BUENOS AIRES. VISITA A CAMPANóPOLIS
Surrealista, medieval, gaudiana, gauchesca y algo bizarra, Campanópolis es una insólita “aldea” bonaerense digna de Tim Burton, donde sólo habitan los sueños de un hombre que dibujaba castillos en un cuaderno y de inmediato se ponía a levantarlos, mano a mano con un equipo de albañiles.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Cualquier lector puede hacer la prueba: visitar Campanópolis, subir las fotos a Facebook y preguntarles a los amigos dónde fueron tomadas. “Brujas” dirá uno, “San Gimignano”, algún otro, “un pueblito del sur de Italia”, “Canterbury”, “una aldea del Anillo de Oro en Rusia”... y seguirán los fallos. Pero cuando el autor del chiste revele la incógnita, no le será fácil convencer a su público de que las fotos las tomó en González Catán, partido de La Matanza.
Antonio Campana fue un hijo de inmigrantes calabreses crecido en Avellaneda, quien con los años hizo cierta fortuna distribuyendo alimentos. No fue ingeniero, arquitecto ni maestro mayor de obras: apenas tenía sexto grado. Pero su hobby era dibujar castillos en un cuaderno Gloria de tapa blanda que, cuando su médico le pronosticó dos años de vida, decidió convertir en realidad.
Para llevar a cabo su nueva “empresa” Campana tuvo que comenzar a vender sus viejas empresas. Claro que la nueva era por el mero placer de jugar. Al principio iba los fines de semana a trabajar en sus castillos y casitas encantadas, que a veces dibujaba sobre el capot del auto para ponerse de inmediato manos a la obra. Pero viendo acercarse el final de su vida comenzó a trabajar 14 horas todos los días desde el amanecer, con un equipo de hasta un centenar de albañiles que dirigía personalmente, sin ingeniero ni arquitecto alguno.
Los cuarenta edificios de Campanópolis, distribuidos sobre 200 hectáreas de un terreno que había sido basural del Ceamse, están levantados y decorados con retazos de historia.
Por todo el complejo hay tablones de Argentinos Juniors, veinticuatro columnas perimetrales de las Galerías Pacífico en el salón de fiestas, calles adoquinadas de cuando el asfalto se impuso en toda Buenos Aires, una escalera de la Basílica de Luján, el primer carro de bomberos porteño tirado por caballos, señaladores del ferrocarril de Liverpool que venían como lastre en los barcos que partían luego, cargados de trigo, tranqueras del Hipódromo de Palermo, una campana de un convento de clausura italiano, vitreaux señoriales de mansiones porteñas, dos ascensores del edificio de la Municipalidad de Buenos Aires, luces de la Plaza de Mayo y relojes con poste de la Plaza de Retiro.
COLECCIONISTA EMPEDERNIDO ¿Cómo consiguió todas estas cosas don Campana? Muy simple: estaba en primera fila de todos los remates previos a las demoliciones de edificios que hubo en la renovación de Buenos Aires en los años ’90. A veces, Campana ofertaba una cifra por el remate completo y se quedaba sin competidores. Después iba y tomaba por su cuenta todo el sobrante no ofrecido, como rejas rotas, pedazos de vidrios de colores y azulejos, haciéndoles incluso un favor a quienes tenían que limpiar los escombros. También el desguace del ferrocarril le sirvió a Campana en lo que él consideraba una tarea de reciclaje con sentido ecológico, el mismo que aplicó en su tierra haciendo un saneamiento que implicó plantar miles de árboles y volcar miles de toneladas de tierra para hacer un relleno sanitario sobre el basural.
Campanópolis no fue hecha como un negocio, y ni siquiera se pensó como un lugar para vivir. Enfermo y con mal pronóstico, el placer de Campana era claramente el hecho de construir, de estar siempre manos a la obra. Por eso no había un plan –era una suerte de utópico plan infinito– ni tampoco una estructura previa. Terminado un edificio venía otro y otro, improvisando sus planos a veces hasta en una servilleta.
