Domingo, 5 de mayo de 2013 | Hoy
VILLA GESELL. LA BALIZA QUE INVENTó UN LUGAR
En 1916, cuando Carlos Gesell era todavía un simple vendedor de cochecitos para bebés en el microcentro porteño, la Armada instaló sobre las dunas una modesta baliza, sin saber que estaba colocando la primera construcción de lo que luego sería la Villa. Casi cien años después, la zona se convirtió en una reserva natural de 5757 hectáreas que, pese a cumplir una función biológica fundamental en toda la costa, sigue sometida a los descuidos del hombre.
Por Juan Ignacio Provendola
Fotos de Claudio Aragona y Fernando Lorenzo
Si los faros sugieren rumbos con sus guiños parpadeantes, el Querandí tendrá por siempre el múltiple mérito de haberle zanjado el destino a una ciudad, su fundador y su población, y también a la increíble flora y fauna que fue alumbrando a su alrededor en el transcurso de casi un siglo. En 1916, la Armada Argentina emplazó una baliza a medio camino entre los partidos de General Madariaga y Mar Chiquita, en una maratónica instalación que incluyó la creación de otros 13 faros sobre los litorales marítimos de las provincias de Buenos Aires, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. La fecha oficial de inauguración, sin embargo, data recién de octubre de 1922, cuando el faro Querandí comenzó a operar con un alcance lumínico de 33 kilómetros bajo la construcción troncocónica de mampostería y una garita superior de 54 metros de altura y 276 escalones.
Su nombre lo tomó de la comunidad aborigen que habitó en la región hasta principios del siglo XVIII, cuyo significado parece ser algo así como “hombre que se unta con grasa”. La historia ubica al faro como la primera construcción de lo que recién años después se conocería como el Partido de Villa Gesell, ya que en ese entonces ni siquiera don Carlos sabía de la existencia de esas tierras que tomaría por propias en 1930, tras concluir la conocida transacción con la familia Guerrero. Fue necesario en ese tiempo forestar las cuatro hectáreas circundantes al faro para proteger a este solitario vigía (el segundo más alto de toda la costa) de las furiosas inclemencias de un viento que aún hoy sigue rezongando con ira en la cima de su mirador acebrado y luminoso.
Así, como consecuencia de esa necesidad, surgió un ecosistema increíble que, con el paso del tiempo, daría vida al maravilloso espectáculo natural que constituye lo que se conoce como la Reserva Natural Querandí, una banda de dunas vivas (de las últimas del mundo en estado natural) de 5757 hectáreas y 21 kilómetros de costas entre la Ruta 11, el Mar Argentino, Mar Azul y Mar Chiquita.
Como un oasis en el desierto, el bosque que rodea al faro asoma como un lunar verde con pinos, cipreses, álamos, aromos, acacias, tamariscos y frutales varios. Las dunas, por su parte, atesoran el misterio de las spartinas ciliatas (que Carlos Gesell utilizó en el norte de la ciudad para fijar médanos), tupés, boleos y juncos, tan sólo algunas de las especies endémicas que, además, forman esos embudos que seducen a las lluvias y dan origen a los espejos de agua. Otra centena de ejemplares autóctonos y exóticos conviven con los otros moradores de la reserva: los casi sesenta reptiles, anfibios, mamíferos y aves que durante largo rato fueron amos y señores de esas zonas vírgenes y salvajes, como el ostrero común (quizás el más visto de todos ellos) o la lagartija colorada y el chorlito canela, especies que escogieron esos médanos vivos como único hábitat en todo el mundo.
También se han visto yacarés, alacranes, zorros y ciervos. Sobre las profundas ollas cercanas a la orilla suelen circular distintas especies de tiburones como el bacota, el escalandrún, el martillo, el gatopardo o el cazón, quienes acostumbran a ofrecer peleas de horas y horas antes de ceder extenuados ante los pescadores más tenaces e insistentes, si no es que antes son encontrados yaciendo sobre la arena esperando que la marea vuelva a subir para devolverlos a las aguas de las que se extraviaron. Los caminantes pueden cruzarse también con caracoles de todo tipo, y hay quienes aseguran que, hace largos años, se avistaron huesos de dinosaurios disimulados entre la arena.
