Domingo, 8 de septiembre de 2013 | Hoy
CAMBOYA. ENTRE LOS TEMPLOS Y LA VIDA COTIDIANA
En un país marcado a fuego por un genocidio reciente, que destruyó a un tercio de la población, el pueblo recibe siempre a sus visitantes con sonrisas inmensas. Crónica de un viaje por la historia, los relatos de vida y los eternos paisajes rurales de Camboya: Phnom Penh y sus templos, las ruinas de Angkor Wat y el pueblo de Siem Reap.
Por Paula Mom
Phnom Penh es la capital del reino y tiene la impronta de la mayoría de las ciudades asiáticas. Sobrepoblación, mercados encimados, templos estrambóticos, restaurantes a la vera del infinito río Mekong y motocicletas que avanzan en manada. Por las veredas se extiende la intimidad de las casas, con sillones y algún televisor casi en el pavimento; otros tantos grupos de chicos y grandes también las ocupan como escenario de sus juegos de mesa. Pero si un color las distingue es la calidez de su gente, que hace caso omiso a la vorágine de la capital y siempre tiene tiempo para ser amable.
Antes de aterrizar en Camboya esperaba ver un pueblo sumergido en la extrema pobreza y me preparaba para vivir esa injusticia, consecuencia del cruel régimen de Pol Pot en la década del 70. Pero fue la natural dulzura de su gente hacia el desconocido la que me hizo admirar su fortaleza para seguir de pie. En los Killing Fields –los campos de concentración– recorrí la historia del régimen de los Khmers Rojos, que bajo la lógica hitleriana de la khmer como raza superior exterminaron a millones. Quisieron construir un reino sin clases, ni educación. Se destruyeron universidades, escuelas, hospitales, monumentos –incluso parte de los templos de Angkor Wat– para la edificación de un pueblo enteramente agrícola, aniquilando también toda la industria. Ocho millones de muertos y un reino sin futuro: eso explica parte de la escena actual, donde casi no se ven adultos, y mucho menos ancianos, pues según los censos el 50 por ciento de la población tiene menos de 20 años.
El recorrido por los Killing Fields es algo escalofriante. Hay miles de cráneos exhibidos detrás de vidrios, carteles que señalan árboles utilizados para matar bebés y la ropa de las víctimas apilada. La entrada se cobra y cuesta entender que sea un atractivo turístico anunciado en folletos repartidos por toda la ciudad. Aunque tal vez sea una crueldad necesaria para hacerse escuchar: además es el turismo –junto con la pesca y el cultivo de arroz– la fuente de ingreso de la gran mayoría de los camboyanos.
RURAL, DULCE, TURISTICA Llegar a Siem Reap es un respiro de aire fresco después del ruido ininterrumpido de las motocicletas citadinas. Aunque sigue siendo difícil liberarse de los cientos de propuestas de tours, de los tuks tuks –vehículos asiáticos por excelencia– que frenan a cada paso y de los vendedores ambulantes. Y es que Siem Reap es extremadamente turística, pues aquí llegan viajeros de todo el mundo para visitar una de las siete maravillas del mundo: los ancestrales templos de Angkor Wat. Sin embargo, este pueblo encanta con sus callecitas de tierra naranja, los cafés y bares hechos con caña de bambú, los campos de arroz y las muchas bicicletas: los hoteles las prestan sin cargo y es fácil recorrer con ellas la ciudad entera.
A menos de una cuadra de esos bares y restaurantes turísticos, varios puestos improvisados con dos o tres mesitas anuncian cenas con bebida a un dólar. Y son deliciosas. Hay platos con pescado asado, muchos sabores agridulces y ensaladas que combinan verduras y frutas. Especialmente el mango; todo en este lugar tiene mango.
Converso con un tuktukero simpático que me recomienda visitar una villa flotante, a 40 minutos de la ciudad. El aire refresca –en Camboya la temperatura llega a 47º– y los verdes paisajes también. Se llama Chong Keas y está inmersa, o mejor dicho impuesta sobre el lago Tonlé Sap. Es enorme y, según me cuentan, muchas de las casas van cambiando de ubicación según las lluvias. Hay mercados de comida, escuelas, restaurantes, centros de salud y una suerte de templos. Los varios colores la vuelven aún más pintoresca. Cada construcción tiene atada su propia canoa, y mientras algunos se bañan en el río muchos otros pescan y los chicos se acercan remando para pedir dinero a quienes disparan con sus cámaras. La última parada es una especie de granja de cocodrilos, y entre tétrico y bizarro, justo al lado se venden carteras de esa piel con “buenos precios y descuentos”.
