MEXICO. SAN CRISTóBAL DE LAS CASAS
Hace casi 20 años, el mundo comenzó el Año Nuevo con el levantamiento en una remota región de México que daría que hablar: de pronto, San Cristóbal de las Casas y Chiapas se hacían un lugar en el mundo. Regreso a una región donde conviven el ancestral espíritu indígena con el alma colonial y una nueva ola de inmigrantes extranjeros.
› Por Alejo Schatzky
Fotos de Alejo Schatzky
Debajo de cada baldosa de esta ciudad puedes encontrar tres franceses –declara Mathieu sin hacer ningún esfuerzo por disimular su acento. Mathieu exagera. a lo sumo serán dos–. Y eso es porque este país tuvo un emperador francés.
De los pocos años que duró el gobierno de Maximiliano, los mexicanos se quedaron con una palabra que andando el tiempo se convertiría en el nombre de un icono nacional: mariachi, deformación de mariage, que alude a la tradición por la cual las bodas bretonas solían celebrarse con bandas que entonaban serenatas. Y los franceses se quedaron con una nostalgia anexada a la de la pérdida de Louisiana y un vago sentimiento de dominio que se manifiesta hoy en la inmensa afluencia turística que invade Chiapas cada año. Sin olvidar la cantidad –a primera vista exagerada– de restaurantes que en San Cristóbal de las Casas ofrecen filet mignon.
Pero no sólo son franceses los extranjeros que ocupan las mesas de los bares, se pierden en la espesura de la selva o descansan tirados en una hamaca. En los últimos años Chiapas ha desplazado cómodamente de sus tronos a más de un lugar que se jactaba de ser cosmopolita. Ese artesano de barba oscura y ojos verdes que vende anillos en la feria de Santo Domingo puede ser argentino o italiano. Esa chica rubia de tez excesivamente blanca y mejillas casi rojas que atiende la librería de la calle Real de Guadalupe es seguramente alemana o nórdica, y el rostro del dueño de la librería no permite descifrar su origen detrás de esos bigotes notoriamente adoptados.
EN LA ERA DE ACUARIO Como en toda ciudad colonial, la vida se desarrolla alrededor de la plaza principal. Al norte de la plaza está la Catedral, que data de 1528, aunque en 1693 fue totalmente reconstruida. En la esquina sudeste el Hotel Santa Clara ocupa lo que fue la casa de Diego de Mazariegos, el conquistador español de Chiapas. En el resto de la ciudad los balcones descansan sobre columnas que forman galerías, bajo las cuales músicos callejeros ofrecen serenatas y en puestos improvisados se ofrecen tamales y atoles.
A unas cuadras del Zócalo se encuentra la Iglesia de Santo Domingo, construida entre 1547 y 1560. En el parque que la rodea se desarrolla todos los días la feria artesanal más importante de la ciudad. Mujeres tzotziles y tzeltales (las dos etnias indígenas principales de la región) venden sus tejidos junto a artesanos que vienen de todo el mundo en procura de ámbar. El regateo es ineludible, y se practica como un ejercicio casi atávico.
No muy lejos de allí funciona el Mercado de San Cristóbal, un típico mercado latinoamericano. En este lugar todo se compra y se vende a un ritmo muy acelerado, pero detrás de esa sensación de caos que invade a quien recorre sus callecitas por primera vez hay un orden muy fuerte: los alimentos frescos en un sector, los granos en otro; las velas e inciensos de este lado, la ropa y los utensilios de cocina, de aquél. El mercado funciona todos los días excepto los domingos, cuando la actividad comercial se desarrolla en los pueblos de los alrededores.
“Este lugar es padrísimo –explica un fabricante de tambores que vive en las afueras de San Cristóbal–. Así como el Tíbet fue el centro solar de la era de Piscis, el sur de Chiapas y una parte de Guatemala son el centro solar de la era de Acuario, y esto atrae a mucha gente.
Esa es una explicación. También hay otras.
UNA HISTORIA DE ZAPATISTAS El 1° de enero de 1994, por la madrugada, un grupo numeroso de hombres y mujeres tomaron por asalto las dependencias estatales de San Cristóbal de las Casas. Tenían un punto a su favor: no estaban ebrios. Toda ocasión es buena para beber en México y un fin de año hay que celebrarlo; así fue como los zapatistas pudieron hacer oír una voz que aguardaba en el monte el momento de hablar.
Esa voz tenía otros puntos a su favor: tenía la razón, un reclamo evidentemente justo y la imposibilidad de volver atrás. Las barcas ardían en la selva.
El levantamiento del EZLN cambió la vida de los chiapanecos, sobre todo la de los ajenos a la lucha, los apáticos, los cómodos. La sublevación, la sola existencia de todos estos seres desposeídos fue tomada por muchos como una posibilidad, una esperanza, un motivo. Y entonces gente de todo el mundo se acercó a Chiapas a dar y a recibir, a participar, a vivir.
