Dom 14.09.2003
turismo

PARQUES NACIONALES EN LAS PROVINCIAS DE CHACO Y FORMOSA

La Argentina exuberante

En el nordeste del país, los Parques Nacionales Chaco y Río Pilcomayo protegen ecosistemas únicos amenazados por el avance del hombre. Ambos son el pase a una naturaleza desbordante donde se manifiesta la gran biodiversidad de la región.

Por Graciela Cutuli

A medida que el mapa de la Argentina se estira hacia los trópicos, los paisajes se van tiñendo del verde intenso de la selva, bajo un cielo que parece eternamente azul. Un poco al margen de los circuitos turísticos más tradicionales, en esta porción del país –donde el calor reina casi todo el año, la humedad es intensa y la naturaleza tan rica como una caja de Pandora–, hay dos parques nacionales que merecen ser más conocidos y recorridos por su extraordinaria biodiversidad. Además de preservar ecosistemas que el avance del hombre pone en peligro a escasos kilómetros de las áreas protegidas, estos parques son un auténtico paraíso para los observadores de aves y para hacer safaris fotográficos, a la espera de esas tomas únicas con que los huidizos animales de la selva recompensan de vez en cuando la paciencia del visitante.

Chaco Humedo El nombre conciso del Parque Nacional Chaco no permite equívocos sobre su ubicación, en el centro-este de la provincia de Chaco, unos 130 kilómetros al norte de Resistencia. Son en total unas 15.000 hectáreas encuadradas en el bioma del Chaco Húmedo, que alterna montes, palmares, lagunas, esteros y selva en galería. Pese a su superficie relativamente pequeña (que impide por ejemplo la presencia de grandes mamíferos, ya que estas especies necesitan mucho espacio para moverse y cazar), el Parque alterna varios paisajes: en el este y el sur, el área conocida como “Monte Fuerte”, sobresalen los bosques de quebrachos, donde crece este árbol de madera noble y dura, típica de la provincia; hacia el oeste en cambio se extienden entre los pastizales naturales armoniosos grupos de palmeras Caranday. Sobre las orillas del río Negro, siempre dentro del Parque, encuentra ámbito propicio la selva en galería, cuyos árboles alcanzan grandes alturas. Las zonas selváticas permiten diferenciar dos estratos claramente: el superior, con árboles de hasta 15 metros de altura (además del quebracho colorado, el quebracho blanco y los hermosos lapachos rosados o amarillos); y el inferior, donde crecen ejemplares más jóvenes de las mismas especies y otras de menor altura, como el algarrobo y el guayaibí. La última capa, más a altura humana, se compone de arbustos y árboles que superan hasta en dos o tres metros la estatura de una persona. El resto son zonas de transición y ambientes acuáticos: esteros, lagunas, cañadas que van y vienen según el ritmo de las lluvias y las sequías.
Un itinerario dentro del Parque debe recorrer por lo menos la zona del río Negro y la laguna de Panza de Cabra –la más importante de esta zona protegida–, donde es posible avistar los animales salvajes que se acercan a tomar agua en las orillas. En la zona de campamentos se observan algunas de las especies más confiadas, como los vistosos pájaros carpinteros, las nocturnas lechuzas y el urutaú, un pájaro de triste lamento que dio vida en la cultura indígena de la región a una hermosa leyenda.
Las zonas acuáticas –la laguna Panza de Cabra, pero también Yacaré y Carpincho– son particularmente bellas por la rica vida que se esconde en los gruesos colchones de camalotes y totorales: es difícil imaginar un espectáculo más bello que el del ocaso en estos horizontes donde el sol parece incendiar lo que toca, desde la opaca superficie de las aguas hasta los jirones de nubes que sobrevuelan los bosques. Por supuesto, además de aves como el chajá (con su fama de “pura espuma”), hay multitud de insectos. Pero al llegar la noche, sólo reina el sonoro silencio de la selva. Aunque sólo un oído experto podría diferenciar la voz de cada animal, hay que saber que en este Parque Nacional (donde lamentablemente no pudieron sobrevivir, por la persecución humana, especies como el yaguareté), viven ñandúes, monos carayá, gatos monteses, coatíes, corzuelas pardas y el rey de los roedores: el carpincho. Todo el que visita el Parque se va admirado por la hermosura y soledad de sus paisajes, pero sin olvidar que pesa sobre estos ecosistemas una espada de Damocles permanente: estas escasas hectáreas protegidas sobreviven entre campos deforestados por el hombre, y la continuidad a futuro de sus especies de fauna y flora pende de un hilo tan frágil como la capacidad humana de respetar el lugar de la naturaleza.

