NEPAL. DE KATMANDú A POKARA
Entre el Tibet y la India, Nepal mantiene en su capital, Katmandú, gran parte del aspecto medieval, con callejuelas rebosantes de gente, templos y reliquias milenarios. De allí seguimos a Pokara, una de las mecas mundiales del trekking, para completar una travesía de varios días a pie por la cadena del Himalaya.
› Por Julián Varsavsky
Nepal es un país condicionado como pocos por su geografía. Lo surca nada menos que la descomunal cadena del Himalaya, Everest incluido, una muralla natural que históricamente protegió a los nepalíes de los conquistadores, pero también los aisló del mundo. Así se generó una de las culturas más singulares del mundo, incluso en medio de la creciente globalización. Tan poderosa ha sido la barrera del Himalaya que, al menos hasta hace poco, casi no había contacto entre algunos valles vecinos. Y hay vastas regiones aisladas como Dolpo, en la frontera con el Tibet, donde hasta el año 1990 nadie había visto nunca una lamparita eléctrica encendida.
La monarquía acentuó ese aislamiento cuando cerró el ingreso de extranjeros al país entre 1816 y 1950, conformando un reino casi secreto y ensimismado en el que los hippies creyeron encontrar en los años ’60 el mítico Shangri-La de la novela de James Hilton, ese paraíso perdido de Oriente donde todo era armonía y felicidad. Así emprendían sus travesías desde Turquía, pasando por Irán, Afganistán y la India, para terminar deambulando por las calles de Katmandú en busca de una nueva espiritualidad.
El 87 por ciento de los habitantes de Nepal es hinduista y el resto budista; entre estos últimos hay una mayoría de inmigrantes tibetanos. La monarquía duró hasta 2008, derrocada tras una guerra civil contra una guerrilla maoísta que finalmente ganó las elecciones en 2009, estableció una república y abolió el sistema de castas.
Aun siendo hoy uno de los países más pobres de Asia, Nepal es un país seguro que atrae a viajeros de todo el mundo, que ya no sueñan con el Shangri-La, pero les alcanza con sumergirse en una de las culturas menos globalizadas de nuestro “achicado” planeta. Tan diferente es ese mundo que allí pocos ponen en duda el concepto de la transmigración de las almas, y se vive una fervorosa religiosidad que impregna casi cada pequeño acto de la vida cotidiana de los 29 millones de habitantes del misterioso Nepal.
LA MONTAÑA MAGICA “Tras la ventanilla derecha del avión pueden ver el pico nevado del Monte Everest, que les da la bienvenida a la República de Nepal, lugar de nacimiento de Buda hace 2500 años”, dice el comandante. Y un suave escozor emotivo cosquillea las entrañas de la mayoría de los pasajeros.
En la cola de Migraciones un hombre descalzo de aspecto mendicante, envuelto en una túnica blanca y con un larguísimo pelo trenzado en dreadlocks, espera su turno pasaporte en mano. “Es un sadhu que regresa de un viaje religioso a la India, un hombre santo del hinduismo que abandonó la vida mundana para dedicarse al ascetismo y vivir errante por las calles de Katmandú”, me dice un nepalí que espera delante de mí.
En el viaje en taxi hasta el Thamel, un barrio con infinidad de pequeños hoteles y tiendas de artesanías, Katmandú comienza a develar algunos misterios: a los costados de la calle se levanta una ciudad de casas bajas con ladrillos al desnudo, techos de madera carcomidos por el tiempo y puertas diminutas de un metro y medio de alto. Infinidad de pagodas con techos romboidales superpuestos se entremezclan con las casas. Todo parece antiguo, casi ruinoso y algo sucio, pero rebosante de vida y actividad.
Katmandú es para los viajeros como un preludio de la India más densa, menos caótica que la cercana ciudad de Varanasi y también más limpia. Pero sus calles son de todas formas un desfile de autos destartalados, rickshaws (triciclos-taxi a pedal) y motos humeantes. En los últimos años han surgido cinco centros comerciales pequeños, pero en esencia Katmandú permanece bastante a destiempo de la modernidad occidental: no hay rascacielos espejados ni esa profusión de carteles luminosos que son la marca urbana más visible de toda gran capital del mundo entero.
Katmandú está trazada a la manera medieval, sin planificación alguna: sus calles simplemente se desvían ante los obstáculos, sean un templo hinduista, un árbol, un santuario budista milenario o una piedra cincelada con caracteres sánscritos erosionados por los siglos. Estos elementos son razón suficiente para que los caminos caracoleen en contra de la recta racionalidad moderna. El resultado es una planta urbana al modo de un caótico laberinto. Y si una vaca perezosa interrumpe el tránsito, los vehículos se desvían mientras el animal descansa impasible en medio de la calle. Es esta lógica regida por las fuerzas invisibles de la espiritualidad la que hace de Nepal un país enigmático, un indescifrable acertijo.
