Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. PAUL GROUSSAC EN ESTADOS UNIDOS
A fines del siglo XIX, Paul Groussac –periodista, historiador, profesor y director de la Biblioteca Nacional, francés afincado en la Argentina– emprende viaje por Estados Unidos. Las impresiones de su paso por Chicago, Washington y Nueva York, entre otras ciudades, fueron publicadas en varios artículos que reflejan su mirada europea, teñida de influencia sudamericana, sobre la naciente potencia del Norte.
Por Paul Groussac *
Chicago Los hallo “impermeables” a todo lo que sea gusto y verdadera civilización. Sus diarios, sus piezas de teatro, sus conversaciones, sus adornos, sus joyas, sus procesiones, sus comidas: todo es mammoth. Su ingenuidad es tan enorme que llega a ser grandiosa. Si se logra echar en olvido, por algunos días, todas las nociones de la belleza, heredadas o adquiridas con el estudio y la contemplación de las obras maestras artísticas; si se contempla esa acumulación material, cual se hiciera con las manifestaciones proporcionales de otro planeta mayor que el nuestro, poco a poco se experimenta una sensación de asombro e inquietud que casi viene a ser estética. A eso aludía, al decir que Chicago tenía su belleza propia, en cierto modo superior, por su rudo y descomunal primitivismo, a las imitaciones europeas de las metrópolis del Este. El espectáculo prolongado de la fuerza inconsciente y brutal alcanza cierta hermosura “calibanesca”. La inmensidad de los corrales, el vaivén de los trenes, del elevated y de los carros de tranvía que pasan eternamente rellenos de pueblo; las atrevidas construcciones que rebosan afanada muchedumbre; los inmensos buildings comerciales; las sesenta líneas férreas que irradian de las estaciones centrales, con sus millares de vagones estacionados y que parecen destinados a no moverse jamás; los túneles debajo del río, los puentes movedizos que se abren por segundo ante los buques cargados, y ese mismo río negruzco y plebeyo, cuajado de mástiles, con sus riberas obstruidas de elevadores y depósitos; el potente rumor de las maquinarias en actividad; los silbidos que desgarran el oído y, en cualquiera parte, hasta el fondo de los teatros y el silencio de los congresos, donde cortan bruscamente la palabra de los oradores o cubren la música, con no sé qué desdén salvaje de esas puerilidades de otra civilización, aquí fuera de su lugar, todo ello, a la larga, produce una sensación indecible. Se viene recordando que esa mole prodigiosa ha brotado casi toda en veinte años, y se experimenta, ante esa manifestación de una energía incalculable, la impresión de respeto y asombro que inspiraría el levantamiento de una montaña. El monumento no es airoso, ni elegante, ni definitivamente edificado; toda su estructura revela el apuro, la factura provisional y al por mayor, pero es formidable, incomparablemente colosal, y al lado suyo, por un momento, cualquier otro parecería desmedrado y mezquino.
Con esas ideas embrionarias y tendencias primitivas, apoyadas en una fuerza de empuje irresistible, es como han emprendido y realizado su Feria universal. (...)
¡Pobre White City! ¡La volví a mirar por vez postrera durante una tarde agria y descolorida de este invierno precoz, en el siniestro desorden de los desarmes y mudanzas. Retumbaban los vastos edificios solitarios bajo los martillazos de los embaladores; los rieles de las vías volantes se alargaban por las calles desiertas; los céspedes helados ostentaban el pisoteo de un campo invadido por los demoledores, y una impresión melancólica se desprendía de esas ruinas nuevas, de ese sueño disparatado y colosal, pero sueño brillante al fin, entregado como un cadáver gigantesco a la labor de destrucción! Yo que he vivido algunos meses, surcado veinte veces las lagunas y los canales que bañaban las graderías de los palacios de yeso y su endeble armazón, completando con algunas góndolas importadas esa parodia de Venecia americana, yo mismo recuerdo algunas tardes de verano cuyos tintes apagados armonizaban los chillones edificios similgriegos o seudoitalianos, los grupos escultóricos, las cúpulas flamantes, prestando a esas frágiles confecciones un reflejo de belleza y una apariencia de verdad. No todo fue allí vulgaridad y desencanto. Y aunque sólo fuera por esa noche deliciosa en que, idealmente iluminados los follajes de la luna y los invisibles focos de la luz eléctrica, se representó, en un parque real de álamos y encinas, la vaga y encantadora comedia de As You Like It, perdonaría a Midway-Plaisance su brutal exotismo. Experimenté allí una sensación exquisita y única de fugaz rejuvenecimiento; la olvidada poesía llegaba hacia mí, envuelta en la brisa del próximo lago, refrescando con su caricia mi frente entristecida. Me sentía a mil leguas de las manufacturas y maquinarias, volvía a vivir en la región azul de los ensueños juveniles, y en esa fingida selva de los Ardennes, poblada de apariciones vaporosas, de Rosalindas que se desvanecían en las misteriosas espesuras, cantaban tan melodiosos los versos del divino Shakespeare que el aleteo de algunos pájaros ocultos, turbados por la música, remedaba un ensayado arrullo que diera la réplica al ruiseñor inmortal (...).
