PERú. EN LA REGIóN DE LORETO
En este histórico enclave de la selva, en medio del urgente verde de la Amazonia, sobreviven viejos colectivos de madera, mercados callejeros interminables y edificios que recuerdan la fiebre del caucho. De su antigua relación con Brasil y Europa a su pujante actualidad como proveedor de frutas, entre comidas exóticas rituales de la jungla y paseos por el río.
› Por Pablo Donadio
Fotos de Pablo Donadio
“En el pasado, Sudamérica se asociaba inevitablemente a las materias primas: la plata de Potosí, el salitre de Chile, la lana de la Patagonia, el café del Brasil... Sólo el inmenso Amazonas se libraba de la maldición de la codicia y de la sangre que siempre traía aparejada la explotación. Para quienes habían nacido allí, era un paraíso terrenal donde no habían llegado las pestes europeas. Un día el hombre blanco descubrió una insospechada fuente de riqueza en el corazón de la selva y la vida apacible de los indígenas terminó transformándose en un infierno. Esa riqueza era el caucho.”
Arana, rey del caucho.
Ovidio Lagos, 2005
Los cuerpos de cada pasajero se elevan como uno solo, y caen cuando la suspensión del colectivo vuelve a tocar el suelo en las serpenteantes calles de Iquitos. Desperdigando samba brasileña a todo volumen y eludiendo mototaxis, su estructura de madera, similar a la de un barco cualquiera pero con ruedas debajo, se lanza camino al puerto por “la Próspero”, su avenida vital. Nos agarramos desconfiados, mientras un par de niñas de ojos rasgados y facciones indias se menean entre pozo y pozo, y el anunciador –y cobrador a la vez– no para de gritar los nombres de las calles en cada parada: “¡Nanay, Nanay, Nanay!; ¡Quiñónez, Quiñónez, Quiñónez!; ¡Aeropuerto, aeropuerto, aeropuerto!”. Entonces viene a la memoria el largo contacto de esta ciudad con Brasil a través del Amazonas, y a través de él con Europa, mucho antes que con la propia Lima. La razón es sencilla: aunque no en los hechos, Iquitos es una isla en lo práctico. Por eso durante cientos de años esta región fue desarrollándose como un mundo impenetrable y posible sólo para locos aventureros, que requerían meses de travesía desde la capital peruana, surcando ríos, pantanos y sierras, al encuentro de animales poco amistosos en vetustos transportes y barcazas. A Iquitos se sigue llegando por barco, viajando entre tres y cinco días en buques de pasajeros y carga, o uno y medio si se cuenta con un crucero. Desde hace pocos años hay también una ruta por avión. Salvaje y mestizo, este recodo peruano desparramado en la margen del caudaloso río se pone en marcha cada mañana con su exuberancia y jovialidad, desde sus calles al puerto donde el caucho fue furor. Mientras, las aguas del Amazonas siguen moldeando el urgente verde del trópico hasta el infinito, y presentando a Iquitos desordenada, poderosa, como su misma selva.
COMO EL FENIX Del otro lado del Ucayali nos espera Iquitos, la Cuba salvaje. De la unión de ese río con el opulento Marañón nace el Amazonas, aunque algunos aseguran que todo se origina –como en las leyendas– en la cima de las montañas, y es entonces en los Andes donde emprende camino hasta ser devorado por las fauces del pulmón más grande del planeta. Corazón de la Amazonia peruana y gran atracción en la región, esta ciudad tiene alma de pueblo y una riqueza que se equipara a esa misteriosa naturaleza que la cobija. La antigüedad de sus medios de transporte y cierta onda caribeña de sus pobladores la diferencian en rostros morenos y hospitalidad del resto de Perú. Hay también una leve tonada cordobesa que nos hace sentir aún más en casa. En Iquitos casi no hay autos, y en el centro todo está dominado por los colectivos, que avanzan desperdigando samba brasileña, salsa y reggaeton a más no poder, eludiendo puestos callejeros a los saltos. Hacer un viaje desde el hotel, el centro o los mercados hasta el puerto es una aventura: sus conductores arremeten a toda velocidad por las bajantes hasta llegar súbitamente a las dársenas, como si fueran a lanzarse al Amazonas. Dicen que hay mucho de carioca en su esencia, producto de ese largo contacto a través del gran río.
