Dom 24.02.2013
turismo

PERU. NAVEGANDO EL AMAZONAS

La serpiente de oro

El relato de una travesía de cuatro días en un buque de carga y pasajeros desde la ciudad de Iquitos, en el corazón del Amazonas, hasta Yurimaguas. Los silencios y sonidos del gran río, las poblaciones que esperan en su selva espesa y el transporte fluvial como medio de vida y conexión con el otro mundo.

› Por Pablo Donadio

Fotos de Maria Clara Martinez

Es imposible no sentirse, al menos por un instante, en uno de los relatos de Ciro Alegría, Jorge Amado o el propio Gabriel García Márquez, mientras se surcan las aguas míticas del Amazonas. Inmensa a lo largo y a lo ancho, silenciosa y a la vez plagada de sonidos que surgen de las entrañas de la selva, la “serpiente de oro” impone tal respeto que hasta estos grandes buques de tres pisos la atraviesan con cautela, ladeando sus costas o cruzando en diagonal cuando los bancos de arena acechan. Es, casi, una ceremonia de permiso, que recuerda a otras naves encalladas rescatadas días después, con la tripulación, pasajeros y carga a bordo sin poder descender a tierra. Ese río soberbio cargado de bestiales afluentes como el Napo y el Marañón al norte, y el Ucayali al sur, va calando la selva hasta desgranarse en millones de cauces menores, arroyos, riachos y pequeños bañados que llegan de la exuberancia de sus paisajes verdes, formando un ecosistema salvaje y siempre fascinante, donde río y selva son acaso la misma cosa.

Los muchos niños del barco, siempre atentos a los juegos que proponen los más grandes.

PAISAJES Llueve hace ya casi un día. El repicar de las gotas en la chapa se torna un sedante para los cuerpos cansados, suspendidos en el vaivén de las hamacas. El capitán asegura que siempre es así, pero que al promediar el viaje todo el camino es de sol. No hay por qué no creerle. No bien la nave zarpó de Masusa, puerto de Iquitos, las estrellas se multiplicaron por miles, y se pudieron ver algunas fugaces y hasta constelaciones que las ciudades luminosas jamás muestran. Las lonas del segundo y tercer piso están bajas, cubriendo de la llovizna a los viajantes que a ojo superan largamente las 360 plazas disponibles. Trabajadores de puertos intermedios, familias con niños de visita por el Año Nuevo, y viajantes ocasionales como nosotros, aprovechamos la garúa para arrimarnos a las escotillas y arrimarnos al río. Es una sensación difícil de explicar: de alguna manera su andar cansino y poderoso atrae a quien lo observa por más de unos segundos. Joselito, de 81 años, también está allí, imantado por el hechizo del agua. Nació y formó su familia en el departamento de San Martín, cerca de Yurimaguas, pero vive desde hace más de 20 años en Iquitos, donde se jubiló tras servir a la Guardia Civil del Perú. El conoce bien el río. “¿Qué distinto es ver nuestra octava maravilla en vivo, verdad? No hay foto que lo explique. Los científicos dicen que el agua se va a acabar, pero mirando este río parece imposible”, asegura, mientras un niño se esconde detrás de él. Por las noches, pero también de día, las escondidas en las explanadas de la nave, entre los baños y las hamacas, y hasta detrás de la cabina del capitán, son parte del divertimento de los más chicos. Pese a ser un río ancho bordeado de selva constante, las imágenes nunca son monótonas. Sus sinuosas ondulaciones aportan nuevas formas de descubrir la naturaleza, con regiones donde la jungla es tan alta y espesa que pareciera hacer imposible hasta el paso de la luz. Un poco más adelante, los árboles comienzan a ser dispares y los pequeños juncos y cortaderas convergen en playas naturales por donde se ve posible el ingreso a la tierra. Cada dos o tres horas se ve algún techo de hojas de palma junto a un muellecito, y de tanto en tanto el barco se detiene en pequeñas y no tan pequeñas comunidades nativas, tratando de no arrollar sus pequeñas barcazas pesqueras. “Todas son poblaciones contactadas, incluso los boras o los yaguas. Ellos viven alejados de donde reciben a los turistas, y no es extraño verlos allí con jeans. Lo que hacen en sus tiendas del río Nanay es parte del show para extranjeros, cuando los reciben en taparrabos y les pintan las caras”, aclara Edwin Villacota, de la oficina de Promperú en Iquitos. La mayoría vive en la ribera a lo largo de todo el camino, y con ellas hay intercambio de productos primarios con otros más elaborados que la ciudad provee. Lisboa es un pequeño paraje donde los estibadores han bajado varias barras de hielo envueltas en cascarilla de arroz para su conservación, junto a una pequeña heladera a gas. A contramano, los locales suben por la tarima de madera cargando fuentes con pescado, choclos hervidos y arroz cocido en hojas de banano. Así, los pueblos ribereños están en completo sincretismo con su entorno, de manera que se vuelve difícil reconocer lo criollo de lo propiamente indígena.

Un pequeño barquito de carga transita de un pueblo a otro sobre el mítico Amazonas.

