Dom 07.04.2013
turismo

TIBET. VISITA A LHASA, LOS MONASTERIOS Y EL EVEREST

Seis días místicos

Una travesía de seis días por la mítica región del Tíbet, visitando la sagrada capital de Lhasa, el Potala, sus monasterios y el imponente monte Everest. Aires místicos, trenes de altura y templos en una tierra siempre misteriosa, donde es posible sentirse en el “techo del mundo”, un poco fuera de todo lugar y tiempo.

› Por Mariana Lafont

Fotos de Mariana Lafont

Tíbet es una palabra que hace soñar, con alturas inconmensurables y tradiciones milenarias. Es la región del “techo del mundo”, que roza el cielo a varios miles de metros de altura, y donde basta poner un pie para respirar aires de devoción budista. El budismo tibetano (o lamaísmo) se desarrolló en los Himalayas y reconoce al Dalai Lama (“océano de sabiduría”) como su líder espiritual. Tras la invasión comunista de Mao Tse Tung en 1950, esta religión afrontó una dura crisis, con prohibición de prácticas religiosas, destrucción de monasterios y persecución de monjes y disidentes tibetanos. Durante la ocupación, la representación diplomática quedó a cargo de China, mientras el Tíbet conservaba su gobierno y al Dalai Lama. Pero el acuerdo sólo duró hasta 1959, y el líder religioso finalmente debió refugiarse en la India.

Nuestra visita al país de las nieves tuvo su punto de partida en Beijing, con trámites y permisos para poder viajar. El plan era cruzar el Tíbet hasta Nepal y, sí o sí, debíamos viajar con guía y chofer contratados en una agencia, luego de encontrar una pareja que tenía el mismo itinerario para poder dividir gastos. Para sacar los pasajes de tren faltaba la autorización para entrar al Tíbet, además de otro permiso por cada zona que quisiéramos recorrer. Por ello hay que planificar el viaje con tiempo. En nuestro caso, como el papeleo se atrasó y se acercaba la fecha de partida, sólo conseguimos billetes en asiento y no en cama. Sería un viaje duro: más de 4000 kilómetros en 48 largas horas en posición vertical. Pero nada importaba, entraríamos al Tíbet.

Un niño practica kora en Lhasa, meditando mientras camina alrededor de sitios sagrados.

RUMBO A LHASA Además de tener algunos de los trenes más rápidos del mundo, como el recientemente inaugurado que une Beijing y Canton, China ha incorporado el Qingzang, el tren más alto del mundo. Esta proeza ferroviaria tiene más de 960 kilómetros de vías por encima de los 4000 metros y 550 kilómetros de rieles sobre hielo eterno. Antes de llegar al Tíbet la formación pasa por Qinghai, una de las regiones más remotas, con espectaculares desiertos y reservas naturales. Los planes de la línea Qinghai-Tíbet nacieron en los años ’50, pero los ingenieros advirtieron los problemas de poner rieles sobre suelos permafrost y la construcción se aplazó hasta 2001. El recorrido de Beijing a Lhasa tiene más de 4000 kilómetros y, dada la altitud, hay máscaras de oxígeno y tubos de ventilación que también tiran oxígeno.

Las paradas se sucedían, los paisajes cambiaban y las horas pasaban comiendo noodles instantáneos, jugando a las cartas, leyendo y dormitando. Los pasajeros iban cambiando todo el tiempo, hasta que el segundo día el tren se llenó de monjes que comían tsampa (harina de cebada mezclada con té salado con manteca). El Tíbet se acercaba. Avanzábamos entre altísimas y escarpadas cordilleras, mientras fuertes ráfagas azotaban un paisaje salvaje y desolado. Luego cruzamos por el paso de Tanggula, a 5072 metros, una gran barrera natural que los tibetanos consideraban “insuperable aun para las águilas” por las bajísimas temperaturas (-45ºC) del invierno.

En la estación de Lhasa nos esperaba nuestro guía tibetano Tzunda con las tradicionales khatas o bufandas ceremoniales blancas, símbolo de bienvenida y respeto. No veíamos la hora de descubrir en persona la enigmática ciudad que tanto nos llamó la atención en los dibujos de Hergé en Tintín en el Tíbet... Lhasa está emplazada en el valle del río Brahmaputra, rodeada por picos del Himalaya de más de 5000 metros, y su ubicación a 3650 metros la convierte en la ciudad más alta de Asia. Si bien al principio no era un centro de importancia, con los siglos se convirtió en la sede tradicional de los lamas. Además aquí se encuentran los palacios de Potala, Norbulingka y el Templo de Jokhang, declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Por ello es el centro más sagrado de Tíbet: sin embargo, la mayoría de estos lugares fueron dañados o destruidos en la Revolución Cultural.

