PARQUES NACIONALES EN LAS PROVINCIAS DE CHACO Y FORMOSA
En el nordeste del país, los Parques Nacionales Chaco y Río Pilcomayo protegen ecosistemas únicos amenazados por el avance del hombre. Ambos son el pase a una naturaleza desbordante donde se manifiesta la gran biodiversidad de la región.
A medida que el mapa de la Argentina se estira hacia los trópicos, los paisajes se van tiñendo del verde intenso de la selva, bajo un cielo que parece eternamente azul. Un poco al margen de los circuitos turísticos más tradicionales, en esta porción del país –donde el calor reina casi todo el año, la humedad es intensa y la naturaleza tan rica como una caja de Pandora–, hay dos parques nacionales que merecen ser más conocidos y recorridos por su extraordinaria biodiversidad. Además de preservar ecosistemas que el avance del hombre pone en peligro a escasos kilómetros de las áreas protegidas, estos parques son un auténtico paraíso para los observadores de aves y para hacer safaris fotográficos, a la espera de esas tomas únicas con que los huidizos animales de la selva recompensan de vez en cuando la paciencia del visitante.
Chaco Humedo El nombre conciso del Parque Nacional Chaco no
permite equívocos sobre su ubicación, en el centro-este de la
provincia de Chaco, unos 130 kilómetros al norte de Resistencia. Son
en total unas 15.000 hectáreas encuadradas en el bioma del Chaco Húmedo,
que alterna montes, palmares, lagunas, esteros y selva en galería. Pese
a su superficie relativamente pequeña (que impide por ejemplo la presencia
de grandes mamíferos, ya que estas especies necesitan mucho espacio para
moverse y cazar), el Parque alterna varios paisajes: en el este y el sur, el
área conocida como “Monte Fuerte”, sobresalen los bosques
de quebrachos, donde crece este árbol de madera noble y dura, típica
de la provincia; hacia el oeste en cambio se extienden entre los pastizales
naturales armoniosos grupos de palmeras Caranday. Sobre las orillas del río
Negro, siempre dentro del Parque, encuentra ámbito propicio la selva
en galería, cuyos árboles alcanzan grandes alturas. Las zonas
selváticas permiten diferenciar dos estratos claramente: el superior,
con árboles de hasta 15 metros de altura (además del quebracho
colorado, el quebracho blanco y los hermosos lapachos rosados o amarillos);
y el inferior, donde crecen ejemplares más jóvenes de las mismas
especies y otras de menor altura, como el algarrobo y el guayaibí. La
última capa, más a altura humana, se compone de arbustos y árboles
que superan hasta en dos o tres metros la estatura de una persona. El resto
son zonas de transición y ambientes acuáticos: esteros, lagunas,
cañadas que van y vienen según el ritmo de las lluvias y las sequías.
Un itinerario dentro del Parque debe recorrer por lo menos la zona del río
Negro y la laguna de Panza de Cabra –la más importante de esta
zona protegida–, donde es posible avistar los animales salvajes que se
acercan a tomar agua en las orillas. En la zona de campamentos se observan algunas
de las especies más confiadas, como los vistosos pájaros carpinteros,
las nocturnas lechuzas y el urutaú, un pájaro de triste lamento
que dio vida en la cultura indígena de la región a una hermosa
leyenda.
Las zonas acuáticas –la laguna Panza de Cabra, pero también
Yacaré y Carpincho– son particularmente bellas por la rica vida
que se esconde en los gruesos colchones de camalotes y totorales: es difícil
imaginar un espectáculo más bello que el del ocaso en estos horizontes
donde el sol parece incendiar lo que toca, desde la opaca superficie de las
aguas hasta los jirones de nubes que sobrevuelan los bosques. Por supuesto,
además de aves como el chajá (con su fama de “pura espuma”),
hay multitud de insectos. Pero al llegar la noche, sólo reina el sonoro
silencio de la selva. Aunque sólo un oído experto podría
diferenciar la voz de cada animal, hay que saber que en este Parque Nacional
(donde lamentablemente no pudieron sobrevivir, por la persecución humana,
especies como el yaguareté), viven ñandúes, monos carayá,
gatos monteses, coatíes, corzuelas pardas y el rey de los roedores: el
carpincho. Todo el que visita el Parque se va admirado por la hermosura y soledad
de sus paisajes, pero sin olvidar que pesa sobre estos ecosistemas una espada
de Damocles permanente: estas escasas hectáreas protegidas sobreviven
entre campos deforestados por el hombre, y la continuidad a futuro de sus especies
de fauna y flora pende de un hilo tan frágil como la capacidad humana
de respetar el lugar de la naturaleza.