HOMBRES SANTOS Se dice que Buda nació en la ciudad de Lumbini en Nepal y caminó alguna vez por las calles de Katmandú, alumbrada cada mañana por el sol que asoma sobre las cimas blancas de la cadena del Himalaya. Pasear entre las 60 pagodas y santuarios de la plaza Durbar de Katmandú es uno de los viajes al pasado más perfectos que se puedan hacer en este mundo. El tiempo retrocede de inmediato dos milenios, con tanta perfección que allí Bernardo Bertolucci filmó escenas de su película Pequeño Buda, sin ambientar prácticamente nada.
En las primeras horas del día las mujeres se dirigen con solemnidad a los templos de la plaza Durbar y de cada barrio, portando bandejas con pétalos de flores y un polvillo rojo con el que frotan oscuras estatuas del siglo X expuestas al aire libre. El amanecer se bendice con un concierto de campanadas que los fieles hacen sonar al ingresar a los templos para despertar a los dioses, que duermen como cualquier ser humano. La santidad emana de cada rincón de esta ciudad-museo alcanzando también al viajero, quien ingresa inevitablemente en esta otra dimensión de vida.
Uno de los lugares más impactantes de Katmandú es el templo de Pashupatinath, a orillas del río Bagmati (afluente del sagrado Ganges), que al descender del Himalaya “comunica a los hombres con los dioses”. Así lo sentencia el Rig Veda, uno de los libros más antiguos de la humanidad. Existen crónicas que citan la existencia de este templo en el año 400 a.C. En su interior sobresale un gigantesco lingam, un monolito fálico que representa el poder destructor de Shiva. Siguiendo una tradición milenaria, todos los días llegan al templo fieles que descienden por las anchas escalinatas de piedra hasta las aguas del Bagmati, donde realizan inmersiones en el río contaminado. No buscan refrescarse, sino purificar sus almas.
Al llegar a Pashupatinath me encuentro con varias piras funerarias ardiendo a la vera del río. Recuerdo al escritor Elías Canetti, para quien al viajar lo toleramos todo y nos sentimos fascinados ante lo atroz sólo porque es novedoso. “Los buenos viajeros son despiadados”, sentencia el ensayista búlgaro. Los cadáveres yacen a cielo abierto sobre unos leños, mientras dos monjes practican los últimos rituales antes de encender el fuego. La familia de un anciano fallecido rodea el cuerpo sobre los leños, pero nadie parece triste. Para los hinduistas la muerte no tiene, a priori, un carácter trágico: es, por el contrario, una liberación del sufrimiento de la vida. El ritual continúa con el integrante más joven de la familia, un niño, dándole de beber al muerto un último sorbo de agua sagrada del río. Entonces se enciende la pira y en dos horas no quedará nada: sólo las cenizas, esparcidas en el río donde todos se bañan.
Cruzo el río por un puente para recorrer un parque con colinas arboladas lleno de templos abandonados. Algunos monitos retozan entre estatuas de dioses hindúes y no se ve a nadie. Sin referencia actual a la vista, el ambiente adquiere un toque místico que remite a la época en que Buda se internó por estos bosques convertido en un asceta.
Los senderos del azar me llevan hasta unas mujeres vestidas con coloridos saris, luciendo el tercer ojo de Shiva incrustado en la frente y pesados aros de oro en la nariz. Reina una paz absoluta matizada por el tintineo de un colgante de bronce en el techo de un templo. Y de a poco comienzo a oír un monótono murmullo proveniente del interior de un templo: “Om shri ganesha...” (Yo saludo al bendito Ganesha). Entonces indago los oscuros santuarios y doy con el enigmático sadhu, que recita obsesivamente su mantra.
Al asomarme veo al santón sentado en penumbras sobre sus piernas enroscadas en posición de loto detrás de una columna tallada con diminutos budas. Tras una cortina de humo de sahumerio, el hombre no se entera de mi presencia mientras observo su torso desnudo, la cara pintada –mitad blanca, mitad roja– y el pelo trenzado de dos metros de largo enroscado en el suelo como un nido de serpientes. El ambiente huele a marihuana –muchos sadhus la fuman antes de entrar en trance– y el hombre parece llevar horas con la mirada perdida, desconectado de cualquier percepción del mundo exterior.
POR LOS TECHOS DEL MUNDO Nepal es una meca para los amantes del trekking. Pero no es Katmandú el mejor lugar para caminar por los Himalayas (así, en plural, se alude al sistema de montañas compuesto por varias cordilleras y subcordilleras de la región), sino la ciudad de Pokara, a media hora de avión. Hacia allí vuelo y contrato un guía para recorrer a pie la región del Anapurna, que ostenta nueve de los picos más altos del mundo.
Bajo el débil resplandor del alba, partimos en taxi con el guía rumbo al poblado de Ulleri para comenzar el trekking. El primer día de travesía el ritmo es agotador. Til, el guía sherpa que me conduce, insiste de entrada en cargar mi pesada mochila. Se supone que le pago para eso, pero le explico que no uso a las personas de animal de carga y él se sonríe. A la hora de caminata estoy al borde del colapso y Til toma mi mochila sin mediar palabra. Los efectos de la altura consumen las energías del recién llegado con una rapidez asombrosa.
