Domingo, 15 de septiembre de 2013 | Hoy
BIRMANIA. MONJES, PAGODAS Y EL PUEBLO LACUSTRE
Travesía en bicicleta por las aún desconocidas rutas de Birmania, que se está abriendo al turismo y ofrece al viajero una experiencia única. Crónica de los días de viaje entre Yangón y el llamativo lago Inle, donde vive un pueblo hecho a la vida en el agua.
Por Andrés Ruggeri y Karina Luchetti
Myanmar, nombre oficial de la antigua Birmania, no es un destino turístico común. El país, gobernado férreamente por una dictadura militar desde 1962, estuvo cerrado a la mayoría de los extranjeros durante décadas. Sin embargo, esa misma condición preservó a los birmanos y su rica cultura de las influencias más perniciosas de la globalización. Aunque cada vez hay menos trabas y más turistas que visitan el país, Myanmar sigue siendo culturalmente particular, con su budismo omnipresente y la amabilidad extrema de su gente.
Nuestro destino era el lago Inle, uno de los lugares más interesantes y visitados en este país. El lago está unos 800 kilómetros de Yangón, la vieja capital y puerta de ingreso a Myanmar, por lo que es común que los turistas tomen un avión o un ómnibus para ir a conocerlo. Nosotros, en cambio, fuimos en bicicleta.
BIRMANIA SEGUN YANGON Hasta hace unos años conocida como Rangún, pocos saben que Yangón ya no es la capital de Myanmar. Sin embargo, continúa siendo la ciudad birmana más importante, con sus más de cuatro millones de habitantes, la animación incesante de sus calles y la presencia de las embajadas extranjeras, del aeropuerto internacional y del grueso del comercio.
Recorrer la ciudad, recostada sobre un afluente del gran río Irawady, es una experiencia que compendia imágenes parecidas a las de otras partes del Tercer Mundo, aunque combinadas de forma particular. El tránsito es, por supuesto, caótico y, al igual que en la India o en casi cualquier otro lugar del sudeste asiático, vehículos de todo tipo y color circulan por calles y avenidas. Los puestos de comida se suceden uno tras otro, ocupando las veredas con pequeñas mesas y banquitos en los que, como en Vietnam, la gente suele comer a toda hora. Y así como nuestros pueblos andinos hacen con la hoja de coca, aquí todo el mundo masca betel, un vegetal que cumple un papel parecido. Además, los birmanos todavía no han sido totalmente ganados por la moda occidental. Los hombres visten unas faldas de colores oscuros, muy versátiles, que arremangadas se convierten en una especie de short. Así las usan para jugar al chinlón, algo así como un fulbito en el que varias personas en círculo tratan de mantener en el aire una pelota de mimbre. Es un juego de destreza antiquísimo, lindo de ver, en el que nadie gana ni pierde y que dura lo que los jugadores quieran y puedan. Las mujeres, y a veces también los hombres, se pintan el rostro con tanaka, una sustancia amarillenta que proviene del árbol de mismo nombre, que usan para protegerse del sol ardiente y embellecerse.
Después de pedalear bajo el calor extremo desde el aeropuerto –extrañamente moderno para el país– llegamos a esta ciudad, donde pasamos dos días empezando a conocer el ambiente en el que nos moveríamos durante semanas. Como en el resto del sudeste asiático, todo es muy tranquilo y los birmanos despliegan gran simpatía hacia el visitante, aun cuando la comunicación verbal se reduce a dos o tres palabras en inglés. El budismo posiblemente tenga mucho que ver en estas maneras del pueblo birmano, cuya sociedad, sin embargo, está lejos de no tener violencias y conflictos. Los monjes, con sus cabezas rapadas y sus túnicas rojas, se ven por todas partes. La población, que les prodiga un enorme respeto, los alimenta diariamente cuando en fila india recorren con sus ollas las calles para recibir arroz.
Las pagodas, cuyos conos dorados sobresalen en todas las ciudades y pueblos, no son sólo lugares de oración, sino también sitios de descanso y sosiego. Hay en Yangón una enorme cantidad, pero entre todas sobresale Shwedagon, visitada por miles de feligreses que dan vueltas en el sentido de las agujas del reloj a la estructura circular rodeada de reliquias, estatuas de Buda y pagodas más pequeñas erigidas a lo largo de siglos. La estructura principal, totalmente recubierta de oro reluciente, sobrevivió incluso a la voracidad de los ingleses, que saquearon salvajemente infinidad de sitios sagrados o históricos (entre ellos, el palacio real en Mandalay) y provocaron más de una rebelión por su obstinación en no respetar las tradiciones budistas.