Si bien la presencia china se nota en cada rincón de Lhasa, su corazón aún conserva cierta magia en la zona de Barkhor. El barrio tibetano, con sus antiguas edificaciones, es un laberinto de callecitas con puestos de verduras, baratijas, souvenirs, carne y manteca de yak. Por aquí se llega al Jokhang, el templo más antiguo (data del siglo VII), que desborda espiritualidad y fue saqueado en la invasión china. Hoy, como ayer, peregrinos de cada rincón del Tíbet practican kora (caminar alrededor de sitios sagrados en el sentido de las agujas del reloj) a su alrededor. Todo un gentío marcha entonando mantras, haciendo girar molinillos de oración o llevando un mala en las manos (rosario tibetano). Cada molinillo contiene pergaminos de diez metros enrollados con mantras escritos a mano en sánscrito. Al hacerlos girar constantemente se cree que oraciones y plegarias se elevan al cielo con el movimiento. En los alrededores de Lhasa se puede visitar el Norbulingka, residencia de verano de los Dalai Lamas desde 1780 hasta la entrada china, cuando fue dañado luego de la huida de Tenzin Gyatso, el actual Dalai Lama. De hecho, se ven las habitaciones tal cual las dejó. El Norbulingka tiene cuatro palacios, un zoológico con faisanes, ciervos y pavos reales, lago y jardines de estilo francés. Y también en las afueras hay tres monasterios: Sera, Drepung y Ganden, que fueron puntos de reunión de la resistencia tibetana y albergan trágicas historias de torturas y monjes desaparecidos.

Las coloridas Lung-Ta (banderas para orar) se remontan a una tradición anterior incluso a la llegada del budismo.

DE LHASA A NEPAL El día de la partida pudimos visitar el Potala en un horario fijado de antemano. La residencia de invierno del Dalai Lama se alza sobre la Montaña Roja y ostenta una arquitectura y una ornamentación exquisitas, en plena armonía con su imponente entorno. Dentro está prohibido sacar fotos, y en el recorrido se ven diferentes recintos, como aquel donde descansaban los cuerpos de los antiguos Dalai Lama. Al salir de la oscuridad del Potala el sol nos encegueció por un rato. Dejamos Lhasa al mediodía; nos esperaban cinco horas de viaje en la combi que habíamos alquilado. Al rato de haber salido un impresionante espejo turquesa de origen glaciario surgió en el horizonte: el lago Yamdroktso, parada obligada para tomar las primeras fotos de miles que sacaríamos los días siguientes. En el mirador estaban las bellas y coloridas LungTa o “banderas de oración”, siempre flameantes en cada rincón del Tíbet. Estos estandartes suelen ubicarse en puntos estratégicos de los caminos y en los techos de los hogares tibetanos.

La imagen de las banderas se repetiría durante toda la travesía. Su origen se remonta al Bön (creencia previa al budismo), cuyos seguidores colgaban banderines protectores de color blanco, amarillo, rojo, azul y verde, representación de los cinco elementos. Luego los budistas los adoptaron y les agregaron mantras e iconos propios. Al colgarlos bien alto el viento los roza, purifica y se lleva sus deseos y bendiciones. A su vez, sol, viento y lluvia los desgastan, recordándonos que todo es temporario: por ello se cambian en el Año Nuevo Tibetano –a fines de febrero– para iniciar un nuevo ciclo.

Seguimos transitando la Ruta de la Amistad que une Lhasa y Katmandú en un recorrido de 1500 kilómetros por la meseta tibetana y atravesando pasos de 5000 metros. La primera parada fue la pequeña Gyantse, que a principios del siglo XV tuvo gran importancia estratégica y económica. De aquel momento de esplendor data su legado arquitectónico: la gran fortaleza (Dzong), el monasterio de Palcho de 1428 y su impresionante kumbun.

