Dom 30.09.2012
turismo

BOLIVIA. TRAVESíA EN EL ALTIPLANO

La sal de la vida

Un viaje de tres días en 4x4, del salar de Uyuni, en Bolivia, a San Pedro de Atacama, en Chile. Entre campos de géiseres, lagunas de colores y cielos poblados de flamencos se avistan volcanes humeantes y raras formaciones rocosas, que convierten a este rincón boliviano en una suerte de paisaje surrealista tangible como un cuadro de Dalí.

› Por Mariana Lafont

Fotos de Mariana Lafont

El sudoeste de Bolivia es su rincón más extremo y frío. Los propios bolivianos dicen que en Uyuni hace “harto frío”, ya que las temperaturas oscilan entre 20° C durante el día y -20° C por la noche. Allí, donde sólo llueven unos escasos milímetros al año, el desierto y las montañas son los dueños del paisaje. Y a pesar de lo inhóspito del lugar, grandes maravillas naturales sorprenden al visitante: exóticas formaciones rocosas, volcanes, cráteres, fumarolas, termas y fascinantes lagunas de colores con miles de flamencos.

Pasadas las diez de la mañana, estábamos esperando en la agencia que nos pasaran a buscar cuando llegó una Toyota Land Cruiser conducida por Saúl, el guía, chofer y cocinero que en tres días nos llevaría por uno de los rincones más bellos y salvajes del altiplano boliviano. Junto a él había tres alemanes y una austríaca.

En las afueras de Uyuni paramos en el Cementerio de Trenes, un sitio desolado donde reposan añejas máquinas ferroviarias olvidadas. Una verdadera puerta al pasado de esta parte de Bolivia. A finales del siglo XIX, el auge de la minería aceleró la llegada del ferrocarril al país: fue cuando se tendió, en 1899, la primera vía entre Uyuni y Antofagasta. Así se originó la ruta que une hoy Oruro y Villazón, pasando por Tupiza y otros pueblos nacidos al compás del silbido de las locomotoras. Los trenes partían llenos de plata hasta que Uyuni dejó de ser rentable y, poco a poco, se fue abandonando la zona y las máquinas quedaron varadas como testigos mudos de un pasado mejor. Luego de merodear entre hierros retorcidos, treparnos a viejas locomotoras y subirnos a hamacas y subibajas hechos con partes de trenes recicladas, seguimos viaje hacia el Salar de Uyuni.

Cerca y lejos, sal hasta el infinito en la blanca y extensa superficie de Uyuni.

KILOMETROS DE SAL ¿Qué mejor lugar que el mayor desierto de sal del mundo para comenzar nuestra aventura por los más bellos paisajes de América? Ubicada a 3650 metros de altura, esta radiante e infinita masa blanca tiene 12.000 kilómetros cuadrados de superficie y 120 metros de profundidad. Hace unos 40.000 años, la superficie estaba ocupada por el lago Minchin y posteriormente, hace 11.000 años, por el lago Tauca. Además de Uyuni, el salar de Coipasa y los lagos Poopó y Uru Uru también son vestigios de grandes lagos prehistóricos que existieron en un período de clima más húmedo. Luego, vino una época cálida y seca que redujo enormemente la superficie y el volumen de los lagos andinos, dando origen a los actuales salares y lagunas. En el de Uyuni se estima que hay 10.000 millones de toneladas de sal, de las que se extraen unas 25.000 al año: además es una de las principales reservas de litio del mundo.

A lo largo del día hicimos varias paradas en ese mar blanco por momentos irreal. En una de ellas vimos mucha sal amontonada en pequeñas pilas, método tradicional para evaporar el agua y facilitar el transporte. Más adelante había “ojos de sal”, perforaciones donde a veces se pueden ver gases burbujeantes escapando de las profundidades del salar. Además, en estos huecos se aprecian las distintas capas de sal bajo el agua. Y cerca de allí vimos el primer hotel de sal, ahora abandonado, ya que no se permiten construcciones en la reserva. Por eso mismo los hoteles y albergues están en los bordes del salar.

