DIARIO DE VIAJE. DíAS EN EL SUR DE FRANCIA
Con humor inglés, Peter Mayle describió en Un año en Provenza el período de transición durante el cual una pareja británica pasó de ser turista a vecina en esa región del sur de Francia que desde siempre atrajo a escritores y artistas, pero que también es un paraíso gastronómico. Convertida en un clásico de las impresiones de viaje, inspiró también en 2006 la película A Good Year.
› Por Peter Mayle *
El efecto del tiempo en los habitantes de Provenza es inmediato y obvio. Esperan que haya sol todos los días y, cuando no lo hay, su humor se altera. La lluvia les parece una afrenta personal, mueven negativamente la cabeza y se compadecen mutuamente en los cafés, observando el cielo con profunda desconfianza, como si estuviese a punto de enviarles una plaga de langostas, y sortean con fastidio el camino entre los charcos de la calle. Y si ocurre algo peor que un día de lluvia, como aquella racha bajo cero, el resultado es sorprendente: la mayor parte de la población desaparece.
A medida que el frío empezó a propagarse en la segunda mitad de enero, ciudades y pueblos quedaron más silenciosos. Los mercados semanales, normalmente muy concurridos y bulliciosos, se vieron reducidos a un puñado esquelético de intrépidos vendedores ambulantes dispuestos a congelarse para poder vivir, golpeando constantemente con los pies contra el suelo y dando sorbitos de sus botellas. La clientela se movía con gestos enérgicos, compraba y se iba, casi sin apenas detenerse a contar el cambio. Los bares cerraban bien puertas y ventanas y continuaban con su negocio en medio de una fuerte humareda. Por las calles no se veía a ninguno de los habituales haraganes (...)
La tierra estaba helada, las vides podadas y en letargo, y hacía demasiado frío para salir de caza. ¿Se habían ido todos de vacaciones? No, claro que no. Estos no eran el tipo de señoritos campesinos que pasan las vacaciones de invierno en las pistas de esquí o en un yate en el Caribe. Aquí las vacaciones las hacían en casa, en agosto, comiendo más de la cuenta, disfrutando de las siestas y descansando en previsión de las largas jornadas de la vendimia. Era un misterio, hasta que descubrimos que muchos vecinos celebraban su cumpleaños en septiembre u octubre, y entonces se nos ocurrió una posible, aunque inverificable, respuesta: se quedaban en casa fabricando niños. En Provenza existe una época para cada cosa, y los dos primeros meses del año deben estar dedicados a la procreación. Nunca nos hemos atrevido a preguntarlo.
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El tiempo frío trajo placeres menos íntimos. Además de la paz y soledad del paisaje, el invierno en Provenza tiene un olor especial que se ve acentuado por el viento y por el aire claro y seco. Mientras paseaba por las colinas, a menudo tuve ocasión de oler una casa antes de verla, a causa del aroma del humo de leña proveniente de una invisible chimenea. Es uno de los olores más primitivos que existen y, por lo tanto, ha desaparecido de la mayoría de las ciudades, en donde las disposiciones contra incendios y los decoradores han logrado convertir la chimenea en agujeros tapiados o en “elementos arquitectónicos” deliberadamente iluminados. En Provenza la chimenea se continúa empleando –para cocinar, para sentarse a su alrededor, para calentarse los pies, y para decorar– y se encienden los fuegos temprano por la mañana y durante todo el día los alimentan con leña de encina del Lubéron o con haya de las faldas del monte Ventoux. Cuando regresaba a casa con los perros a la caída de la tarde, siempre me detenía a mirar desde la cumbre del valle el largo serpentear de las cintas de humo que se elevaban desde las casas de campo diseminadas a lo largo de toda la carretera de Bonnieux. Era un panorama que me traía a la mente cocinas cálidas y estofados bien condimentados y que nunca dejó de abrirme el apetito.
Los platos más divulgados en Provenza son platos de verano: melones, melocotones y espárragos, calabacines y berenjenas, pimientos y tomates, el aioli y la bouillabaisse, y ensaladas monumentales con aceitunas y anchoas y atún y huevo duro a trocitos, patatas nuevas sobre lechos de lechuga de todas las tonalidades relucientes de aceite, quesos de cabra frescos... Esos eran los recuerdos que nos habían atormentado cada vez que contemplábamos la marchita y fláccida selección que nos ofrecían las tiendas inglesas. Jamás se nos había ocurrido que también existe un menú de invierno, totalmente distinto pero igualmente delicioso.
La cocina de invierno en Provenza es cocina campesina. Está hecha para llenar el estómago, mantenerse caliente, darte fuerzas y para mandarte a la cama con el estómago repleto. No es hermosa, al modo como lo son las porciones diminutas y artísticamente decoradas que sirven los restaurantes de moda, pero en una noche gélida, con el mistral que hiere como una cuchilla, no hay nada que se le pueda comparar. Y la noche en que uno de nuestros vecinos nos invitó a cenar hacía suficiente frío como para convertir el paseo hasta su casa en una carrerilla.