Mathieu asegura que Chiapas es el mejor lugar del mundo para vivir y me invita a recorrer la sierras a bordo del Volkswagen escarabajo bordó en el que él viaja por México desde hace años buscando algo que cree que no encontró, como si en verdad necesitara creer que es preciso llegar a algún lado para que un viaje sea un viaje.
Los alrededores de San Cristóbal son territorio tzotzil y tzeltal. Llegamos al pueblo de San Juan Chamula, famoso por su iglesia, un maravilloso testimonio del sincretismo que los tzotziles han hecho de sus creencias originales y el cristianismo impuesto desde la época de la Colonia. Botellas de gaseosas sobre las que arden velas ocupan el piso donde fardos de paja reemplazan los reclinatorios. Los santos, adornados con espejos, descansan en estandartes que semanalmente recorren las calles del pueblo en una procesión inexplicable.
Unas niñas nos rodean para vendernos unos tejidos gritándonos en un castellano precario: “Más tarde, más tarde”. “¿Más tarde qué?”, preguntamos. “Sí, más tarde, más tarde.” Entonces comprendemos que lo que intentan decir es “cómprame”, y que las dos palabras mal aprendidas que repiten insistentemente son la respuesta que han escuchado tantas veces.
Camino a Zinacantán levantamos a un hombre que transporta unas amenazantes cañas voladoras de fabricación casera. Su hogar queda acacito y decidimos llevarlo. La conversación se torna bizarra. Preguntas sobre la Argentina y Francia: “¿Como qué tan lejos quedan, como de aquí a Ciudad de México?”; “¿y cómo han llegado aquí?”; “¿y cuánto cuesta el pasaje en avión?”, “¿y tienen indios allí?”; “¿y cuánto cuesta una cerveza?”; “¿y cómo le haces para tener una barba tan grande?”. Desde sus mejillas lampiñas y el pequeño bigote a lo Cantinflas se interesa sin envidia, sin deseo, alegre porque se acerca una fiesta, la noche en que verá el cielo iluminado por el fuego latente que lleva en las manos.
Luego tomamos la ruta que va hacia Palenque. El camino desciende más de 2000 metros abandonando la sierra para internarse en la humedad de la selva Lacandona, antiguo refugio del ejército zapatista. El subcomandante Marcos cuenta que la idea original era atacar la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, capital del estado, pero que al salir de la selva y tomar la carretera doblaron a la izquierda en lugar de a la derecha y así llegaron a San Cristóbal, dice Mathieu, la vista fija en el camino.
Nos separamos en una bifurcación donde un grupo de personas espera un autobús. El escarabajo de Mathieu se pierde lentamente por un camino secundario. Un cartel anuncia algunos destinos posibles: Triunfo, Nuevo Mundo, La Libertad, Laguna Misteriosa.
El último sol de la tarde enrojece las caras pacientes de estos hombres y mujeres silenciosos. Un viejo le dice a otro que parece ser su hijo: “América le ha dado el maíz al mundo. ¿Cómo, entonces, condenarla al hambre?”.
PALENQUE Las ruinas de Palenque –si es que se puede llamar ruinas a un lugar tan bien conservado– constituyen uno de los sitios arqueológicos más importantes de México y quizás el más importante de la cultura maya. Su nombre original aún se desconoce. Algunos aventuran que podría ser Nachán (Ciudad de Serpientes), Chocan, Colhuacán, Huehuetlapalla, Xhembobel, Ototium o Moyos, pero no son datos seguros.
Se estima que la ciudad fue construida hace más de 1500 años y que conoció su esplendor entre los siglos VI y VIII de la era cristiana. Entre los años 615 y 683 fue gobernada por el rey Pakal. Jeroglíficos encontrados en Palenque muestran que el reinado de Pakal fue predicho cientos de años antes de su existencia. Una vez muerto, fue sucedido por su hijo Chan-Balum y, una vez muerto éste, la ciudad se sumió en la decadencia. La razón por la cual sucumbió es un misterio (¿guerra civil?, ¿epidemia?, ¿invasión?), pero lo cierto es que para el siglo X la ciudad estaba totalmente abandonada.
Debido a que Palenque se encuentra en la región más lluviosa de México, las ruinas fueron cubiertas por la maleza y permanecieron así hasta su descubrimiento a mediados del siglo XVIII. De los casi 500 edificios que conforman esta ciudad de aproximadamente 20 kilómetros cuadrados sólo 34 han sido desenterrados. El resto continúa devorado por la selva y es posible ver asomar, por debajo de algún árbol centenario, una piedra que posiblemente pertenezca al último piso de un edificio.
Las ruinas se encuentran dentro del parque nacional del mismo nombre, entre senderos que se pierden en la jungla bañada por el río Otolum, que en varias partes forma cascadas y ojos de agua. El clima de Palenque es extremadamente húmedo, lo que genera un fenómeno curioso: a la tarde, más o menos dos horas antes del ocaso, el sol adquiere un tono rojo intenso y una bruma leve ocupa el aire. Lo mismo ocurre con la salida de la luna: las primeras dos horas es completamente anaranjada.
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