Domingo, 17 de junio de 2012 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. INDIA
“Una prodigiosa historia de amor con la India.” Es la que narra Dominique Lapierre en su último libro de viajes, India mon amour. Un periplo apasionado por un país místico y misterioso, donde las tradiciones milenarias conviven y coexisten con el desarrollo tecnológico.
Por Dominique Lapierre *
¡La India! Un país continente, un inmenso mosaico de pueblos, de razas, de castas, de religiones, de culturas. Un país de mil doscientos millones de habitantes que viven en seiscientas cincuenta mil poblaciones, donde se hablan más de setecientas cincuenta lenguas. Donde se adora a veinte millones de divinidades. ¡La India! La promesa de un perpetuo asombro, de un maravillarse a cada momento, de un auténtico sinfín de espectáculos en los que lo sublime a veces se mezcla con lo atroz, pero donde voy a descubrir que la belleza se impone siempre y en todo lugar. Un país que a menudo me sublevará, pero que jamás dejará de hechizarme, de trastornarme, de revelarme nuevos tesoros, de colmarme con nuevas alegrías. Un país que demandaría diez vidas para penetrar en todos sus misterios. (...)
Tres siglos y setenta y tres años después de que un tal William Hawkins, capitán del galeón “Héctor”, desembarcara en suelo indio para iniciar la aventura colonial británica, el equipo francoestadounidense de Collins y Lapierre se encuentra en Nueva Delhi para investigar acerca del fin de esa epopeya. Larry se ha traído consigo a su mujer y a sus hijos. Una amiga nos ha buscado dos casas colindantes en un barrio nuevo en el extremo de Shanti Path, la majestuosa avenida que atraviesa el barrio de las embajadas. Delante de la puerta me esperan, alineados como una guardia de honor, los seis sirvientes que ha contratado para mi servicio. Me sorprende que sean tantos. Todavía ignoro que cada tarea doméstica corresponde en la India a una casta bien determinada. Mi “personal” consta de un bearer, es decir un mayordomo, un cocinero, un dhobi encargado de la colada, un sweeper destinado a los quehaceres más propios de la vivienda, un mali para el mantenimiento del jardín y finalmente un chowkisdar para guardar la casa. (...)
El bearer me señala en seguida a un hombre con la cabeza rapada instalado en la acera, ante una máquina de coser. Es el sastre, listo para confeccionar allí mismo unas prendas de trabajo a medida de mis criados. Este bearer parece una persona muy sagaz.
–Sir, I am a Roman Catholic, and my name is Dominic (señor, soy un católico romano y me llamo Dominic) –me anuncia.
Me entero de que esta manera de indicar de entrada la religión es una costumbre típicamente india y que precede a cualquier otro dato identificativo. El cocinero es musulmán, lo cual es más bien una suerte si quiero escapar de los menús exclusivamente vegetarianos y casi siempre cargados de ardientes especias. Los responsables de la ropa y el jardín son hindúes, pero de castas muy bajas. El vigilante de la casa también es hindú. El encargado de las tareas domésticas, al que llaman el sweeper, un hombre enclenque y de piel muy oscura, es un “descastado” o, dicho de otro modo, un “intocable”. Se encarga de las tareas que los indios juzgan más viles, una de ellas es limpiar los aseos.
A pesar de sus religiones y de sus diferentes “nacimientos”, mis seis sirvientes conviven armoniosamente en las dos habitaciones dispuestas para el servicio en la parte trasera de la casa. Unos días más tarde tendré la sorpresa de descubrir que, de hecho, acojo en casa hasta 50 personas, toda una aldea. Un empleo y un alojamiento constituyen tal ganga en la India que cada uno de mis empleados ha hecho venir inmediatamente a su mujer, sus hijos, sus abuelos, tíos y primos.
Pese a que esta capital es tan cosmopolita, la llegada de dos shahibs, de una mensahib y de su progenitura, así como de un automóvil tan imponente como un Rolls Royce, constituye un acontecimiento. Pronto descubriré que una de las particularidades de la vida en la India es la ausencia total de intimidad. Apenas tomamos posesión de nuestras residencias, los timbres de ambas puertas exteriores comienzan a sonar. La primera visita es la del lechero, acompañado por su rebaño de búfalas, que acude a ofrecernos leche “ordeñada ante nuestros ojos”. A continuación aparece un domador de osos, otro de monos, luego un encantador de cobras con sus mangostas. Todos insisten en mostrar sus números a los niños de Larry, que se quedan maravillados. Le sigue un desfile ininterrumpido de vendedores de alfombras, saris, telas, objetos de madera, de piedra, de cristal, de papel maché, de mimbre, en resumen, los innumerables productos de la rica artesanía de las provincias indias. También acuden los vendedores de perros, de aves, de peces rojos. Por no hablar del limpiador de orejas, de varios peluqueros, de un mago, un astrólogo, un quiromántico, un grupo de monjes músicos y cantantes vestidos de color marrón, con la frente pintada con polvos multicolores. Para coronar esta oleada inagotable aparece un espléndido elefante, cuyo enturbantado conductor quiere llevarnos a toda costa a pasear por el barrio. El hombre mira la calandra del Rolls Royce, que brilla deslumbrante en la puerta del garaje. No parece en absoluto impresionado por ese emblema del pasado. “You, maharaja!”, exclama, invitándome con el gesto a que me suba a su paquidermo con su dorada plataforma. “Maharajas only travel on elephants” (“¡Tú, marajá! ¡Los marajás sólo viajan en elefantes!) (...)
