PERú. AREQUIPA, REINA DE LAS SIERRAS
Segunda ciudad en importancia del país, Arequipa ofrece el radiante encanto de su arquitectura colonial en piedra sillar. Dinámica en lo industrial y comercial, reserva para el turismo el centro histórico y los barrios cercanos donde la siembra en terrazas hace escuela, mientras la gastronomía regional conquista a los visitantes.
› Por Pablo Donadio y María Clara Martínez
No hay edificios con más de dos o tres pisos en todo el centro histórico de Arequipa. Así, la ciudad deja al descubierto todo el esplendor edilicio de parques, conventos, universidades, museos y casonas coloniales, quizás el mayor atractivo para quien llega de visita. Esa refinada arquitectura y la creciente apertura al turismo le otorgan una enorme similitud con Cuzco, de la que se diferencia y distingue, sin embargo, por el brillo y la textura del sillar. Esa roca volcánica viste las fachadas y muchos interiores, en edificios particulares o administrativos. Dicen que por ese uso corriente del sillar Arequipa es conocida desde la llegada de los españoles como la “Ciudad Blanca”, aunque algunos aseguran que el apodo se debe sobre todo al hecho de que en Arequipa eran los blancos los que residían, mientras negros e indios no eran bien recibidos. Pero la cordialidad actual de su gente y el buen trato hacen olvidar aquellos tiempos, si es que así fue alguna vez. Lo cierto y comprobable es que esa roca se ha extendido más allá del centro hacia casas humildes de barrios aledaños, aunque poco a poco el ladrillo hueco y naranja va coloreando y “afeando” su coqueta arquitectura, provocando la furia de los nostálgicos del sillar.
Segunda ciudad a nivel nacional por su desarrollo industrial y comercial, consolidada por su particular gastronomía y con algunos barrios agrícolas como Yumina, donde aún se practica la siembra en terrazas, la convivencia entre lo antiguo y lo moderno es aquí evidente, y por demás atractivo.
BUENAS Y MALAS Bajo el influjo del gran Misti (5825 m.s.n.m.), el cerro al que los arequipeños le confieren poderes sobre la urbe y su destino, la entrada a Arequipa impacta: soberbia en el resplandor de sus muros volcánicos, tallados con hermosas figuras y filigranas, la ciudad no escapa a la lógica peruana y sus calles angostas viven al ritmo de los vendedores ambulantes y la comida humeante y al paso. Es de extrañar aquí la ausencia de motocarros, común en gran parte del país, aunque su servicio es reemplazado por frenéticos taxis de los que todo peatón hará bien en cuidarse.
Los arequipeños se saben pobladores de una pujante ciudad y aman su tierra. Lo dejan ver y lo dicen también en cada comentario: “¿Qué chévere Arequipa, no?”, precede cualquier comentario o pregunta callejera. La singular arquitectura cautiva de inmediato a los visitantes, que se distinguen por sus cabezas en alto frente a columnatas, torres o campanarios. En este sentido, y si bien hay algunos espacios para conocer gratuitamente como la Plaza de la Compañía o el Museo de Antropología de la Universidad de San Agustín, resulta un punto flojo el alto precio de las entradas para conocer algunas iglesias y edificios emblemáticos, como el convento de Santa Catalina (35 soles por persona, unos $110).
Entre los espacios gratuitos, además de la Plaza de Armas y algunos patios españoles, se encuentra la calle Puente Bolognesi, una arteria en apariencia nada interesante: pero allí, detrás de los comercios que aparecen en las fachadas, se abre otro mundo. Un mundo que se conecta con los tiempos en que aquí se afincaban los viejos “tambos”, esas casas de huéspedes coloniales y chasquis con galerías internas y patios inmensos, pero escondidos a simple vista.