Probablemente también por lo mestiza que fue desde que las misiones jesuíticas llegaron a sus aldeas hace más de trescientos años. A nivel arquitectónico la ciudad es también compleja, y muestra mansiones de estilo europeo y rasgos edilicios paridos en la época de la fiebre del oro blanco de los árboles, surgida a fines del siglo XIX. Entre esas construcciones se destaca la Casa de Metal, una especie de rasti de lata gigantesco y plateado, convertida hoy en centro comercial. Fue creada por Alexandre Gustave Eiffel, el nombre que le dio su símbolo a París. Parece ser que el ingeniero la ideó para una exposición a la que asistió un acaudalado cauchero que, tras comprarla, la desarmó y embarcó hasta aquí. Luego, penetración cultural, trabajo duro (o directamente esclavo), muerte y mucho dinero. De todo vieron aquí los lugareños, menos lo último. Cuando el caucho sintético reemplazó al natural, los millonarios desaparecieron con sus empresas, dejando a Iquitos en el olvido. Costó sobrevivir, pero la ciudad se reinventó a sí misma, y sus mercados se llenaron de ropa de moda y aparatos electrónicos, cargamentos de cocos pelados, bananos y mangos listos para descargar en otras latitudes. Por todas partes pasan fugaces motocarros, un “invento de la selva” expandido por Pucallpa, Yurimaguas, Chachapoyas, la costa y todo el Perú como el mismo sol matinal. En uno de ellos llegamos a la costanera, gran atracción para los turistas por sus negocios paquetes e internacionales, puestos con artesanos y miradores de las barcazas artesanales de madera y las casitas flotantes con techo de palma, símbolos de la vida lugareña. “Bueno, todo depende del tipo de turismo que tú quieras”, dice Edwin Villacorta, de la oficina de Promperú, ante la pregunta por los “atractivos”. Pese a estar en plena selva, Iquitos no se ha salvado del marketing. “Si llegas a una población es porque está contactada. Incluso los boras o los yaguas, que te pintan la cara en sus rituales, viven en otro sitio y andan en jeans en sus cabañas. Lo que hacen en sus tiendas del río Nanay es un show para gringos”, aclara brutalmente. Elegimos su sugerencia y vamos a visitar el Pilpintuwasi, una mariposario y refugio animal al que se llega navegando el Nanay durante 45 minutos, compartiendo el paseo con los pobladores. Una buena medida para aprender un poco más sobre los rituales verdaderos de la selva, como el de la ayahuasca y las flores alucinógenas, y para admirar su capacidad de ingerir carne de víbora y lagarto asado.
PRESERVACION Sobre la avenida Quiñónez el ecohotel Sol de Oriente nos inserta ya en el mundo de la protección animal. La vegetación cubre sus habitaciones y la fauna vive en libertad. Llegamos bajo una lluvia cálida y torrencial, una constante en la selva que da gusto disfrutar. Allí mismo nos recomiendan doblar la apuesta en la Asociación para la Conservación de la Biodiversidad Americana (Acobia), emplazada en el predio del Instituto de Investigación de la Amazonia Peruana (IIAP), donde se rescatan, recuperan y devuelven manatíes –en franca extinción en el planeta– a su hábitat natural. Nos recibe José Carlos Zumaeta Cachique, voluntario y estudiante de la carrera de “acuicultura” de la Universidad del Amazonas, que trabaja junto al equipo de biólogos para recuperar a los manatíes de daños y maltratos sufridos. “En estas piletas tenemos a los manatíes y a una tortuga llamada Aistá (porque... ‘ahí está’), de la especie Charapa, que es prehistórica y ya la consideramos nuestra mascota”, cuenta Zumaeta Cachique, y agrega: “Hay tres instancias por las que el animal pasa. Lo primero es la cuarentena, donde se curan sus heridas y se los alimenta intensivamente hasta que recuperan peso”. Los manatíes amazónicos, o vacas marinas, pueden pesar hasta media tonelada, y la mayor parte de su cuerpo es grasa, motivo que junto a su docilidad los vuelve atractivos y vulnerables para algunos nativos. La segunda instancia es la pileta donde empiezan a comer, y una tercera hace ya de área de preliberación, con un ambiente seminatural que comparten con tortugas y paiches, peces también en extinción. Los manatíes adultos comen hasta 80 kilos diarios de lechuga de agua, una especie de camalote que abunda en los ríos y que es plaga. Se los considera como controladores biológicos que ayudan a que las barcazas de sus propios cazadores no encallen. Pero sus bebés no comen hasta los dos años, y como buenos mamíferos sólo toman leche materna o una especial traída de Estados Unidos y donada por el Dallas World Acuarium. “Los rescatamos de ríos aledaños, donde se los caza para comer y vender como mascotas exóticas, algo que se hace también con monos y guacamayos.” En la visita se los puede amamantar, y en ocasiones acompañar su suelta junto a la Asociación Protectora Yacutaitas, que coloca en cada manatí un radiotransmisor para monitorearlos durante dos años. Esa ceremonia en el Parque Nacional Pacaya Samiria es todo un símbolo aquí, que de algún modo regresa a la naturaleza sus cosas, para volver a empezar.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux