turismo

Domingo, 18 de agosto de 2013

URUGUAY. UN PASO POR LA OTRA ORILLA

Aquellos tiempos de Colonia

Siempre mágica, la vieja ciudad de raíces portuguesas en la orilla norte del Río de la Plata parece detenida en el tiempo. Bajo sus faroles de luz tenue y sobre su empedrado irregular hay mucho para descubrir, disfrutar y recordar, desde los piratas y naufragios que poblaron las aguas del río hasta las batallas de Giuseppe Garibaldi.

 Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Parados frente a la placa que, en pleno centro de Colonia, recuerda su inclusión dentro del Patrimonio Histórico Mundial, Vinicius y Adriana se sacan fotos y con familiaridad brasileña hablan con todo el que se cruce sobre su fascinación por esta ciudad que irradia su encanto desde las orillas del Río de la Plata. Todavía es invierno, y anochece temprano, pero alargan la tarde quedándose a charlar con Alicia y Miguel, una pareja de argentinos que también confiesan su enamoramiento por estas callecitas de piedra, por la costanera arenosa y los alrededores rurales que le dan a la vieja colonia portuguesa un aire de bucólica nostalgia. No son los únicos: aunque no es fin de semana, y Colonia luce tranquila y silenciosa, aquí y allá se oyen acentos de Europa e inconfundibles tonaditas latinoamericanas. Tarde o temprano, en el puñado de manzanas que forman el casco antiguo todos se cruzan; quienes se quedan varios días terminan casi conociéndose a fuerza de verse en los bares, sacándose fotos a la luz de los faroles nocturnos o explorando los alrededores de playa y costanera.

No muy amenazante, un pirata da la bienvenida al Museo de Naufragios y Tesoros.

AGUAS DE PIRATAS El Río de la Plata luce tranquilo con sus “aguas color de león”, con algún velero navegando cerca de la orilla y sin grandes barcos a la vista, como los que todos los días establecen un “puente virtual” con Buenos Aires. Pero el panorama no fue siempre tan tranquilo, y para recordarlo hay que irse hasta el Museo de los Naufragios y Tesoros, que está un poco alejado –en la zona del Real de San Carlos–, pero merece el paseo para evocar las muchas leyendas sobre los tesoros que, según se cuenta, aún duermen sobre el lecho del río. Lo cierto es que los galeones españoles naufragaron más de una vez con su carga de oro, documentos y armas, hasta que las aguas rioplatenses se ganaron el apodo de “cementerio naval”. Si al peligro de las tormentas, los bancos de arena y las piedras se suman los piratas y contrabandistas, cartón lleno: cruzar las aguas del río no era la excursión plácida de hoy, sino una auténtica aventura. Un listado de decenas de naufragios frente a las costas uruguayas lo atestigua. Mientras tanto, frente a las vitrinas un par de minivisitantes porteños se quedan boquiabiertos ante los barquitos, hasta que se lanzan a correr por los pasillos como auténticos herederos del capitán Kidd. En el galpón que alberga el museo, creado por Rubén Collado –un amante del buceo que le dedicó también salas a Jacques Cousteau– hace un frío de freezer en invierno, pero más todavía hielan la sangre algunos relatos sobre la vida de los piratas, despojados del romanticismo cinematográfico de Jack Sparrow. Como la arena que se esparcía en la cubierta para no resbalar con la sangre, las mujeres ajusticiadas por intentar una vida aventurera o los desdichados encerrados con las ratas de la bodega. Maquetas y reconstrucciones de escenas asustan a los más chiquitos y divierten a los más grandes, tal vez porque las estatuas tienen expresiones más caricaturescas que logradas, pero en su conjunto el museo muestra un aspecto generalmente poco conocido del río, con buenas réplicas de las antiguas embarcaciones hundidas y la historia de los trabajosos intentos de recuperación.

Algunas casas del siglo XVII subsisten, asomadas al antiguo empedrado de la vieja Colonia.