Subimos por senderos rocosos en la ladera de la montaña ante la mirada curiosa de unos monos. Al fondo de los precipicios se ven hilos de agua que nacen en las altas cumbres, mientras avanzamos lentamente durante ocho horas a través de caminos muy seguros, flanqueados por una tupida vegetación subtropical. La primera jornada nos deja exhaustos, con el cuerpo dolorido, pero en el poblado de Tatopani nos esperan unas burbujeantes aguas termales. La segunda jornada comienza antes del amanecer. Ya casi no ascendemos, sino que avanzamos por un plano entre montañas. La salida del sol ocurre a nuestras espaldas, y delante de nosotros su primer destello da de lleno contra un pico nevado. Nos detenemos encandilados por la explosión blanquecina, que parece encender la montaña como resultado de una orden superior.
A partir de ahora todas las montañas están cubiertas por un manto de nieve. En el camino, el tintineo de unas campanitas nos advierte que se acerca una tropilla de burros. La dirige un hombre que nos saluda ruidosamente: “Namasteeeeee” (saludo al Dios que hay en ti). Medio de transporte para las personas no hay ninguno y los burros son el único medio de carga entre los pueblos del Himalaya.
Pernoctamos en una posada del pueblito de Marpha compuesto por casas blancas a 2700 metros de altura, rodeado por un círculo casi perfecto de diez picos nevados de 5000 metros que forman un gran anfiteatro blanco. Al día siguiente atravesamos un puente colgante sobre un caudaloso río para ingresar en un bosque de manzanos. Las mujeres cosechan frutas arropadas con túnicas rojizas y con la cabeza cubierta por largos pañuelos. Pertenecen a la etnia thakalis, devotos de una hermética secta budista llamada Ningmapa que sólo existe en Marpha.
LA SOLEDAD A partir del tercer día la vegetación comienza a declinar. A medida que subimos los árboles se empequeñecen. Vamos rumbo a Jomsom, el pueblo mayor de esta parte del Himalaya, con unas cuantas posadas y restaurantes tibetanos. En el camino pasamos por un cuartel de los famosos soldados gurkas, a quienes vemos practicar frenéticos ejercicios al ritmo de gongs y tambores. Pero más interesantes son los músicos tibetanos, que oímos tocar en la noche en una posada de Jomsom, acompañándose con diversos tamborcillos mientras entonan canciones religiosas.
El último día del trekking dejo mochila y guía en Jomsom y me voy solo a recorrer el trecho hasta Muktinat, que depara los paisajes más deslumbrantes del viaje. Voy por el curso de un río seco de 400 metros de ancho, caminando sobre millares de piedras redondas. Cada tanto debo sortear hilos de agua que en épocas de lluvia se convierten en violentos caudales. Pero ya es momento de abandonar el curso del río, porque a los costados empiezan a elevarse las paredes arenosas de un gran cañón del que sería imposible salir. El sendero continúa bordeando el cañón, que se hace cada vez más profundo y llega a superar los 100 metros. El suelo, lleno de fósiles marinos, delata la presencia del mar en esta zona millones de años atrás. En todo el trayecto ascendente me cruzo apenas con una anciana bajando por la montaña a lomo de burro, que ni siquiera me mira.
A 3800 metros de altura ya no hay más árboles. Estoy totalmente solo en medio de valles extraordinariamente amplios y colosales montañas desnudas de vegetación. El aire que se respira es puro y fresco como un caudal de agua. En el Himalaya las alturas máximas de los picos parecen inalcanzables y el espacio inconmensurable. Perdemos toda noción del tamaño de lo que nos rodea y la visión se adapta a una nueva concepción del espacio: una montaña de 5000 metros parece un cerro al lado de otra de 9000.
Finalmente llego a Muktinat, un pueblito típicamente tibetano en medio de un valle, donde el tiempo también se detuvo hace varios siglos: casas de piedra con leña acumulada en los techos, corrales de piedra e imágenes budistas por doquier. Pequeños canales con agua bajan de las montañas y surcan las callejuelas. Un grupo de mujeres con el rostro ajado por el viento circula lentamente alrededor de un templo budista haciendo girar la “rueda de la vida”. En su recinto sagrado está la misteriosa “piedra ardiente”, de la cual emana una llama azul originada de una filtración de gas natural. Millares de peregrinos se acercan en procesión por las montañas hasta este santuario cada mes de agosto, un rito que, según se dice, se repite desde hace 2000 años.
Al atardecer regreso a Jomsom para tomar una avioneta de regreso a Pokara. El trayecto nos hiela la sangre mientras volamos entre cimas blancas, casi rozando las laderas. En 20 minutos desandamos cinco días de camino para aterrizar en Pokara con la seguridad de haber estado, por unos días, a las puertas del cielo, pero con pasaje de regreso.
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