Sólo atravesar la puerta se me empañaron las gafas a causa del calor de la chimenea que ocupaba casi toda la pared del fondo de la habitación. En cuanto desapareció el vaho, vi una gran mesa, cubierta por un hule a cuadros, dispuesta para diez personas; amigos y parientes habían sido invitados para que nos examinasen. En un rincón, estaba encendido un aparato de televisión, al fondo de la cocina se oía la radio, y varios perros y gatos eran empujados afuera con el pie cada vez que la puerta se abría para dejar paso a un nuevo invitado, para volver a colarse cuando llegaba el siguiente. Sacaron una bandeja con bebidas, pastís para los hombres y vino dulce, frío, para las mujeres; y nos encontramos metidos en medio de una diatriba de ruidosas quejas sobre el tiempo. ¿En Inglaterra también hacía tan mal tiempo? Sólo en verano, respondí. Por un instante me tomaron en serio, hasta que alguien se echó a reír y evitó mi azoramiento. Después de muchas maniobras para ver qué lugar debían ocupar –no estaba seguro de si querían sentarse a nuestro lado o al otro extremo de la mesa–, finalmente quedamos instalados a la mesa.
Fue una cena que nunca olvidaremos; o mejor sería decir que fueron varias cenas que nunca olvidaremos, porque superó cualquier frontera gastronómica que jamás hubiésemos experimentado, tanto en cantidad como en duración.
Empezó con pizza casera –no una, sino tres: de anchoa, de champiñones y de queso, y era obligatorio comer un trozo de cada–. Luego los platos fueron rebañados con trozos de pan arrancados de hogazas de medio metro situadas en el centro de la mesa y apareció el plato siguiente. Había patés de conejo, jabalí y tordo. Había una terrine grumosa a base de cerdo ilustrado con marc. Había saucissons moteados de granos de pimienta. Cebollitas diminutas, tiernas, marinadas en salsa de tomate recién hecha. Volvimos a rebañar los platos y sirvieron el pato. Las lonchas de magret que aparecen, dispuestas en forma de abanico y cubiertas de una elegante mancha de salsa en las mesas refinadas de la nouvelle cuisine, brillaban por su ausencia. Comimos pechugas enteras, patas enteras, cubiertas con un jugo oscuro y sabroso y acompañadas de setas.
Nos acabábamos de recostar en la silla, dando las gracias por haber sido capaces de terminar pero, al ver que los platos eran rebañados una vez más y que una cacerola enorme y humeante era depositada en la mesa, nos invadió algo parecido al pánico. Esa era la especialidad de Madame, nuestra anfitriona, un civet de conejo de un nutritivo y profundo color castaño, y nuestras lánguidas súplicas para que nos sirviesen raciones pequeñas fueron ignoradas con una sonrisa. Lo comimos. Y comimos la ensalada verde con croutons de pan frito con ajo y aceite de oliva, y comimos los orondos crottins redondeados de queso de cabra, y comimos el pastel de crema y de almendras que había preparado la hija de la casa. Aquella noche, comimos para dejar bien alto el pabellón de Inglaterra.
Juntamente con el café apareció una variedad de botellas deformes que contenían una selección de digestifs de fabricación local. Si a mi corazón le hubiera quedado espacio para abatirse, me hubiera sentido descorazonado, pero no había modo de negarse a la insistencia de mi anfitrión. Tenía que probar un destilado especial, elaborado por una orden alcohólica de monjes en los Bajos Alpes a partir de una receta del siglo once. Me pidieron que cerrara los ojos mientras me lo servían, y cuando los abrí habían colocado delante de mí un vasito de un fluido viscoso y amarillento. Todos me observaban, no había modo alguno de dárselo al perro o de vaciarlo discretamente dentro de un zapato. Me agarré a la mesa con una mano en busca de apoyo y con la otra cogí el vasito, cerré los ojos, me encomendé al santo patrón de la indigestión y me lo eché al gollete.
No noté nada. Esperaba como mínimo abrasarme la lengua y, en el peor de los casos, quedar con las papilas gustativas permanentemente cauterizadas, pero lo único que noté fue aire. Era un vaso de broma y, por primera vez en mi vida adulta, me sentí profundamente aliviado prescindiendo de una bebida. Cuando las risas de los restantes comensales se calmaron, nos amenazaron con bebidas de verdad, pero esta vez nos salvó la gata. Desde su puesto de mando en lo alto de un gran armoire, pegó un brinco en el aire en pos de una mariposa nocturna y aterrizó con un tremendo impacto en medio de las tazas de café y de las botellas de la mesa. Nos pareció un momento oportuno para despedirnos. Volvimos caminando a casa, sosteniéndonos el estómago con las manos, ajenos al frío, incapaces de hablar, y dormimos como un tronco.
Incluso ateniéndonos a las costumbres provenzales no había sido una cena habitual. Quienes trabajan en el campo suelen comer más fuerte a mediodía y menos por la noche, hábito que es saludable y razonable y, para nosotros, prácticamente imposible. Hemos descubierto que no hay nada como un buen almuerzo para abrirnos el apetito para la cena. Es alarmante. Debe tener algo que ver con la novedad de vivir en medio de tanta abundancia de cosas buenas para comer, y entre hombres y mujeres cuyo interés por la comida linda con la obsesión. Los carniceros, por ejemplo, no se contentan con venderte carne. Mientras la cola detrás de ti se va alargando, te cuentan, con prolijidad de detalles, cómo cocinarla, cómo servirla y qué es lo que debes comer y beber para acompañarlaz
* Un año en Provenza, Ed. Omega, 2000.
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