REALIDADES SOBRE EL RIO La mañana siguiente comienza muy temprano, tras el ingreso al discreto puerto de Nauta, la otra población de importancia luego de Iquitos. Con las primeras luces de la mañana se entrega un vaso de leche con avena y dos panes con mantequilla. Hoy ya algunas nubes se disipan y el sol se muestra con furia al reflejo del agua, levantando a muchos de su hamaca, pero también la humedad y los temibles zancudos. Es el momento ideal también para las charlas y encuentros entre viajeros frecuentes, que actualizan novedades de sus pagos y corren apuestas sobre horarios de llegada, mientras la nave elude ramas caídas y mantas de camalotes reverdecientes. Romeo Vargas Salinas viaja con su equipo de albañiles y carpinteros a Santa Rita de Castilla, otro de los poblados que surgen de la ribera hacia la selva. Allí van a construir una escuela que es parte del programa que el presidente Ollanta Humala ha promovido para todas las comunidades amazónicas. “Yo soy izquierdista, y nuestro presidente es tan bueno como Chávez”, asegura. Como ellos, suben y bajan pasajeros permanentemente, mientras algunos esperan por Moyobamba, la tierra de las orquídeas; Chachapoyas, un enclave preincaico famoso por sus cascadas, o el gran puerto final de Yurimaguas-Tarapoto. Promediando el día dos, abandonamos formalmente el Amazonas para surcar aguas del Marañón, una de las venas principales de su caudal. Aquí los bananos y cocoteros salvajes, y un árbol de tallo blanco y reluciente cobran más importancia, sacudidos sin piedad por el viento. Esos sonidos acompañan el rugir de una nave cuya actividad nunca cesa. Bien lo sabe Javier Paredes Santillán, encargado de la seguridad y parte del Comité de Autodefensa de Yurimaguas, que acompaña al capitán Rolando Panolfo hace ya tiempo. Juntos comandan a los tripulantes para descargar, subir, bajar, cambiar de lado y mover las cargas, hasta que suena el timbre. Es la doble señal que indica que hay que hacer la fila para recibir la comida, y que el día de trabajo ha llegado a su fin.

Los más de 400 pasajeros observan el río, leen y descansan sobre las hamacas.

TRAFICO El sol marca el tercer día de navegación. Es cuando más se nota el tráfico que este gran río posee. Un grupo de europeos saca su guitarra a la proa, pero poco se dijo, porque la mayoría de los jóvenes se acompaña con música tropical, melódica y hip hop, en sus celulares, hasta aturdir los sentidos. También se lee mucho, y algunos logran enganchar señales de radio de distritos lejanos. Cuando comienza a caer la tarde el barullo, o la “bulla”, como dicen aquí, se calma. Es el momento también para las partidas de póquer y de una extraña versión peruana del “chancho va”, o para sorpresas como la de Pestañita, un humorista desopilante que nunca vimos subir, y que logró poner a las más de 400 personas sobre la proa y así ganarse su pasaje. En segundos, disfraza a los niños con pelucas, hace bailar salsa a su marioneta desvencijada y suelta un rosario de pícaras groserías. Luego, aclara: “Bueno, listo el show, amigos. Recuerden que a partir de ahora no soy payaso, así que déjenme colgar mi hamaca y descansar”. El buque lleva recorridos más de 400 kilómetros (43 horas) de los más de 550 finales (64 horas) hacia Yurimaguas. San Luis, Puerto América, Maipuco, San Antonio, Lagunas..., los poblados se suceden y en todos ellos el alboroto al ver la nave es el mismo. Algunos pasajeros bajan cargando encomiendas y el abastecimiento semanal de casas y negocios: bebidas, galletas, papel higiénico, maderas, aspas de motores para lanchas... Los más entusiasmados son los niños, que corren cargando las provisiones de la orilla a las casitas, y sus piernitas se pierden en la espesura del pasto. La computadora con la que se escribe esta crónica es otra gran atracción del barco. Por momentos, un grupito de chicos se acomoda detrás y lee fragmentos. Uno de ellos no se resiste: “No es San Ignacio, es San Luis”, corrige. Bien por él. El sol ya domina la majestuosidad del paisaje y, como dijo el capitán, será el que marque la llegada al destino final. La última noche se celebra con pollo y fideos, en una abundancia que refleja el buen cálculo del cocinero jefe. Fresco, silencio, y el suave rumor de las olas nos despiden del Marañón hasta el cuarto y último día. Ya a esa altura los preparativos para el descenso sorprenden. Cada bártulo inmenso, incluso colchones de dos plazas, se apila, se enrolla y se pone en fila con orden de hormiga. “Ya es tiempo”, se escucha. Otros datos más concretos van indicando lo mismo: viviendas erráticas en medio de la selva y con techo de palmera, muestran antenas satelitales de teléfono, se ordenan por calles de cemento, y poseen tendido eléctrico. La gran ciudad está cerca. Dos horas después, el reflejo del sol hace brillar los techos de Yurimaguas, y comienzan a tomar forma los buques, los muelles pitucos, las lanchas y cruceros. El viaje ha terminado y, entre el alivio y la nostalgia, seguimos camino. Los tiempos en que el Amazonas y sus serpenteantes afluentes traían oro en sus aguas han quedado en el pasado. Pero su cauce brillante y poderoso sigue siendo un tesoro de vida y esplendor para las comunidades que lo habitan, y para todo aquel que se anime a desandarlo.

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