Los cardones ponen un toque de vida vegetal en el desierto altiplánico.

INCAHUASI Ya habíamos recorrido cien kilómetros cuando llegamos al plato fuerte del día: la isla Incahuasi (“la casa del Inca” en quechua), exótica y escarpada, en pleno centro de Uyuni, muchas veces confundida con la vecina Isla del Pescado. Recorrimos un sendero bien señalizado que nos condujo a lo más alto para disfrutar de las panorámicas, el intenso cielo azul y los cientos de milenarios cactus gigantes (algunos de más de diez metros de altura) que pueblan Incahuasi. Simplemente mágico. Al volver, Saúl había preparado un lindo almuerzo en una de las mesas de sal ubicadas al pie de la isla.

El viaje siguió, sin que nadie se cansara del infinito color blanco. Mientras tanto, el paisaje se tornó aún más interesante al aparecer grandes espejos de agua de muy poca profundidad. Nos detuvimos nuevamente para hacer fotos jugando con la simetría perfecta del reflejo, y tomas de perspectiva forzada donde se puede tener a alguien en la palma de la mano o verlo tan pequeño como un zapato. Dos horas antes del atardecer llegamos al albergue de sal donde pasaríamos la primera noche. Todo, absolutamente todo era de sal. ¡Suelo, paredes, mesas, bancos y hasta las camas! Nos ubicamos en las habitaciones que luego compartiríamos con pasajeros de otros grupos y tomamos una rica merienda caliente. Antes de que se hiciera de noche, caminamos por los alrededores disfrutando la puesta de sol mientras un grupo de llamas nos miraba desde el corral.

Islas de bórax, como hielo flotante sobre la Laguna Colorada.

COLORIDAS LAGUNAS A la mañana siguiente partimos hacia la Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo Avaroa, creada en 1973 y la más visitada de Bolivia. Aquí abundan volcanes en erupción, fuentes termales, fumarolas y géiseres humeantes, lo que le valió el apodo de Yellowstone del Altiplano. A pesar de la altitud y la extrema aridez, numerosos seres vivos se han adaptado a las dramáticas condiciones de vida. Hay 80 especies de aves, de las cuales las más llamativas son los flamencos, aves gregarias y de refinada perfección que habitan sistemas salinos para alimentarse. De las cinco especies de flamencos existentes en el mundo, tres están aquí: el andino, el chileno y el de James. Asimismo hay pumas, zorros andinos, vicuñas y vizcachas; también la flora es sorprendentemente variada dadas la salinidad y las bajísimas temperaturas.

La primera parada fue frente al volcán, activo, Ollagüe, gran coloso cónico de 5870 metros. Lo inhóspito se apropió del paisaje, tanto que por momentos creíamos estar dentro de un decorado de película que recrea lo que quedó de la Tierra luego de un gran cataclismo. Era inevitable imaginar qué pasaría si alguno de los volcanes de la zona entrara en erupción... La marcha siguió mientras el vehículo se abría paso entre desiertos y salares menores, al tiempo que nuestros cuerpos acompañaban el zarandeo de la 4x4. La altitud y el movimiento generaban un leve mareo y sensación de letargo. Por momentos costaba mantener los ojos abiertos, pero nadie quería perderse lo que venía: una sucesión de lagunas de colores pobladas de flamencos. La primera de ellas fue la laguna Cañapa. Al divisarla, Saúl nos sugirió que fuéramos caminando mientras él hacía el almuerzo. Vino bien estirar las piernas y respirar aire puro pese al frío. Una vez en la costa vimos la primera pareja de flamencos: parecía poco, pero ante nuestra desilusión Saúl nos alentó diciendo que en la próxima laguna habría muchos más. Luego de la sobremesa y una caminata continuamos a la laguna Hedionda, con su olor a azufre característico. La laguna está a poco más de 4500 metros de altura y, tal como había predicho nuestro guía, había muchos más flamencos inmutables a pesar de nuestra presencia.