A la mañana siguiente visitamos el monasterio tenuemente iluminado por lámparas de aceite y con una atmósfera muy especial. Pronto se llenó de peregrinos que iban de sala en sala rezando, dejando ofrendas y alimentando las lámparas con manteca de yak. Nos sentíamos un poco intrusos entre tantos fieles, pero los observábamos atentamente mientras murmuraban sus oraciones y se llevaban los jiaos (billetes de centavos de yuan) a la frente, hacían una reverencia ante Buda y los metían en los huequitos de los altares. En una pared había estanterías repletas de sagradas escrituras y los devotos pasaban encogidos debajo de ellas para impregnarse de su santidad. El monasterio parece una ciudad en miniatura, con estrechas callejuelas protegidas por murallas rojas, y su templo se edificó en tres niveles con cientos de puertas e intrincados pasillos. Por su parte, el kumbun es un conjunto circular con 77 minicapillas repartidas en niveles y con más de 10.000 imágenes y bellos murales. A medida que subíamos, el espacio se hacía más reducido y las escaleras se congestionaban con devotos.

Campamento del Everest, que los tibetanos llaman Qomolangma (“madre del universo”).

EVEREST EN CAMINO De Palcho continuamos a Shigatse, a 90 kilómetros de allí y sede del Panchen Lama (la segunda autoridad religiosa después del Dalai Lama). La segunda ciudad más importante del Tíbet después de Lhasa está a 3840 metros y es el punto intermedio entre Lhasa, Nepal y el oeste del Tíbet. Luego de alojarnos dimos unas vueltas y encontramos una señora haciendo exquisitas papas fritas en la vereda, mientras unos hombres jugaban a los dados y un vendedor ofrecía frutos secos en un original puesto móvil. Comiendo papas fritas seguimos hacia el antiguo barrio tibetano que llegaba al pie del Fuerte de Shigatse, desde donde había una gran panorámica de la ciudad. Este imponente fuerte del siglo XV –que parece una pequeña versión del Potala– fue totalmente desmantelado en 1961 por los chinos y recién entre 2005 y 2007 fue reconstruido con puro hormigón.

Al otro día partimos temprano y luego de 150 kilómetros llegamos al Monasterio de Sakya que, hace 700 años y con 15.000 metros cuadrados, era uno de los más poderosos. Sakya está compuesto por los monasterios Sur y Norte, este último construido en una colina calcárea de donde viene el nombre “sakya” (“tierra caliza” en tibetano). Después del mediodía seguimos viaje entre vacas, chivos y campos de cebada a uno de los puntos más importantes del periplo: el monte Everest, la montaña más alta del mundo, que los tibetanos llaman Qomolangma (“madre del universo”). Luego de pasar una loma colmada de banderas de oración llegamos al “balcón de los ochomiles” para contemplar los picos más altos del planeta. Junto al Everest (8848 metros) vimos colosos como el Lothse, el Makalu y el Cho Oyu. Afortunadamente, las cimas estaban despejadas y nos sacamos cientos de fotos antes de seguir al campamento base del Everest en Rongbuk. Allí pasaríamos la noche, a 5200 metros de altura y al pie de la mítica montaña. Luego de otro control para pagar la entrada a la reserva, entramos al ripio y nos zambullimos en un interminable camino de caracol. Tardamos varias horas en transitarlo, llegamos de noche al campamento y dormimos en una gran carpa estructural similar a la de campamentos nómades mongoles. Al entrar nos dieron la cena para calentarnos en esa gélida noche en el corazón de los Himalayas. Y en minutos nos dormimos profundamente, aunque la altura se hizo sentir con leves dolores de cabeza.

Al otro día madrugamos para ver la salida del sol en el Everest. El frío se metía en los huesos, pero luego del desayuno nos abrigamos bien y subimos a un vehículo que nos llevó al punto panorámico más cercano. Al llegar una gran nube tapaba todo, pero apenas salió el sol se despejó y surgió la impactante imagen del Everest. Manos y pies se congelaban si no nos movíamos, pero estábamos felices y nadie quería irse. Finalmente volvimos al campamento y nos alistamos para seguir a Tingri, donde pasaríamos la última noche en el Tíbet.

En el último día de viaje nos despedimos del techo del mundo. Estábamos a más de 5000 kilómetros de Beijing, en una estepa solitaria con picos nevados en el horizonte. La frontera se acercaba y con ella un cambio rotundo de paisaje. Lo árido dio paso a montañas cada vez más verdes y del frío seco pasamos al calor y la humedad, de modo que inmediatamente empezamos a quitarnos capas de ropa. La combi se metió en un gran cañón lleno de curvas, cascadas y pequeños pueblos suspendidos de la montaña. En la frontera, Tzunda nos despidió y nos entregó una khata a cada uno. Nos faltaba cruzar un puente lleno de gente cargando bultos enormes sobre la cabeza. Al otro lado nos esperaba la localidad de Kodhari, en Nepal, donde debíamos encontrar el modo de llegar a Katmandú. Pero ésa es otra historia.

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