Selvas y rios En la provincia de Formosa, sobre la orilla derecha del río Pilcomayo, allí donde la Argentina ya se toca con Paraguay, se creó hace más de medio siglo un Parque Nacional que lleva el mismo nombre del río, con el fin de proteger el ecosistema del Chaco Húmedo (o Chaco oriental). Húmedo y caluroso, el Parque es sinónimo de abundancia (tanto en las temperaturas, que pueden llegar a los 45 grados en verano, como en fauna y flora, que lo convierten en un destino privilegiado). Ya en una primera impresión se pueden distinguir las zonas acuáticas, alimentadas por las lluvias o por las crecidas de los ríos –los terrenos llanos de la zona facilitan las inundaciones–, y los terrenos más altos donde crecen bosques de palmeras. La selva más exuberante, digna de un Tarzán capaz de comunicarse en guaraní, se extiende a orillas del río Bermejo: aquí los árboles apenas se distinguen de las lianas, las enredaderas, los helechos. Refugiados en este verde de matices infinitos para los ojos más acostumbrados, se ocultan zorros de monte, ñandúes, chuñas, monos de noche, murciélagos y los impasibles yacarés que apenas asoman sus miradas soñolientas, pero amenazantes, de la quieta superficie de las aguas. La selva también es hábitat de las boas, y de víboras peligrosas como la ñacaniná (desde ya en cualquier incursión hay que protegerse de víboras e insectos, que abundan).
No es de extrañar que los árboles más característicos de este Parque Nacional coincidan con los del cercano Parque Nacional Chaco: quebrachos colorados, lapachos, algarrobos y urundays comparten las “isletas de monte”, los terrenos más elevados rodeados de palmares y pastizales. Entre las muchas curiosidades de las 45.000 hectáreas del Parque no se pueden dejar de mencionar los enormes hormigueros que se divisan a orillas de los caminos: algunos, obra de pacientes termitas, miden hasta cinco metros de diámetro. En estas selvas viven además algunos de los animales más típicos de la Argentina: basta mencionar al tapir (el mamífero más grande de América del Sur), el aguará guazú, el oso hormiguero –el tamaño de los termiteros presagia sin duda festines para la especie– y el puma, el tigre latinoamericano que fascina por su elegancia y se hace temer por su mirada certera para la caza. La flora, por su parte, no puede menos que admirar por su variedad y belleza: aquí crecen helechos en abundancia y delicadas orquídeas, además de esos ceibos que ponen en el verdor del bosque el toque color sangre que remite a la triste leyenda de Anahí.
Pero tanto paraíso tampoco está exento de amenazas: el Parque Nacional está, por el sur, muy cerca de la localidad de Laguna Blanca, cuyos pobladores suelen ingresar al área protegida para cazar furtivamente o buscar leña. Los visitantes con conciencia ecológica evitarán repetir estas conductas, limitándose a recorrer los senderos permitidos (hay un camino habilitado para los autos que recorre el Parque, pero la transitabilidad depende del clima) y recordando que el mejor recuerdo que se puede llevar de un animal es el que queda impreso en una fotografía. Dentro del Parque se organizan justamente safaris fotográficos, caminatas, y trekkings por senderos de interpretación que arrojan una mirada más científica sobre este auténtico desborde de naturaleza.

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