Dom 10.02.2013
turismo

FRANCIA. JOYAS DE LA EDAD MEDIA

La fortaleza fílmica

En el límite de Bretaña y Baja Normandía, el Mont Saint Michel es una reliquia de la Edad Media trepada a una roca. Sobre esa isla, la imponente abadía que le da nombre al lugar está rodeada por una curiosa ciudadela que fue creciendo a sus pies y es hoy un atractivo turístico evocador de lejanas conquistas, diversos cultos religiosos y algunas leyendas épicas.

› Por Pablo Donadio

Sobre una roca, como uno de los castillos épicos de El Señor de los Anillos, una fortificación se amarra a siglos de historia, increíbles leyendas y ojos de turistas perplejos, que llegan desde todos los rincones del planeta. En el norte de Francia, entre las regiones de Bretaña y Baja Normandía, bellas y turísticas de por sí, el islote donde se erige el Mont Saint Michel no podría ser más cinematográfico. Como si fuera poco, la ancha y plana bahía donde se asienta alterna entre lo fantástico y lo real dos veces al día: absortos, algunos contemplan cómo en minutos el mar se desliza sobre la tierra inundando la zona, cubriendo playas y dejando el “castillo” en medio del océano como una isla solitaria, producto de un curioso sistema de mareas. Bajo un halo impenetrable, el lugar comienza a “flotar” en la bahía que recibe el estuario del río Couesnon, divisor de las regiones, y la boca del Canal de la Mancha, azul como el mismo cielo. Conforme el paso del tiempo, el Saint Michel fue desarrollando una curiosa ciudad de piedra a sus pies, habitada por edificios que son hoy la atracción del turismo que llega a ver su antigua abadía plantada entre callejones y rincones de piedra, rodeada de leyendas y una historia religiosa sorprendente en apenas cuatro mil metros cuadrados.

Las murallas que protegían y aún rodean la ciudadela medieval, con su abadía y sus casas.

ALLA LEJOS Varias leyendas habitan las rocas que sostienen la arquitectura y la historia de un lugar visitado por más de tres millones de personas al año. Una de ellas involucra directamente al demonio que, disfrazado de un dragón surgido de las aguas, habría aterrorizado por años a los habitantes de la región hasta ser vencido por el arcángel San Miguel en una batalla heroica. Parte de ese relato es reproducido por el escritor, filósofo y sociólogo experto en religiones Frederic Lenoir, en la obra La promesa del ángel, en cuya portada se exhibe la sombra brumosa de la isla y su abadía. Pero según algunos escritos este monte no siempre rindió homenaje al arcángel San Miguel, sino que el cristianismo hizo su aparición por aquí recién en el siglo IV. Estas teorías afirman que era un lugar de culto a los dioses entre las tribus celtas de la región, parte de un entorno natural comprendido por el bosque Scissy. Este bosque probablemente sea otro mito, ya que no hay prueba de su existencia, a menos que alguna de las violentas mareas de siglos atrás lo haya derribado por completo sin dejar huella.

Más tarde, los romanos lo denominarían Puerto Hércules y sería parte de la construcción de sus famosas vías, rutas de piedra que el imperio tuvo como base para su desarrollo. Tiempo después, como tantos lugares europeos colonizados por el cristianismo, el lugar sería escenario para la devoción de algunos de sus santos, con pequeños oratorios erigidos en 708, cuando se decidió levantar el primer monasterio consagrándolo al ángel triunfal de la leyenda. Perteneciente a la población cercana de Avranches, el obispo Aubert habría mandado a construir el imponente oratorio después de que el propio ángel se lo pidiera en varias apariciones. Ya en el año 966 la orden benedictina se instaló en la abadía y la remodeló con un férreo estilo románico, hasta que unos 20 años después el ejército bretón lo incendió y, dicen, el parisino rey Felipe Augusto II le dio su toque normando. En lo sucesivo, las luchas entre bretones, normandos e ingleses dejaron maltrecho al Saint Michel varias veces, por lo que se decidió fortificarlo con la imagen de castillo infranqueable que hoy se ve. Esa actual estructura habría sido clave en la Guerra de los Cien Años, que duró en realidad 116 (de 1337 a 1453) entre los reyes de Francia e Inglaterra. Ya en el siglo XV se harían los retoques góticos de las torres y la fachada del templo, y hacia el 1600 miembros de la heterodoxa congregación de San Mauro le darían importancia reuniendo grupos esotéricos dedicados a la alquimia. Un siglo después, los monjes tuvieron que huir ante la llegada de la Revolución Francesa y sus reclamos de libertad, igualdad y fraternidad, que dejaron al Mont Saint Michel convertido en una prisión para más de 300 religiosos reaccionarios a las nuevas ideas.