LA GRAN LLANURA DEL IRAWADY La primera parte de la travesía fue por la carretera principal que atraviesa el país por la gran llanura del Irawady. Para evitar lo más posible el calor, tratamos de comenzar temprano la jornada inaugural de pedaleo con destino a la ciudad de Bago, a unos 110 kilómetros de Yangón. La ruta era, en este tramo, de cuatro carriles y ancha banquina, lo que permite andar en forma bastante segura. De todos modos, los caminos birmanos están inundados de carros de bueyes, camioncitos cargados hasta límites insospechados, motos con tres, cuatro o más pasajeros, ganado y bicicletas que obligan a los demás vehículos a ir bastante despacio. De esa forma, nos vimos naturalmente incorporados a un flujo vial que a veces iba más veloz pero, en muchos casos, más lento que nosotros.
Bago fue en otra época capital de uno de los reinos birmanos y conservaba algo de ese antiguo esplendor. Una de sus principales atracciones, además de las acostumbradas pagodas y un enorme Buda acostado, es un monasterio cuyos más de 600 monjes salen al amanecer a conseguir la comida diaria. Los turistas suelen visitar el monasterio al mediodía, cuando los monjes, por una módica donación, dejan presenciar el espectáculo de su almuerzo.
Después de pasar un día allí, emprendimos otra vez la pedaleada por una zona rural, atravesada por una carretera que se hizo angosta y salpicada de pueblos y aldeas. Cuando se está por llegar a algún poblado, no es raro encontrarse a los costados de la ruta con grupos de personas que sacuden rítmicamente recipientes con piedras, mientras una música pegajosa (incluida la versión birmana de “La banda”, de Chico Buarque) sale por altoparlantes. Así es como piden contribuciones para mantener los monasterios de los pueblos a los vehículos que pasan por la ruta.
En cada lugar donde paramos a descansar, la amabilidad de los birmanos era extrema, tanto como su curiosidad. Sin embargo, ese día empezamos a ver también hasta qué punto el país seguía siendo un Estado policial. Si bien el turismo internacional se abrió, el visitante está a sus anchas sólo en los sitios más famosos: en el resto del país, el contacto de los birmanos con los extranjeros todavía busca restringirse, tal como nos pasó en Nyaunglebin, un poblado donde todos los hoteles se negaron a hospedarnos. Terminamos, por consejo del dueño de un bar, en la policía, que nos mandó al siguiente pueblo, treinta millas (y no tres, como dijeron) más allá y donde tampoco nos dejaron quedarnos a dormir. Era un villorrio poblado por hindúes, en el que se armó una virtual asamblea para discutir el caso de los argentinos en bicicleta. Finalmente, ya de noche, la policía nos hizo tomar un vehículo hasta otra ciudad donde, esta vez, sí había un hotel apto para extranjeros. La situación al menos nos permitió conversar con Sanjay, un joven que nos contó que el pueblo se formó con trabajadores de la región india de Bijar, llevados por los ingleses en la época colonial.
LA OFICIAL NAYPIDAW Al día siguiente debíamos pedalear cien calcinantes kilómetros para culminar en la misteriosa capital, Naypidaw. Por suerte, después de almorzar en un parador de la ruta lo que a las chicas de la familia que lo atendía les pareció bien (se divirtieron mucho tratando de explicarnos el menú), nos dejaron tirar en los bancos a esperar que pasara la peor hora. Cuando abandonamos esa comodidad para salir al torturante sol de la ruta, hubo que meterle pata para tratar de llegar a la ciudad antes del anochecer.
En eso estábamos cuando hubo que parar en un control policial. Otra vez a presentar los pasaportes, mientras los policías se comunicaban con la base para informarle que “los argentinos” estábamos ahí (la palabra Argentina era la única que se nos hacía transparente de su idioma). Esta vez, nos pusieron un policía de escolta hasta dejarnos en el lugar autorizado. Cuatro hombres en moto, vestidos de civil pero con handies, se fueron relevando para acompañarnos a la capital.
Naypidaw de noche parece un barrio cerrado pero con hoteles de lujo iluminados tipo Las Vegas y una magnífica autopista de seis carriles que es usada sólo por los muy pocos autos que circulan por aquí. Una ciudad a todo trapo, donde terminamos pasando la noche en un hotel que usan delegaciones oficiales, la opción más económica que encontramos. Igual de sorprendente fue lo que nos mostró la luz del día cuando retomamos la pedaleada: en la ciudad capital no hay comercios, las únicas casas que pueden verse son algunas mansiones y lo demás son sólo hoteles y edificios públicos monumentales. Veinte kilómetros más adelante se pueden ver miles de casitas prefabricadas, amontonadas en las zonas bajas y polvorientas de los alrededores, en las que viven quienes de sol a sol construyen la ciudad fantasma de los poderosos.