Ciertamente, los Boeing de Indian Airlines y los vagones climatizados de la mayor red ferroviaria del mundo anulan las distancias del país continente que ahora empiezo a explorar para mi investigación. Pero ningún medio de transporte rápido puede ofrecerme el rico sabor y las sorpresas del descubrimiento de la India a través de sus carreteras anárquicas, atestadas de camiones, tartanas de caballos, caravanas de camellos, carretas, carretillas e incluso elefantes. Atravesar a velocidad moderada los mil estrépitos del país escuchando, en el silencio aterciopelado del Silver Cloud, el sitar endiablado de Ravi Shankar o las calmantes cantatas de Bach... ¡menudo placer! En seis meses recorremos mi coche y yo más de veinte mil kilómetros. Entrevistas, búsqueda de documentos, descripciones de situaciones y de lugares históricos... El maletero del Rolls Royce pronto se llena con los variopintos elementos de una investigación prodigiosa. En Mysore me quedo atrapado con el coche en un río de elefantes cubiertos de oro y plata, dromedarios, caballos ricamente adornados. La fiesta dura seis días y seis noches. Cada día, al atardecer, el descendiente del último marajá que ostentó el cargo aparece sobre su trono de oro. La última noche, trono y soberano son izados sobre un elefante suntuosamente decorado para que desfile en medio de la población alborozada. Detrás del paquidermo real hay otro mastodonte. Me sorprende ver que no hay nadie en su palanquín. Me entero entonces de que el majestuoso animal transporta “las almas de los marajás difuntos”.
Unos centenares de kilómetros más lejos, en la carretera de Bangalore, capital de Karnataka, el Silver Cloud queda súbitamente engullido por una marea humana que camina hacia una estatua monolítica de granito de veintidós metros, erigida en la cumbre de una colina. Son así un millón los que asisten a la aspersión ritual de Bahubali, el ídolo fanáticamente venerado por los adeptos al jainismo, una de las religiones más notables de este país adorador de veinte millones de divinidades. Gracias, amada India, por darme la oportunidad de compartir ese torrente de fe y de amor que sólo se reproduce una vez cada doce años. (...) La ceremonia, espléndida, graciosa, impresionante, dura exactamente nueve horas. Comienza con largas invocaciones cantadas por trece sacerdotes. Mientras, cuando se pronuncian sus nombres, los portadores de los vasos escalan, en una blanca e ininterrumpida hilera, el último piso del andamiaje tubular que se eleva por encima de la cabeza del ídolo. Desde lo alto, cada uno vacía entonces su recipiente sobre el cráneo de piedra. El agua chorrea a lo largo de la enorme estatua. Resuenan tañidos de clarín. Cuando el agua alcanza los pies del coloso, hombres santos enteramente desnudos se precipitan para mojarse la frente. La fase más espectacular de la ceremonia comienza entonces con la primera de las grandes duchas rituales. Unos sacerdotes hacen oscilar treinta grandes jarras de cobre llenas de miles de litros de leche sobre la cabeza, el cuello y los hombros de la divinidad. Una ola triunfal de aplausos y de hurras alude al derramamiento de este néctar. Pero ya se abate sobre Bahubali un segundo diluvio, compuesto en este caso por jugo de caña, granos de arroz y leche de coco, que colorea con un ligero gris al coloso de piedra. Mientras estallan nuevos clamores, una tercera catarata, constituida esta vez por una mezcla de polvo de azafrán y sándalo, se abate sobre el gigante para colorearlo con una resplandeciente tonalidad ambarina. En el crescendo del ceremonial, los fieles se precipitan hasta los pies de la estatua para recibir su parte de la unción multicolor. Otros mojan sus paños y sus velos en los regueros y, a continuación, los retuercen para que fluya el líquido sagrado en frascos que se llevarán a sus casas. No hay duda de que para la mayoría la experiencia es un encuentro místico con el más allá. Para algunos, tal vez se trate simplemente de una formidable terapia espiritual. (...)
Vuelvo a subirme al coche en un estado de estupefacción. Asombrado, sorprendido, maravillado por tantas imágenes prodigiosas, me pregunto qué podrá ofrecer todavía esta India eterna a mi insaciable curiosidad. No tardaré en descubrirlo. Aquella misma noche de fiesta, pocos kilómetros después del salir del santuario, me topo de repente con un letrero con flecha a la entrada de una carreterita que parte hacia la derecha, en medio de los arrozales. Temiendo que me esté asaltando una alucinación, detengo el coche para estar bien seguro de que he entendido lo que anuncia el letrero. Sí, Dominique, ¡en el letrero se puede leer: “INDIAN SPACE CENTRE 6 MILES”. A diez kilómetros del ídolo Bahubali y de sus multitudes extasiadas, los sabios de la India del mañana envían cohetes y satélites al espacio.
* India, mon amour. Planeta, 2012.
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