Como el objetivo no era habitar el lugar, los edificios no están amueblados, sino que la mayoría se disfruta desde afuera. Pero hay tres museos que sí se visitan, donde Campana expuso una sobrecargada y algo caótica colección de antigüedades.
El Museo de la Madera tiene tres pisos abarrotados de barandas finamente labradas, una prensa de uvas mendocina de 1880, una radio de madera, esquíes, columnas talladas a mano, raquetas de tenis, espejos con suntuosos marcos, una cardadora de lana, puertas de iglesia y sillas con barrocos respaldares.
En el Museo del Hierro hay dos pisos que acumulan máquinas registradoras, balanzas, máquinas de escribir, dos sillones de peluquería –uno del barrio de Belgrano, otro de la ciudad norteamericana de Saint Louis–, grandes cajas de seguridad, máquinas de coser, planchas a carbón, faroles, el fuelle de un ferrocarril, muchas bombas de agua y por sobre todo rejas de todas formas y tamaños que fueron puertas, balcones y ventanas. El techo está hecho de puertas de madera y la única obra de arte es un Quijote de lata.
El tercer museo es el de caireles, con miles de esas delicadas piezas de vidrio que cuelgan de las arañas antiguas.
AL AIRE LIBRE Campanópolis tiene pequeños barrios internos unidos por pasajes y callejones. Entre ellos hay espacios verdes, como la plaza principal con banquitos antiguos, aljibes, fuentes de acero, bebederos, una glorieta, faroles porteños con aires parisinos y una serie de ocho estatuas humanas de acero provenientes de la Plaza de la República en Rosario, que don Campana salvó a último momento en una fundición cuando ya tenían el cuerpo cortado por la mitad. Aquí fueron soldadas, aunque se les nota la cicatriz en la cintura.
El señor Campana tenía cierta admiración por las películas de Walt Disney. Inspiradas en Blancanieves, se levantaron doce casitas de piedra, escoria de fundición y ladrillos refractarios, en medio de un bosque con pinos, palmeras entrerrianas y araucarias, donde bien podrían vivir los famosos enanitos.
La única casa que existía en el lugar antes de ser comprado por Campana tiene valor histórico, ya que era de un puesto de estancia de Juan Manuel de Rosas, un edificio color rosa de 1830, con estilo colonial.
El recorrido sorprende a cada paso. Hay puertas de hierro que dan a la nada de una planicie con pastizales, hacia la cercana confluencia del río Matanzas con el arroyo Morales, donde en 1536 Ulrico Schmidl se topó con los querandíes. Más allá aparecen un templo ruso con sus cúpulas acebolladas, un edificio con chimeneas ridículamente curvas, un lago lleno de patos donde se refleja la torre de un castillo y la réplica de un molino holandés siglo XVI.
Contra todo pronóstico, Antonio Campana vivió nueve años más en lugar de dos, de modo que sus construcciones llegaron mucho más lejos de lo imaginado. Al morir en 2008, sus hijos dejaron su obra tal cual estaba. Hay, por lo tanto, edificios inconclusos –que le otorgan otro toque misterioso al lugar– y una estación de tren también a medio terminar, donde se encuentran vagones desvencijados.
Como no había un plan de obra, cualquier continuación no hubiera tenido el sello personal de su creador. Y como el lugar necesita mantenimiento constante, en los últimos tiempos se lo ha abierto al turismo, de manera limitada, para evitar también el deterioro de visitas masivas.
Campanópolis es, esencialmente, el resultado de la lucha de un hombre contra el tiempo. Es un intento utópico de realizar un sueño de la infancia. No casualmente, uno de los “barrios” es un homenaje a la República de Platón. Hay un intento claro –incluso dramático– por prolongar la vida de miles de objetos destinados al abandono. Fue sin dudas la aspiración de un “rey” que, sobre el final de su vida, decidió crearse su propio reino de pura fantasía.
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