WASHINGTON “Washington es una necrópolis.” Tal es la fórmula corriente... ¿La repetiremos porque anda estereotipada y nos hallamos en país de sufragio universal? ¿La desecharemos con desdén por el solo hecho de ser trivial y socorrida? Ni lo uno ni lo otro. Entre las variedades del snobismo viajero, sólo una actitud es más odiosa que la del admirador por encargo y sugestión de la Guía Baedeker: la del humorista a todo trance, que llega a negar la evidencia por el prurito de singularizarse, y persigue una fácil originalidad a expensas de la exactitud. Aunque enemigo de las frases dichas, no retrocedo ante el cliché si traduce la verdad, siquiera sea exagerada o aproximativa. Todos los forasteros han comprobado esta primera sensación de vaciedad que Washington produce. Ahora bien: a pesar de ser vulgar esta opinión y combatida por el gran geógrafo Reclus –quien, por otra parte, describiera el Distrito Federal desde su retiro de Clarens, refrescando sus efímeros recuerdos con gran acopio de planos y datos estadísticos–, no vacilo en reproducirla con ciertas reservas, porque la encuentro estampada ingenuamente y repetida en mis apuntes de cartera, que nada deben a la influencia extraña ni a la preocupación.
Ora se llegue por el este por Chicago y Cincinnati, ora del litoral atlántico por Nueva York y Baltimore (tengo hecho el experimento por uno y otro itinerario), el efecto es idéntico; hay más: se reproduce cada vez la sensación primitiva. Se cree penetrar en una inmensa aldea, más silenciosa y reposada que Santiago de Chile, y cuyas amplias alamedas, amojonadas de estatuas, casi sin tráfico fuera de la arteria central (Pennsylvania Avenue) diseñan un marco suntuoso a las dispersas residencias de dos pisos y a los vastos edificios oficiales. Este fin de otoño septentrional (noviembre) acrecienta sin duda el aspecto de mustio abandono y desalojamiento, sobre todo para quien acaba de pasar el verano en el tumultuoso exotismo de la Exposición. Dentro de algunas semanas hará su entrada el invierno; caerán las primeras nieves del año, más silenciosas que las últimas hojas secas de los plátanos, y en un callado y gris amanecer de diciembre sonarán alegremente las campanillas de los trineos que resbalan sobre el acolchado asfalto... Entonces se abrirá la season política. (...)
Los viajeros europeos suelen comparar a Washington con Versailles y Weimar, lo que vale tanto como asimilar una flamante casa de huéspedes a un secular palacio que sólo vive de estética nobleza y gloriosa tradición. Un tanto diferente es el símil que se me ocurre el primer día: me acuerdo de La Plata, la reciente y nunca terminada capital de la provincia de Buenos Aires, pero se trata, naturalmente, de una Plata magnificada, que guardara proporción con las comarcas y el destino respectivos. Es el mismo carácter pomposamente artificial, como que se ha obedecido en ambos casos a un concepto abstracto y teórico, haciendo caso omiso de las leyes profundas que rigen el desarrollo de todo organismo. El arquitecto francés L’Enfant, que fue encargado de trazar el plano de Washington, adoptó un criterio escolar y realmente infantil, a saber: que una ciudad se proyecta y distribuye a priori, como un edificio particular.
Nueva York Nueva York es hoy una amalgama por partes iguales de América y Europa; ahora bien, el primer elemento es mejor observarlo allá donde se encuentra en estado nativo; el segundo sólo podré saborearlo, sin adulteración ni contraste, en esa Europa materna que siento está llamando, hace ya tantos días, a su envejecido hijo pródigo. ¡Basta ya de contar las copias infinitas de un falso original que nunca me ha gustado plenamente!
Libre de consigna, me entrego al agradable vagar callejero, asisto a algunas conferencias y funciones teatrales que, como casi siempre, se liquidan por una buena dosis de decepción. A más de que me siento cada día menos apto para soportar la inevitable vulgaridad de la realización escénica, siempre defectuosa en conjunto –hasta en la misma Casa de Molière–, lo que florece en Nueva York es la función de “estrellas”, con compañías formadas de dos o tres celebridades europeas, sobre un fondo de cómicos de la legua en disponibilidad. Por supuesto que la compañía de la ópera es la que más se ajusta a la regla, y la exhibición de Carmen (por que la tanto bregué) o de Romeo y Julieta (con los Reszké, la Melba y Plancon –el mejor de todos–) no me causa sino segundos de placer entre minutos de irritación.
* En USA. Viajeros, turistas y testigos argentinos. Selección y prólogo de David Viñas. Desde la gente, Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos.
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