trinidad representada por tres severos barbudos, el techo con los ángeles que miran en las cuatro direcciones posibles, es un libro de lectura pictórico, una Biblia propia que permitiría, si todo está perdido, volver a escribir las escrituras.
Y a rescatar un arte entero, nada menos.
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