Selvas y rios En la provincia de Formosa, sobre la orilla
derecha del río Pilcomayo, allí donde la Argentina ya se toca
con Paraguay, se creó hace más de medio siglo un Parque Nacional
que lleva el mismo nombre del río, con el fin de proteger el ecosistema
del Chaco Húmedo (o Chaco oriental). Húmedo y caluroso, el Parque
es sinónimo de abundancia (tanto en las temperaturas, que pueden llegar
a los 45 grados en verano, como en fauna y flora, que lo convierten en un destino
privilegiado). Ya en una primera impresión se pueden distinguir las zonas
acuáticas, alimentadas por las lluvias o por las crecidas de los ríos
–los terrenos llanos de la zona facilitan las inundaciones–, y los
terrenos más altos donde crecen bosques de palmeras. La selva más
exuberante, digna de un Tarzán capaz de comunicarse en guaraní,
se extiende a orillas del río Bermejo: aquí los árboles
apenas se distinguen de las lianas, las enredaderas, los helechos. Refugiados
en este verde de matices infinitos para los ojos más acostumbrados, se
ocultan zorros de monte, ñandúes, chuñas, monos de noche,
murciélagos y los impasibles yacarés que apenas asoman sus miradas
soñolientas, pero amenazantes, de la quieta superficie de las aguas.
La selva también es hábitat de las boas, y de víboras peligrosas
como la ñacaniná (desde ya en cualquier incursión hay que
protegerse de víboras e insectos, que abundan).
No es de extrañar que los árboles más característicos
de este Parque Nacional coincidan con los del cercano Parque Nacional Chaco:
quebrachos colorados, lapachos, algarrobos y urundays comparten las “isletas
de monte”, los terrenos más elevados rodeados de palmares y pastizales.
Entre las muchas curiosidades de las 45.000 hectáreas del Parque no se
pueden dejar de mencionar los enormes hormigueros que se divisan a orillas de
los caminos: algunos, obra de pacientes termitas, miden hasta cinco metros de
diámetro. En estas selvas viven además algunos de los animales
más típicos de la Argentina: basta mencionar al tapir (el mamífero
más grande de América del Sur), el aguará guazú,
el oso hormiguero –el tamaño de los termiteros presagia sin duda
festines para la especie– y el puma, el tigre latinoamericano que fascina
por su elegancia y se hace temer por su mirada certera para la caza. La flora,
por su parte, no puede menos que admirar por su variedad y belleza: aquí
crecen helechos en abundancia y delicadas orquídeas, además de
esos ceibos que ponen en el verdor del bosque el toque color sangre que remite
a la triste leyenda de Anahí.
Pero tanto paraíso tampoco está exento de amenazas: el Parque
Nacional está, por el sur, muy cerca de la localidad de Laguna Blanca,
cuyos pobladores suelen ingresar al área protegida para cazar furtivamente
o buscar leña. Los visitantes con conciencia ecológica evitarán
repetir estas conductas, limitándose a recorrer los senderos permitidos
(hay un camino habilitado para los autos que recorre el Parque, pero la transitabilidad
depende del clima) y recordando que el mejor recuerdo que se puede llevar de
un animal es el que queda impreso en una fotografía. Dentro del Parque
se organizan justamente safaris fotográficos, caminatas, y trekkings
por senderos de interpretación que arrojan una mirada más científica
sobre este auténtico desborde de naturaleza.
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