JAPON: TOKIO Y LA BAHíA DE ODAIBA
Tokio es el paradigma de la gran capital del futuro, la mancha urbana más extensa de la tierra, puntera en vanguardia arquitectónica y diseño en el siglo XXI. Crónica de un viaje futurístico por la bahía de Odaiba, el barrio más moderno de la ciudad, donde se percibe a pleno su condición de galaxia multicultural.
› Por Julián Varsavsky
La primera imagen de Tokio tras la ventanilla del avión recién aterrizado fue un aniñado Boeing 787 decorado con una Hello Kitty gigante en el fuselaje. La segunda, en el baño del aeropuerto Narita, una larga fila de mingitorios con una señora arrodillada pasando un trapo con la mano enguantada por el piso de mármol, una y otra vez hasta dejarlo reluciente como el del lobby de un hotel cinco estrellas. Estas dos visiones, con infinitas variantes y contextos, las veríamos repetidas luego por todo Japón, cuyos habitantes viven obsesionados por mantener la limpieza y el orden de todo, a la vez que se muestran lo más serviciales posible. El ejemplo extremo lo vimos en la boutique de seis pisos de Chanel en Ginza –el barrio más fashion de Tokio–, donde una mujer sentada en un sillón elegía carteras y alhajas mientras dos empleadas la atendían arrodilladas en la alfombra, una a cada lado, probándole anillos de diamantes.
El avión de Hello Kitty –tal vez la gatita más popular del mundo– fue un adelanto del singular sentido lúdico de muchos japoneses. Por todo Japón uno se cruza con miles de chicas con look lolita, vistiendo como niña elegante de la época victoriana, con vestido color pastel con forma de campana y una mochila multicolor en la que asoma un osito.
Los tokiotas son un canto a la elegancia, no sólo por los trajes, vestidos y joyas comprados en las boutiques de varios pisos de Armani, Louis Vuitton, Tiffany, Prada y Gucci en Ginza, sino también por la cantidad de mujeres que uno se cruza vestidas con kimono en el centro mismo de Tokio. Cuando no una verdadera geisha de cara blanca por las calles del barrio Gion de Kioto.
Una de las obsesiones de los japoneses –obsesivos por naturaleza con el respeto, la puntualidad, el honor, la limpieza, el orden, las historietas, el look lolita, las leyes, la elegancia, los juegos electrónicos, la fotografía– es su amor por la tecnología. La gente parece no pensar en otra cosa que en automatizar y acelerar los procesos de la vida diaria y el trabajo. Por ejemplo, en Tokio uno detiene un taxi y la puerta se abre sola, o en un hotel del lujo la tapa de un inodoro con 30 botones también se abre solita, y en algunos karaokes una máquina mide la cantidad de calorías consumidas por cada persona durante una canción. Y el tren bala Shinkansen es motivo de orgullo nacional, porque en cada ruta hay un promedio anual de retraso menor a un minuto.
Los robots hogareños –personajes cada vez más habituales en la ciudad, de los cuales el Tamagochi es ya la prehistoria– son adorados en Japón. Y en el barrio hipertecnológico Akihabara hay varios negocios dedicados sólo a este rubro, donde se venden desde humanoides de acero que bailan con asombrosa plasticidad, o juegan al fútbol, hasta obedientes perritos mecanizados.
Tokio es el paradigma de las megalópolis futuristas, la mancha urbana más grande de la Tierra –con 35,3 millones de habitantes– y la más moderna de este mundo. Es una ciudad que parece siempre a estrenar, nueva por donde se la mire, con edificios firmados por starchitechs globales como Renzo Piano y Jacques Herzog. Barrios como Shinjuku –por cuya estación de metro pasan tres millones de personas al día– o Ginza parecen ir un siglo adelante de nuestro tiempo.
El más nuevo de estos barrios es Odaiba, creado sobre una isla artificial ganada al mar para que broten algunos de los edificios más excéntricos de la ciudad. Nuestro viaje futurista a Odaiba comenzó a media mañana alrededor de la estación de metro Shibuya, para observar el cruce peatonal más populoso de la Tierra, con miles de personas lanzándose a la carrera ante la señal de largada de los semáforos para peatones en las cuatro esquinas. Cuatro ríos de gente confluyen en un punto central y nadie choca. En la vereda, entre el maremágnum de cabezas, vimos un monje budista con túnica amarilla y un sombrero cónico que le cubría la cara, petrificado como una estatua. Cada tanto daba un pasito milimétrico y tocaba una campanita. La gente lo ignoraba.
Sumergidos otra vez en el metro seguimos hasta la estación Shiodome, otro núcleo de rascacielos con perfil propio liderado por la Nippon TV Tower y su especie de vela negra metálica surcada por tubos.
En Shiodome tomamos el Yurikamome, un tren aéreo a control remoto, es decir sin chofer. Desde el vagón no se ven las vías, así que uno parece volar. Al internarnos por la Bahía de Odaiba comenzaron a aparecer a la izquierda las aguas y detrás la dimensión horizontal de la ciudad con su gran muralla de rascacielos en la orilla. A cada rato pasaban aviones y helicópteros que se perdían entre algunas de las obras maestras de la arquitectura contemporánea de Tokio: varios pares de torres gemelas; la Sky Tree, una torre de TV de 634 metros recién inaugurada, la segunda estructura más alta del mundo después del edificio Burj Khalifa en Dubai; la Torre de Tokio, una “Torre Eiffel” tokiota, algo más pequeña; y hasta una Estatua de la Libertad, también más pequeña que la de Nueva York.
Al cruzar el Puente Arco Iris, con iluminación multicolor en la noche, apareció junto a la estación Odaiba el edificio de Fuji TV, obra del reputado arquitecto Kenzo Tange. Esta mole de acero coronada por una bola plateada de 1200 toneladas es uno de los edificios más insólitos de Asia.
Al caminar por Odaiba uno se cruza con edificios cilíndricos, cuadrados, piramidales invertidos, romboidales y con protuberancias diagonales que les brotan como rayos. El punto de reunión son shopping centers como el Venus Fort, con su simulación de una villa italiana en el interior. Y frente al Diver City Tokio Plaza hay una estatua del robot Gundam de 18 metros que parece caminar por su ambiente natural.
En Tokio es posible sumergirse en un viaje remoto por los laberintos de un jardín zen que frena el paso de los siglos tras una hilera de mágicos arbolitos bonsai. Diez minutos después se puede salir del metro y ver tras una puerta automática un vertiginoso panorama de rascacielos con puentes peatonales y fantasmales trenes aéreos al estilo Blade Runner (filmada en Shinjuku). Y en otro rincón puede haber un grupo de jóvenes vestidos de robots o de lolitas, viviendo en un mundo de fantasía que remite a Alicia en el País de las Maravillas (pero a la japonesa). Esta ecléctica complejidad es la sociedad nipona de hoy, algo así como una galaxia multicultural habitada por seres muy extraños y diferentes entre sí que conviven en buenos términos en su planeta Japón
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