Aunque al faro puede verlo de reojo cualquiera que circule por la Ruta Interbalnearia 11 (que une a Villa Gesell con Mar del Plata, vía Mar Chiquita y Santa Clara del Mar), sólo es posible llegar a él a través de un largo camino por la arena. Ubicada 30 kilómetros al sur del casco central de Gesell, a la Reserva Natural Querandí se puede acceder sólo con cuatriciclos y vehículos de doble tracción. Distintos servicios privados ofrecen visitas y excursiones, algunos con camiones de la Segunda Guerra Mundial. En el faro propiamente dicho vive personal del Servicio de Hidrografía Naval, quienes permiten el acceso de los visitantes al lugar. Subir la sinuosa escalera caracol de 276 escalones tiene de premio una increíble vista en donde el mar, los médanos y el horizonte se conjugan para aproximar una idea de lo que era ese lugar cuando Carlos Gesell decidió proyectar sus sueños sobre el virgen arenal. Y los atractivos no se agotan allí: algunos visitan la extensa reserva para practicar sandboard en las laderas de las dunas o aprovechar las anchas y profundas canaletas para realizar pesca deportiva o capturar tiburones o cazones entre agosto y mayo.
Este espectacular ecosistema de subsuelo arcilloso (que funciona como esponja y opera como valioso reservorio de agua dulce que aflora excitada a poco de escarbar la arena) ofrece una importante función biológica en toda la región, ya que el cordón de dunas supone un freno al mar que, de otro modo, se comería las playas, como en una película de ciencia ficción. O como en las vecinas localidades del Partido de la Costa, Mar Chiquita, Santa Clara y Mar del Plata, en donde el agua suele avanzar sobre la arena a niveles que llegan a alcanzar los cinco metros anuales.
Un grupo de docentes e investigadores de la UBA que monitoreó los 180 kilómetros de la costa atlántica bonaerense durante una década realizó un estudio en el que sugirió la pronta intervención de la reserva, librada desde ese entonces y hasta la fecha a la suerte fortuita de una naturaleza que acecha contra las riberas continentales de toda la región como causa de la construcción sobre el frente costero, la extracción de arena, la destrucción de la duna costera, los drenajes artificiales con la instalación de calles perpendiculares al mar, el nivelado de playas para colocación de carpas y la circulación de vehículos que durante décadas y décadas fueron alterando en toda la zona la tasa de transporte eólico (es decir, la diferencia entre la arena que se lleva el viento y la que repone el mar).
Poner a resguardo este páramo lleno de hábitos y costumbres biológicas y naturales fue una preocupación que la región recién asumió con seriedad en los últimos tiempos. Una larga disputa legal (que comenzó a principios de los ’80 y terminó finalmente en 1996) permitió primero convertir en patrimonio de Villa Gesell estas tierras ambicionadas por intereses inmobiliarios privados y transformarlas luego en reserva natural municipal. Sin embargo, pese a que la ordenanza estableció pautas de cuidado y circulación, la amplia zona muchas veces queda expuesta a la voluntad de sus visitantes, quienes muchas veces ignoran los lugares vedados al acceso. Algunos de ellos, como por ejemplo los bajos inundados de los médanos, son escogidos por muchas especias para habitar y colocar a sus crías, mientras buscan alimento o depositar los huevos en épocas de procreación. Un frágil equilibrio entre el hombre y el ecosistema, que cada tanto suele quebrarse por episodios insólitos como el que el año pasado protagonizó una camioneta que incendió con su caño de escape caliente casi 800 hectáreas de pastizales tras circular en zonas que estaban prohibidas. Un descuido, dijeron. Que revela, en el fondo, un inquietante desprecio por el increíble patrimonio que la naturaleza le legó a Villa Gesell cuando ésta ni siquiera existía.
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