COLONIA NEGRA Fundada por la corona portuguesa en 1680, Colonia sigue siendo la ciudad más antigua de Uruguay, con un presente turístico que a veces deja de lado la otra historia, aquella que la convirtió en uno de los primeros puntos de ingreso de los esclavos a la Banda Oriental. El asentamiento funcionaba a la perfección para contrabandear esclavos y mercancías hacia Buenos Aires, hasta que la fundación de Montevideo, a principios del siglo XVIII, cambió el eje del “negocio”. A partir del siglo XVI, miles de esclavos ingresaron a ambas orillas del Río de la Plata: hacia 1772, algunos historiadores indican que la ciudad tenía unos 1400 habitantes, con más del 20 por ciento de esclavos, pero unos 20 años más tarde ese porcentaje superaba holgadamente la mitad: estudios de la Unesco subrayan que hoy sigue siendo difícil identificar los lugares vinculados con la esclavitud, pero se cree, por ejemplo, que las islas cercanas eran lugar de cuarentena para los barcos llegados de Angola que no habían pasado previamente por Río de Janeiro.

Más visible resulta el pasado amurallado y militar de Colonia del Sacramento, que tuvo que sobrevivir como botín de dos poderosos imperios: el español, asentado en la orilla sur del Río de la Plata, y el portugués, dueño de las inmensas tierras brasileñas. “Hasta los años ’60 –cuentan en el Museo Municipal Bautista Rebuffo, unido a la antigua Casa de Nacarello– el casco viejo de Colonia estaba prácticamente abandonado, hasta que las autoridades uruguayas se decidieron a preservar la vieja ciudad y salvarla de la ruina. Así fue que se reconstruyó la muralla tal como se la ve hoy, y se fundaron entre otros lugares el Museo Español y el Museo Portugués, destinados a recordar cómo había sido la vida siglos atrás.” Al pie de las murallas, donde Buquebus propone el alquiler de bicicletas para recorrer la ciudad, los chicos juegan temerariamente a deslizarse por la pendiente, ajenos a la historia de esas venerables paredes y a la Puerta de la Ciudadela, con su puente levadizo. Otros eran los tiempos de batallas en que hasta Giuseppe Garibaldi anduvo por estas tierras y las conquistó, junto con la isla Martín García.

Mientras tanto, no hay visitante que se pueda resistir a la tentación de intentar capturar el tiempo detenido en las calles de piedra, como la preciosa Calle de los Suspiros –indicada como tantas otras por azulejos de estilo portugués–, la de Solís o la de San Francisco. Aquí y allá se abre algún pasaje de ventanas antiquísimas, y detrás de los muros centenarios de las casas más antiguas funcionan tiendas de diseño y artesanías que proponen lo más típico que siempre ofrece Uruguay: mates, mantas de cuero de vaca, dulce de leche, prendas tejidas a mano. Pero también vinos de las bodegas cuyos viñedos se pueden ver al borde de la ruta yendo hacia Carmelo, o aceite de oliva de una plantación cercana, dos detalles que confirman que para muchos visitantes –con los argentinos a la cabeza– la excursión a Colonia también es en busca de disfrutar de los sabores naturales.

Aunque el panorama puede cambiar en los fines de semana más concurridos, normalmente Colonia es una ciudad tranquila para el tránsito, lejos de embotellamientos y bocinazos: por eso justamente muchos se animan a dejar el auto para intentar el paseo en carritos de golf y bicicletas. Los autos, en realidad, mejor dejarlos afuera del casco histórico y disfrutar de la recorrida a pie: porque Colonia está hecha de una infinidad de detalles –rejas de hierro forjado, cortinas bordadas, cristales antiguos, delicados azulejos, antiguos vehículos y esquinas de lucecitas tenues– que se ven mejor prestando atención a lo que la ciudad muestra sin decir, sin exhibir. En el bar y restaurante Viejo Barrio, de la calle Vasconcellos, a un paso de la catedral, Jan y Margret –una pareja de holandeses que habla un notable castellano y está teniendo su primera experiencia con un chivito a la uruguaya– no pueden ocultar su entusiasmo: no sólo por el chivito en cuestión, que requiere un auténtico apetito pantagruélico para dar cuenta de las papas fritas, el huevo y varios accesorios más, sino por esa “atmósfera increíble que tiene esta ciudad, que todavía no sabemos bien cómo definir pero que parece traernos una bocanada de pasado, una especie de galería del tiempo”. Al fin y al cabo, parecen haber encontrado bien las palabras necesarias.

