Domingo, 6 de enero de 2013 | Hoy
PERU. CIRCUITO GASTRONóMICO LIMEñO
Lima es la ciudad de la fiesta gastronómica permanente. Entre sus vestigios milenarios, conventos misteriosos y mercados de colores, nació una cocina que hoy es famosa en todo el mundo, una cocina que no le escapa a la polémica en el pisco, a la fusión oriental, a la variedad e intensidad del sabor. Crónica de un viaje a la capital peruana.
Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
“En Lima hablamos todo el día de comida”, dice y sonríe mi nuevo amigo Cristian, limeño de pura cepa. No es para menos: hay cerca de 22.000 restaurantes y más de 30 escuelas de cocina en Lima, cuya feria gastronómica –la ya célebre Mistura– atrajo a más de 500.000 personas el pasado septiembre. Además, la gastronomía peruana fue reconocida por la Organización de Estados Americanos como Patrimonio Cultural de las Américas en 2011. Y, sin exagerar, aquí se come como los dioses.
Lima, la única capital sudamericana que balconea sobre el Pacífico, es romántica. Basta darse una vuelta por el Parque del Amor, donde las parejitas van a contemplar el atardecer frente al mar y los recién casados a tomarse las fotos de rigor junto a la escultura de El Beso. El perímetro del parque está rodeado por un muro de azulejos coloridos, ondulado e irregular. “Amor es como luz”, dice la frase del poeta maldito Martín Adán, una de las tantas que se leen sobre ese muro azulejado. Y el 14 de febrero, para el día de los enamorados, cientos de parejas vienen a participar de un peculiar concurso: “El beso más largo”.
Lima también tiene un puente que le hace el juego al amor, el Puente de los Suspiros, que atraviesa el bohemio barrio de Barranco, donde alguna vez habitó Mario Vargas Llosa. Dicen que hay que pedir un deseo –amoroso, naturalmente– antes de cruzarlo, contener la respiración y soltarla al otro lado.
GASTRONOLIMA Para intentar comprender la pasión de esta ciudad por la comida hay que arrancar el recorrido por el Mercado de Surquillo. Un festín de colores, aromas, sabores y texturas se revelan dentro de este predio de estrechos pasillos. Es media mañana y no hay mucho movimiento. Algún puestero aprovecha entonces para leer el diario –la famosa “prensa chicha” o sensacionalista peruana–, otros acomodan su mercadería o cortan la carne o hacen cuentas o atienden a algún cliente preguntón. El peruano es curioso y charlatán, un pueblo amable y aficionado al diálogo.
Describir la cantidad y variedad de los productos que aquí se ven en unas pocas líneas sería imposible, pero podemos asegurar que se encuentran los alcauciles más grandes del mundo y las paltas más sabrosas del planeta, los frutos más extraños y los mariscos más frescos, todos los ajíes habidos y por haber. Ese ingrediente insustituible en la culinaria local se encuentra aquí en miles de variedades: rocoto, amarillo, panca, arnaucho, limo, cerezo, mochero y más. Qué sería de la cocina peruana sin el ají, que le presta su nombre a uno de los platos emblemáticos, el ají de gallina, y que se utiliza en el plato más famoso de estas tierras, el ceviche.
Una centena de puestos atesora infinidad de frutas y verduras exóticas, especias y plantas con propiedades curativas. Cortes varios de carnes, cerdo, un sinfín de mariscos y pescados. La geografía supo ser generosa con este país: todo lo necesario para un banquete se cultiva de los Andes a la selva y el Pacífico, y aquí lo aprovechan de maravillas: Perú supo cosechar sus frutos y hoy es referente mundial en gastronomía.
Lúcuma, chirimoya, granadina, aguaymanto; limón sutil, indispensable para el mejor pisco del globo, decenas de variedades de papa: papa huayo, papa amarilla, papa boutique o papa nativa, “de corazón morado, dulce como el camote”, me sopla una vendedora. Choclos gigantes y yuca; la maca, el “ginseng peruano” o viagra natural. Las hojas de coca, sagradas e infaltables.