LA TIERRA DE LOS SHAN Cuando dejamos atrás Naypidaw la travesía se normalizó y la policía no nos prestó más atención. Abandonamos así poco a poco la llanura para empezar a pedalear por un terreno algo más ondulado y seco: allí se puede ver a las claras la economía que rige los campos, donde no hay maquinaria, salvo arados de bueyes y norias impulsadas por cebúes que se usan para la producción de aceites y azúcar de palma.
Ya empezando a subir las montañas, la ruta está en reparación en numerosos puntos del camino, tarea que hacen cuadrillas de decenas de trabajadores y también trabajadoras, sonrientes y cuidadosamente cubiertas del sol con mangas largas y guantes, pañuelos y el sombrero cónico de paja. Todo es a mano, incluida la tarea de picar la roca de las laderas de las montañas, volverla piedra a los mazazos y transportarla al hombro con los típicos balancines orientales. Nos preguntábamos cómo sería el reclutamiento de la mano de obra, habida cuenta de las numerosas denuncias de trabajo forzoso que existen contra la junta militar.
Después de dos días nos desviamos hacia Kalaw, una pequeña villa de montaña, punto de partida de numerosos circuitos de trekking. Tomamos una ruta que iba subiendo lentamente, bordeada casi en todo el trayecto de aldeas y casas de campesinos. Un difícil ascenso nos llevó a un primer paso de montaña, coronado –por suerte– por un monasterio budista en el que un monje, que nunca dejó de hablar por su blackberry, nos dio agua de pozo para refrescarnos. Era sólo el comienzo del ascenso, en medio de un calor agobiante, bordeando un río que sorteaba las montañas. Subimos cuarenta kilómetros sin tener certeza de cuánto nos quedaba para llegar a Kalaw, porque el mapa que teníamos no era especialmente bueno, la gente nos daba indicaciones contradictorias y no había carteles. En eso, un militar se ofreció a llevarnos en un jeep del ejército, seguro de que no había chances de que llegásemos antes del anochecer y sin posibilidad de armar la carpa en ningún lado. Con las experiencias de días anteriores bien presentes, aceptamos. Efectivamente, la subida que nos quedaba era brava y no hubiéramos podido llegar en la hora escasa que quedaba de luz, por un camino serpenteante de montaña y selva.
Al otro día pedaleamos los kilómetros de ascenso que nos dejarían en el punto más alto del camino. Desde allí, una ligera bajada nos dejó ver, en la lejanía, el célebre lago Inle, nuestro destino. A media tarde, bordeando un canal donde la gente pescaba con redes y mediomundos de bambú, llegamos a Nyaungshwe, la ciudad que da entrada al lago.
EL LAGO DE LOS INTHA Enclavado en el montañoso estado Shan, el Inle es hogar desde hace unos siete siglos de los intha, una minoría deportada hacia esa zona en el siglo XII y a la que no le quedó más que poblar el lago en sí mismo, pues las tierras de los alrededores estaban ocupadas en su totalidad. A consecuencia de eso, desarrollaron un particular modo de vida que hoy en día constituye el principal atractivo para los visitantes. Los intha viven en pueblos construidos sobre pilotes, tienen cultivos flotantes y pescan de una manera única en el mundo: con lanzas y trampas de bambú, mientras, parados en la popa del bote, manejan el remo con uno de los pies. Como también han debido desarrollar todo tipo de producción sobre el lago, los antiguos campesinos y comerciantes de las llanuras se convirtieron en hábiles orfebres, tejedores, alfareros, edificaron templos, pagodas y monasterios en islotes y desarrollaron una de las más peculiares sociedades adaptadas a un ambiente acuático.
La visita al lago también es oportunidad para presenciar en Nyaungshwe el teatro de marionetas, un arte sostenido por siglos por los reyes y que hoy encuentra su principal público entre los turistas.
La Birmania que pudimos ver en estos más de mil kilómetros en bicicleta (posteriormente seguimos viaje hasta las impresionantes ruinas de Bagan) está en acelerado proceso de cambio. La paulatina apertura democrática y su incorporación al mercado internacional seguramente la harán más cómoda y apta para el turismo masivo y más parecida a su vecina Tailandia. Mientras tanto, todavía queda un margen para conocer una cultura y un pueblo extraordinarios.
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