Las cúpulas de la Iglesia Matriz son visibles desde todas las esquinas del barrio antiguo.

DE LA IGLESIA AL FARO Desde cualquier punto del casco histórico las dos torres blancas de la catedral sobresalen y orientan: es que todo el resto son construcciones bajas, donde sólo se levantan por encima de las casitas de piedra las murallas y el faro. La Iglesia Matriz de Colonia, que data del siglo XVII, pasó por varias reconstrucciones pero conserva el espíritu colonial de sus orígenes y una encantadora armonía tanto afuera como en el interior, que se vuelve mágico a la hora en que la luz da sobre el ventanal azul enfrentado al altar. Alrededor brotan los bares, que se llenan de gente todos los fines de semana a partir del atardecer. Lo mismo será el próximo fin de semana, la noche del 24 de agosto, cuando se celebra en Uruguay la Noche de la Nostalgia, una fiesta nacida a fines de los ’70 gracias a la iniciativa del dueño de una radio que decidió organizar una fiesta de “grandes éxitos” de los ’60 y ’70. La fiesta prendió y se hizo costumbre, en una fecha elegida por ser la víspera del feriado uruguayo del 25 de agosto: este año, sin embargo, se espera una concurrencia record también desde esta orilla, porque cae justamente en sábado.

Junto con la altura de la Iglesia Matriz sobresale la del Faro ubicado sobre la costa rioplatense. Apenas oscurece se advierten sus destellos rojos, con intervalos de nueve segundos, en la cima de la torre blanca construida sobre una edificación que fuera parte de las torres del antiguo Convento de San Francisco. Con 12 metros de altura, alcanza con su luz casi ocho millas náuticas, y hoy está a tono con los tiempos, alimentándose con paneles de energía solar.

Las tranquilas calles de Colonia también invitan a recorrerlas en bicicleta.

PASEO A CARMELO Cuando hay tiempo para una escapada un poco más larga, porque Colonia merece más que un fin de semana o una ida y vuelta en el día, vale la pena darse una vuelta por los alrededores. No sólo el Real de San Carlos, cuyo complejo abarca la ahora abandonada Plaza de Toros, sino un poco más allá, hasta Carmelo y Colonia Suiza, que están en direcciones opuestas. Colonia Suiza, o Nueva Helvecia, nació con la llegada de una ola de inmigrantes suizos a mediados del siglo XIX –como ocurrió en Colón y alrededores de este lado del río– y se consolidó como un centro de producción agrícola y lechera. Hace pocos días se celebró, como cada año, la fiesta nacional suiza del 1 de agosto, demostrando que a pesar del tiempo, los vínculos y las tradiciones siguen siempre presentes. Y lejos del aire portugués de Colonia, aquí lo que predominan son los escudos de los cantones suizos y una tradición culinaria que sabe de fondue, raclette y otros platos típicos de los Alpes, pero muy bien trasplantados a las colinas uruguayas.

Mientras tanto, a unos 60 kilómetros de Colonia en dirección opuesta, la ruta atraviesa viñedos y bosques para desembocar en la tranquilísima Carmelo, que también es puerto de amarre de embarcaciones procedentes de Tigre. Si Colonia ofrecía un viaje en el tiempo hacia el pasado colonial, Carmelo parece haberse plantado en alguna década lejana e indefinida del siglo XX. El paseo urbano es breve –la Plaza de la Independencia, el templo Nuevo la Casa de la Cultura–, pero incluye una postal conocida, el puente giratorio sobre el arroyo Las Vacas, que permite la rotación para el paso de grandes embarcaciones. Hay quien llega hasta aquí para disfrutar del remo y otros deportes náuticos, y también quien simplemente elige Carmelo porque sus playitas silenciosas sobre el río son un verdadero oasis para dejar atrás cualquier apuro... como el que suele reinar en la otra orilla.

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Los comienzos del siglo XX aparecen en la arquitectura y algunos autos estacionados.
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