Queríamos quedarnos, pero había que continuar al desierto de Siloli, conocido por las llamativas formaciones que generaron allí los fuertes vientos de la región. Siloli está considerado uno de los desiertos más áridos del mundo y es la puerta de entrada a la Reserva Eduardo Avaroa. Finalmente divisamos a lo lejos la formación más famosa: el árbol de piedra. Luego de más y más fotografías continuamos hacia el destino final del día, la Laguna Colorada, cuya particularidad son las islas de bórax, que semejan trozos de hielo flotante. Es también la más llamativa por su atípico color, producto de la presencia de sedimentos rojizos y de ciertos pigmentos de algas. Pese a las ráfagas de viento, no podíamos dejar de mirar la laguna y su costa habitada por flamencos.

El árbol de piedra, la formación más conocida del inhóspito desierto de Siloli.

RUMBO A LA FRONTERA El fin del viaje se acercaba. Partimos antes del amanecer rumbo a la frontera con Chile, muy cerca de San Pedro de Atacama, turístico y concurrido oasis en el desierto más seco del mundo. Salimos sin desayunar para ver los géiseres antes del alba, ya que una vez salido el sol su actividad se reduce por el aumento de la temperatura y la disminución del contraste entre el frío de la atmósfera y el calor de los chorros. Estas afloraciones situadas al sur de la Laguna Colorada se conocen, poéticamente, con el nombre de Géiseres del Sol de la Mañana, dentro de la reserva Eduardo Avaroa. Luego de media hora y con un frío que nos helaba la sangre, la emoción nos la empezó a entibiar. ¡Queríamos sacar fotos desde el vehículo, pero los vidrios se habían congelado y no bajaban! No quedó otra más que abrigarse bien y perderse en la humareda con olor a azufre. El guía nos esperaría al otro lado y nos advirtió que tuviéramos cuidado y que no nos acercáramos mucho a los géiseres, ya que con la helada podríamos resbalar y morir calcinados. Siguiendo su sabio consejo, recorrimos el lugar con la sensación de estar, sencillamente, en otro planeta. Cuando el sol asomó fuimos a un refugio a tomar el esperado desayuno. El madrugón tuvo su recompensa: panqueques con dulce de leche, cereales y yogur. Luego, quien quisiera podría darse un baño termal con los primeros rayos del sol.

Un aire onírico acompaña la recorrida por el desierto de Dalí, como pintado por el artista catalán.

PAISAJES DE DALI De allí continuamos a las lagunas Verde y Blanca. Los paisajes se hacían cada vez más irreales y el inmenso desierto dorado contrastaba con el azul del cielo. De pronto vimos, a lo lejos, un grupo de rocas arrojadas por un volcán mucho tiempo atrás. Estábamos frente al Desierto de Dalí, a 4750 metros de altura, así llamado por su atmósfera surrealista, que recuerda al famoso cuadro de los relojes blandos (La persistencia de la memoria) del artista catalán. Los últimos 65 kilómetros fueron de agradecido pavimento luego de haber andado tres días por duros caminos trepando los 5000 metros. De repente, un gigante de forma cónica perfecta emergió: el volcán Licancabur. Este coloso de casi 5900 metros es el límite natural entre Chile y Bolivia. Al pie del volcán está la laguna Blanca, pequeño y maravilloso espejo de agua de sólo 10 kilómetros cuadrados de superficie. El alto contenido de minerales produce su color blancuzco y, cuando no hay viento, en él se reflejan los picos nevados que la rodean, formando una perfecta simetría. A un costado, un fino hilo de agua la comunica con otro espejo verde esmeralda. El cambio de color parece sobrenatural. La laguna Verde, por momentos turquesa, debe su color al alto contenido de magnesio. Luego de cientos de kilómetros en arduos caminos hemos unido Uyuni y San Pedro de Atacama. Y se va con nosotros el recuerdo del salar más grande del mundo y los espejos de colores, que nunca se borrarán de nuestra mente.

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