A tres cuadras de ahí y metros de la plaza mayor, Joel nos recibe en el Hotel Tierra Viva con una clave para la visita: “Deben probar el rocoto. Recién ahí podrán decir que han estado en Arequipa”, advierte. Con la complicidad del mediodía, no dudamos en hacerle caso, y caminamos al centro histórico donde sobran propuestas para descubrir platos regionales en el segundo piso de las galerías, con vista a la Plaza de Armas. Allí mismo comprobamos que los sabores arequipeños son otro plan en sí mismo. Clásico entre clásicos, el rocoto relleno aparece en la mayoría de las mesas de turistas o locales, que se entregan al pimiento picantísimo, relleno con carne picada, cebolla y aceitunas, y que es acompañado por un mil hojas de papas al que llaman “pastel”. El té de muña bien fresco y la chicha morada, una dulce bebida de maíz, son los dos refrescos que suelen acompañar las comidas y apagar su fuego. Aunque sea sólo el comienzo, porque la cosa no queda ahí: abundante, barata y deliciosa, la comida arequipeña se presenta en “primeros” (entradas), “segundos” (plato fuerte) y postres, rubro último en el que hay una fuerte tradición, con variedad de pasteles, alfajores, mazapanes y mazamorras.
A LAS TERRAZAS Huayna Capac, uno de los últimos gobernantes incas, fue quien le habría dado nombre a Arequipa, al pronunciar “Ari-qquepay” (“quedémonos aquí”) en pleno valle del río Chili, donde estableció una comunidad. Con ella llegarían también nuevas técnicas hídricas y el brillante manejo agrícola de andenes en lugares sin suelo llano. De lo primero poco queda a la vista, ya que la ciudad es hoy arquitectónicamente colonial. De lo segundo, sin embargo, aún hay mucho.
En pleno centro un bus de doble piso con terraza ofrece la visita diaria y grupal a cinco puntos de atracción de la ciudad y los suburbios. Pero la mejor opción, si se cuenta con más días, es visitar uno o dos por jornada y de manera particular. A cinco cuadras del centro, la avenida Independencia lleva a esos barrios de interés: el bus número 6 es la clave del éxito para dos en particular, que conjugan historia y actualidad. En apenas media hora se llega a la intersección del barrio de Sabandía y Yumina, y ahí se elige por dónde empezar. En el primer barrio, a sólo seis cuadras, descansa el viejo molino harinero del pueblo, impulsado aún por la fuerza del río. Allí molían sus granos todos los chacareros de la zona, hasta la llegada de las máquinas modernas. El predio tiene los primeros artefactos, ruedas de piedra y carretillas del molino, pero además varios rincones verdes para pasear, descansar y animarse al picnic. Hay una cascada y un criadero de vicuñas que se suelen soltar y entonces se las ve beber agua del río en medio de los visitantes que andan de paseo. Cabalgatas y visitas guiadas completan la oferta.
Hacia el otro lado comienzan los 3,6 kilómetros de camino ascendente a Yumina, el reino de los andenes. Allí, como hace siglos, los pobladores realizan un colosal trabajo de siembra en altura, llenando sus laderas con zanahoria, maíz, papa, avena, quínoa y alfalfa, entre otros productos, y desviando en canales, acequias y arroyos las aguas cercanas, que corren como venas y bajan hasta el pueblo. Estos campos de Yumina son apenas un ejemplo de lo que ocurre en los valles más lejanos, replicando el antiguo sistema de líneas de piedra escalonada en cuanto cerro hay en el valle. Más allá de su uso práctico, esas terrazas parecen obra de un pintor. Ondulantes, coloridas y fértiles, se despliegan sobre cerros con algunas pequeñas casitas, donde las familias aparecen quitando las malezas.
La tarde, como en toda zona montañosa, llega abruptamente, y emprendemos el regreso hasta San Camilo, la feria que nunca descansa y donde esos comestibles llegan frescos y de a montones. Además de las pilas naranjas de zanahorias y los mil colores de papines, en pleno mercado se prepara una versión del rocoto para llevar a casa. Los pimientos son más grandes y los pasteles se hornean en bandejas de panadería para que uno elija su porción y, si quiere, lo coma allí mismo. Así, y como bien nos han dicho, uno puede sentirse plenamente en Arequipa.
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