El interior de la abadía de Saint Michel, con una nave a la altura de las leyendas.

LA VISITA Declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, Monumento Histórico y Gran Lugar Nacional, la construcción es un hito turístico de la región. El año pasado, sin embargo, estuvo en el ojo de la tormenta por la inauguración del nuevo sistema de acceso, que obliga a los visitantes a dejar el auto en la parte terrestre –a tres kilómetros de distancia– y tras caminar 900 metros subirse a un sistema de buses que todavía requieren varios ajustes de funcionamiento. El objetivo es recuperar la insularidad del lugar, brindando con el espectáculo diario y natural de las mareas un atractivo poderoso. Antiguamente sólo se podía llegar a pie, y teniendo muy en cuenta el tema de las mareas, que al subir lo convertían en una isla infranqueable, accesible únicamente por medio de embarcaciones.

Un recorrido propuesto invita a examinar la enorme planicie que rodea la región hasta las aguas que se encuentran retiradas a un kilómetro. De regreso, la moderna calle mayor o Grand Rue lleva al corazón de la ciudad como única vía conectora con el continente. Luego hay que subir una escalinata y trepar por el monte rocoso frente a terrazas y casas medievales, convertidos en bellos comercios para turistas. Es curioso que, pese a que la razón de ser de su existencia fue la construcción de la abadía, la ciudadela es tan atractiva que apenas un tercio de los visitantes llegan al interior del templo. En el interior, repleto de columnas de piedra, hay una roca sobre la cual habría empezado la construcción el obispo Aubert, y que no debe ser tocada si no se desea tener maldiciones. La nave tiene un solo pasillo, alto y lleno de arcadas, rodeado de objetos de culto: una pila bautismal primitiva del siglo XIII, una ventana del 1400, un retablo de fines del siglo XVII... y una copia de la estatua de San Miguel sin fecha.

Hacia el claustro de la abadía hay un inmenso jardín donde suelen celebrarse conciertos y eventos públicos. En el entorno de su ciudadela, algunos museos aportan imágenes e historias importantes del lugar, con estatuas de cera que muestran cómo vivían los caballeros de la Edad Media y documentos del Museo de Historia que cuenta más sobre el Saint Michel, desde sus inicios hasta la prisión, pasando por su momento como “faro de fe” en el siglo X y bastión guerrero en el XIV. Otra de las historias relata el momento en que un dispositivo de telégrafo de Claude Chappe, considerado por muchos como el iniciador de la era de medios, estuvo instalado sobre la cumbre del campanario en 1794. Este era un punto clave para el inventor francés, cuando comenzó a conectar el telégrafo óptico entre las provincias francesas para asegurar la próspera vida de la Revolución. Desde entonces, quizá antes y seguramente después, escritores y pintores se inspiraron en esta montaña. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Mont Saint Michel se transformó en una meca turística de relevancia no sólo nacional, llegando a tener más de 20.000 visitas diarias en temporada alta. “Es un lugar maravilloso, un viaje a la Edad Media, donde no se sabe qué es historia y qué leyenda”, dice Jazmín Paz, una cordobesa que visita la zona con su pareja francesa, y piensa seguir camino hacia otros castillos normandos. Como dijo el antropólogo Marc Augé en una de sus observaciones etnográficas sobre la cultura del turista, “los lugares privilegiados atraen a la vez a los peregrinos y a los turistas. Los peregrinos piensan reanimar allí su fe, su visión del mundo y de la historia; su certidumbre de existir. Los turistas sólo se creen movidos por la curiosidad”. Pareciera que aquí ambas cosas se entrelazan, y turista y peregrino son acaso la misma cosa.

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