MARAVILLA SOBRE PIEDRA A unos kilómetros de Siem Reap se yerguen los templos hindúes de Angkor Wat, esas imponentes construcciones en piedra que fueron la base del Imperio Khmer entre los siglos IX y XIII. Hoy son Patrimonio Mundial de la Humanidad y una de las maravillas del mundo. Quiero ver los templos en el amanecer, como los contemplaban los monjes, así que a las cinco de la mañana allí estamos para contemplar el espectáculo. Sabíamos que no seríamos los únicos, pero nunca imaginé semejante hormigueo de flashes y disparos en el mismo momento. Y pese a la muchedumbre interminable, Angkor permanece allí en todo su esplendor, con un cielo de colores y su reflejo perfecto en un lago lleno de lotos rosados.
En total hay más de un centenar de templos esparcidos en 250 kilómetros cuadrados y entre bosques. Hay cultos a Brahma, Vishnu y Shiva, pero también hay elementos sincretistas propios de un imperio que cambió de religión (a la budista) en medio de su gobierno. Vale destacar también la mano de obra formada por unos 80.000 hombres que, bajo el nombre de Esclavos de Dios, fueron los “privilegiados trabajadores” que en su honor alzaron esta ciudad monumental.
Angkor Wat es el complejo principal y el mejor conservado, edificado como culto a Vishnu y cuyo templo está presente en la bandera camboyana. Cuando se acerca el mediodía, Ta Prohm con su tsunami vegetal y sombras amplias se vuelve un lugar ideal para recorrer. Es el menos detallista y el menos descomunal entre todos los complejos, pero la magia de los árboles eternos y sus raíces gigantes que se cuelan por las construcciones lo vuelve mi preferido. Es la naturaleza más pura que, caprichosa, invade la grandeza del hombre, demostrando una vez más su fortaleza infinita.
RECALCULAR EL RUMBO Curiosos por ver una obra de teatro protagonizada por chicos locales de un orfanato, pedaleamos en bicicleta en busca del espectáculo. Pero entre bifurcaciones y calles sin nombre, me detengo en un patio lleno de niños a pedir coordenadas.
Los chicos me llenan de preguntas, me toman de la mano y me tiran una pelota para jugar. Algunos hablan un perfecto inglés. El sitio resulta ser parte de otro orfanato. Y es que en Camboya (y especialmente en Siem Reap) estos refugios son moneda corriente e intentan paliar una situación de agravada pobreza donde la mitad de la población no tiene acceso al agua potable y sólo un cuarto tiene baño. La gran mayoría de estos orfanatos son mantenidos por extranjeros, y sus voluntarios llegan desde muy diversos países.
Entre risas los chicos se nos cuelgan del cuerpo. Enseguida se arma un partido de fútbol, mientras otros de los chicos guían un tour por el lugar a los saltos y una de las niñas me pide que la desafíe con algún ejercicio de matemática. Creo que el show que buscábamos puede esperar.
Una vez adentro, me recibe la joven camboyana al mando de este espacio llamado Children & Development Organization (CDO) que hoy es el hogar de más de 30 niños. Se llama Savorn Morn, pero todos la llaman “Mom”. Mom me aclara que muchos tienen padres en la villa de Leap Chas, a 40 kilómetros de aquí, pero que no les pueden dar de comer ni llevarlos a la escuela. Sin embargo, cada vez que se hace posible Mom viaja con los chicos a visitar a sus familias para mantener el vínculo.
La casa está construida en alturas para sobrevivir a las frecuentes inundaciones. El año pasado todo el patio quedó bajo agua y allí arriba permanecieron durante casi dos meses. El refugio no tiene colchones, pero sí algunas mantas, aislantes, espacios para jugar y una cocina. Todos los días los chicos van a la escuela y aprenden inglés con los voluntarios extranjeros. Entre ellos hay un francés y dos jóvenes israelíes, que en su primera semana de viaje por el sudeste asiático decidieron cambiar el rumbo y quedarse como voluntarias el resto de sus vacaciones. Las escucho con admiración y me invaden las ganas de imitarlas.
Orgullosa, Mom me muestra álbumes de fotos y planos que exhiben las dimensiones de un segundo futuro refugio. “Yo dejé la escuela para poder comer. Incluso, con mis hermanos teníamos que recorrer la frontera con Tailandia que estaba llena de minas terrestres para poder recolectar y vender cañas de bambú. Hoy tengo la posibilidad de trabajar con estos chicos para que no tengan que pasar por lo mismo que yo”, cuenta Mom, y se la ve feliz. O será que los camboyanos nunca dejan de sonreír.
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