“Eso es lo que me tiene así, la coca de los incas, que tiene bastante calcio”, comenta Nico, un antiguo puestero que asegura tener 70, y de verdad que no los aparenta. “Tiene tres veces más calcio que la leche. La tomo en mate o la masco. Y sirve para cocinar también. Cuando es procesado se convierte en algo malevo, y eso ya es delito, pero esto –señala las hojas– no. Es legal, bien legal”, aclara el hombre, que se define como “un artista” en el arte de matar culebras. Nico utiliza su veneno como medicina natural. Su puesto es un conglomerado de gualichos: botellas plásticas de gaseosas rellenas del líquido extraído de las serpientes que asegura haber matado él mismo y que, dice, contienen el secreto de su juventud.
FUSION Y TRADICION La cocina peruana es como un gigantesco wok en el que se mezclan las influencias más diversas: desde los indígenas a los españoles, africanos, chinos y japoneses. Los “Chifa”, como se conoce a los restaurantes de comida china, inundan la ciudad, al igual que las pollerías: el pollo a la brasa es el plato más popular. La fusión se dio muy bien en la tierra de las mil civilizaciones. Los reductos nikkei, ese mestizaje de cocina peruana y japonesa que tan bien se adaptó al paladar local, son bien afamados. Un buen ejemplo es Costanera 700, del reconocido Humberto Sato y su hijo Faquir, máximos exponentes de la fusión más mentada.
Ricardo Cornejo Mérida es un chef que, a los 33 años, despliega sus artes en el Señorío de Sulco, uno de los mejores restaurantes de comida criolla de Lima. Ricardo cuenta que viene de una familia de cocineros, que trabajó durante siete años como mozo en Estados Unidos y que fue allí donde comenzó a investigar sobre la cocina de su país. Los últimos tres años trabajó en un restaurante peruano, donde escuchaba atentamente las críticas de los clientes. “Así aprendí mucho”, asegura mientras enseña a preparar con dedicación tres de los platos más tradicionales del Perú: el ceviche, la causa –el plato criollo por excelencia– y el lomo salteado, que es de origen chino pero los peruanos hicieron suyo.
Ricardo cree que el boom de la cocina peruana se debe, sobre todo, al sabor y la variedad de los productos. “Usamos insumos frescos. Todo el año tenemos todo. Este país nos ofrece una gamas de productos buenos, saludables, no transgénicos, diversos. No es una cocina grasosa, hay unos pocos platos que resultan fuertes y pesados, pero es una cocina bien rica, con buenas técnicas y que al público extranjero le agrada mucho.”
POLEMICA EN EL BAR Son varias las historias que se tejen alrededor del origen del pisco sour. Muchos aseguran que el creador fue un tal William Morris, un “gringo” que trabajaba en el ferrocarril a comienzos del siglo pasado, y que al dejar este trabajo en las alturas del cerro Pasco fundó el Morris Bar, en 1916. El local era frecuentado casi exclusivamente por “gringos” como él, y todo indica que fue allí donde este hombre habría inventado el trago nacional del Perú. Morris dejó un registro con las firmas de todos los que frecuentaban su bar y lo que bebían, un documento que llegó a ser más representativo que el mismo registro del Consulado de Estados Unidos, según asegura José Antonio Schiaffino en su libro El Origen del Pisco Sour. En 1928 el Morris Bar cerraría sus puertas, y algunos de sus barmen pasarían al bar del Hotel Maury, abierto hasta el día de hoy.
En la famosa fonda del Maury trabaja Eloy Córdoba, quien a sus 69 años lleva 49 tras la misma barra, haciendo especialmente pisco sour, caballito de batalla y emblema del reducto más antiguo del centro histórico, fundamental en la ruta del pisco limeño. Córdoba –cabrón y amable al mismo tiempo, peinado a la gomina, brillante saco rojo, camisa blanca y moño negro– asegura desconocer al gringo Morris, y asevera que el trago se originó en este mismo lugar: “Yo trabajé con los primeros maestros, y aprendí mucho de ellos. Este trago, que hoy es tradicional, nació en la fonda Maury. El primer Pisco Sour se hizo aquí en 1830”, enfatiza el hombre, tajante, mientras prepara el trago con su sello indeleble. “Antes se hacía con pisco, azúcar, hielo y limón. No tenía presentación, no tenía cuerpo como hoy. Yo contribuí para ponerle la clara de huevo, el jarabe de goma, el Amargo de Angostura”, remarca Córdoba, en un esfuerzo feroz por despejar cualquier tipo de dudas. “Fui yo quien declaró el primer sábado de febrero de 2002 el día nacional del Pisco Sour. Y hasta ese día, jamás oí hablar del tal Morris”.
EL DAMERO DE PIZARRO Francisco Pizarro fundó la ciudad de Lima un 18 de enero de 1535 a orillas del río Rímac. De la vieja muralla que protegía la ciudad queda poco. En ese mismo lugar está el Parque Universitario, un necesario pulmón en este casco antiguo que atesora viejas casonas y bares típicos como el famoso Cordano, santuarios como el convento de San Francisco de Lima o la Iglesia de Santo Domingo y la Plaza Mayor, escenario de la independencia de 1821. A su alrededor se erigen la Catedral, el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, la Municipalidad de Lima y el Club de la Unión, todos hermosos edificios de un inestimable valor patrimonial. Por eso el centro histórico fue declarado por la Unesco Patrimonio de la Humanidad.
Esta zona es conocida también como el Damero de Pizarro, por mantener la estructura típica española de calles y avenidas perpendiculares que forman manzanas cuadradas.
El convento de San Francisco tiene una de las más importantes bibliotecas de Sudamérica. Alberga unos 25.000 volúmenes entre incunables, manuscritos e impresos del siglo XVI en México. “Parece la biblioteca de Harry Potter, ¿no?”, bromea Jaime, mi guía limeño. Se estima que el 20 por ciento de los ejemplares no se puede leer debido a la humedad, mientras el 50 por ciento está microfilmado y existe un proyecto para escanear el resto. “En este convento se encuentra la foto más macabra de la ciudad”, revela el guía. “La foto” se encuentra bajo los cimientos de este santuario, en las catacumbas donde se hallaron, unos cinco metros bajo tierra, tumbas del siglo XVI y XVII. “Se depositaban de tres a cuatro sarcófagos, uno encima del otro, por cada 25 años. Luego hacían un reciclaje, sacaban los féretros y lanzaban los huesos en osarios.” Al excavar encontraron cuatro osarios, y entonces los huesos fueron clasificados para poder calcular qué cantidad de esqueletos se enterraron en el lugar. “En principio se creyó que eran 4000, pero luego se supo que eran más de 20.000”, concluye el guía.
EL BARRIO CHINO Muy cerca del centro histórico, sobre la calle Capón, se encuentra el tradicional barrio oriental, cuya comunidad representa una de las colectividades con mayor presencia en la capital peruana. La inmigración no es reciente: los primeros inmigrantes llegaron como esclavos hace más de 200 años.
A media mañana en los restaurantes sólo hay clientes chinos: es la hora en que terminaron sus compras y toman su clásico desayuno tardío. Que, más que desayuno, se asemeja a un suculento almuerzo, como el que sirven en El Salón de la Felicidad, del cantonés Sey Chun Siu Wu. “Trabajar y vivir acá es muy bueno, no hace mucho calor ni frío”, confiesa en su precario español el propietario del lugar, a pesar de los 24 años que lleva por aquí.
En la peatonal Capón, al otro lado de la clásica arcada de ingreso, existe un pequeño puesto en forma de pagoda de color verde y techo rojo decorado con motivos orientales. Allí tiene su puesto de diarios y otras publicaciones chinas (almanaques, horóscopos, libros de feng shui) Estela Espinoza Locau, descendiente de chinos y peruana de nacimiento. Estela es un torrente de palabras entusiastas imposibles de retener. Por eso al final del diálogo, quizá consciente de que la catarata de oraciones en cadena pueden desorientar hasta al más atento, entrega una fotocopia titulada “Mestizaje Cultural”. Allí, Estela declara: “Yo celebro el Año Nuevo dos veces, nos gustan tanto las comidas chinas como las peruanas, y tengo dos creencias dentro de mí. El color amarillo para el 1 de enero aquí en Perú, y el color rojo para el Año Nuevo chino”.
VESTIGIOS MILENARIOS Los dioses bien presentes están por aquí, en esta urbe donde se sucedieron antiguas civilizaciones que dejaron sus huellas por todas partes, como atestiguan las milenarias pirámides o “Huacas”, con las que es posible toparse al caminar por el coqueto barrio de Miraflores, o el distrito chic-financiero de San Isidro.
Limas, aymaras, incas, wuaris, yschmas, entre otros, fueron cimentando a lo largo de los siglos esta ciudad que hoy es Lima. “De niños veníamos con mi hermano a jugar acá, andábamos en bicicleta por las rampas y trepábamos a esa altura”, cuenta Jaime mientras señala lo más alto de la Huaca Pucllana, una pirámide de 25 metros construida en adobe, canto rodado y arena en Miraflores. Es de noche, un buen momento para visitar este sitio, ya que cuenta con un excelente restaurante contiguo para cenar frente al complejo iluminado.
Los trabajos de excavación en esta pirámide comenzaron hace 30 años, cuando estaba totalmente abandonada y en serio riesgo de ser deglutida por el trazado urbano. Construida por la cultura lima, según los hallazgos también habría sido utilizada luego por los wari y posteriormente por los yschma.
En el vecino barrio de San Isidro se encuentra la Huaca Huallamarca, donde se encontró “la momia más famosa” de Lima, según cuenta el guía. “Era como un cerro, le decíamos Pan de Azúcar. En realidad ya se sabía que existía, pero nadie se atrevía a excavarla, hasta que en la década del ‘50 lo hizo el arqueólogo Arturo Jiménez Borja.” El investigador, como era costumbre en aquella época, la reconstruyó, aunque su estructura actual no se corresponde con la original. Hualla Marca, que quiere decir pueblo de los huallas en quechua, fue probablemente un sitio ceremonial. Aquí se encontraron también vestigios de los limas, huaras, sicanes, chinchas e ychsmas.
A 30 kilómetros de la ciudad se encuentra el Complejo Arqueológico de Pachacamac, Patrimonio Cultural de la Humanidad y uno de los más importantes centros ceremoniales de la costa central. Construida en piedra y adobe, pertenecía a la cultura lima, para quien el dios Pachacamac era el creador del universo. “Era una ciudad sagrada, de peregrinaje. Venía gente de Chile, de Ecuador, de Colombia. Pachacamac era un dios muy popular”, explica Jaime. A unos metros de la pirámide está el Acllahuasi, o “casa de la mujer escogida” en quechua, también conocido como el Templo de la Luna. Allí vivían las acllas, las mujeres a las que se les enseñaba el arte de tejer, de cocinar y hasta el “arte de la almohada, como si fueran geishas”. Allí hay una laguna donde, dicen, estaría oculto el famoso tesoro que obsesionaba a Pizarro. El mismo que hoy, dicen también, obsesiona a algunos arqueólogos.
Una de las tantas leyendas que forma parte de los misterios, amores y sabores de Lima, la ciudad glotona.
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